Cuándo Jesús en Lc 18, 19 aclara al joven rico que le interpela, que no le llame bueno, que bueno solo es Dios, está aseverando una verdad incontestable en el ser humano. A saber: que la bondad, la generosidad, el servicio y, en definitiva, todo aquello que implica el amor al próximo, es un don de Dios: "toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto..." (St 1, 17). La naturaleza humana “salvada” por el bautismo, pero debilitada, aún así, por el pecado original, es tendente siempre al egoísmo, al individualismo, a la defensa de lo propio… es frágil y pasional. El alma herida y “seducida por su propia concupiscencia…” (St 1, 1415)  le hace levantar barreras ante el prójimo, defenderse de él y luchar por los intereses particulares ante cualquier amenaza, en un eterno bucle cainita (Gen 4, 115). La historia humana es testigo permanente de los conflictos humanos de mayor o menor escala, donde la unidad, la comunión y la fraternidad son quimeras o sueños remotos, como en un perenne Babel (Gen 11,1-9). La historia de la iglesia no está exenta de ésta realidad, al estar compuesta por hombres dotados del libre albedrío, y los cismas, las herejías, los antipapas o las guerras de religión, son tristes heridas en la unidad de los creyentes, no cicatrizadas en muchos casos, sino que se mantienen en dolorosa actualidad. 

Si la presencia de Cristo es real y verdadera en el momento de la consagración; si cada partícula de pan o gota de vino es verdadero y totalmente todo Cristo, todo Dios; si todos participamos del mismo cuerpo y la misma sangre del mismo Dios, que se dona y reparte su espíritu entre cada uno de nosotros y nos convertimos así en hermanos y universalmente unidos en lo profundo y en la esencia de nuestro ser; ¿cómo es posible esta realidad de desunión, conflicto y desinterés por el prójimo? ¿Cómo es posible que el fruto de nuestra participación en la eucaristía sea tan débil y precario? ¿Cómo se puede dar la injusticia, la indiferencia y el egoísmo entre nosotros? “¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros?…” (St 4, 1-5) 

Posiblemente seamos demasiado parciales e injustos al plantear estos interrogantes desde un punto de vista demasiado exigente e idealista y, sin reducir ni enmascarar la verdad, sí que podemos ser algo más positivos y ecuánimes al contemplar al hombre con una mirada más desde “la misericordia divina”. Es cierto que el ser humano es frágil y esclavo de sus pasiones, pero esto es algo con lo que cuenta el Señor, porque llevamos “este tesoro en vasos de barro” (2Cor 4, 7)es decir, Cristo se dona en la eucaristía, no a perfectos y seres intachables, como dice el centurión: “…Señor, no soy digo de que entres bajo mi techo…” (Mt 8, 8), sino a pobres indigentes, necesitados de la fuerza divina para poder mirar al otro con bondad y misericordia o simplemente, para poder mirar al otro y que no pase desapercibido como aquel que fue ignorado por todos menos por el buen samaritano (Lc 19, 25-37). Atender a las necesidades del prójimo, ponerse a su servicio y sufrir por y con los demás, no sólo es una capacidad que se nos regala a partir de la comunión con Dios, sino que se torna imprescindible para poder mantener, no sólo, a la iglesia unida, sino a la humanidad en pie. Es cierto que todo es mejorable y susceptible de evolución y avance, pero bien es cierto que si hoy existe algo de humanidad entre los ateos, agnósticos o increyentes, es gracias a los valores cristianos, a pesar de que se resistan a admitirlo. Y si hay fuerza, unidad y generosidad dentro del grupo de los creyentes es gracias a la eucaristía y al misterio de un Dios humilde, sacrificado y oblativo que se dona y se distribuye entre sus hermanos más pequeños y pobres. Es cierto que el hombre afectado por el egoísmo, el conflicto y la precariedad, es capaz de las peores hazañas, pero también es verdad que es capaz, a la vez, de las más grandes cotas de generosidad y benevolencia. 
 
Siempre y cuando haya alguien que pueda y quiera celebrar el misterio de la eucaristía, habrá esperanza en el mundo.
 
“El que como mi cuerpo y mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último dia” (Jn 6, 54)