Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?»
«Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande mi corazón en la fuerza de su Espíritu. Que me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo»
«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?»
«Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande mi corazón en la fuerza de su Espíritu. Que me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo»
Me gustan las cosas nuevas. No sé qué tienen que me encandilan. Y me asusta quedarme siempre en lo viejo, en lo de siempre. Hay una escena de la película «La Pasión» que siempre me conmueve de forma especial. Jesús camina al Calvario bajo el peso de la cruz. En ese momento cae agotado bajo el madero que carga. Su madre lo ve desde lejos y corre a su encuentro. Quiere sacarlo de ahí, salvar su vida, sostener sus pasos, consolar su dolor. Se acerca a ayudarlo entre lágrimas. Reacciona de forma instintiva y le dice: «Estoy aquí». En ese momento Jesús, ensangrentado, se vuelve hacia su Madre y repite las palabras que encontramos en Apocalipsis 21, 5: «¿Ves, Madre? Hago todas las cosas nuevas». En paralelo, María, recordando una escena del pasado, corre hacia su hijo pequeño que ha tropezado y está a punto de caer. María corre a salvar a Jesús niño. María corre a salvar a Jesús hombre. Cuando era niño María podía hacer mucho por Jesús. Podía curar sus heridas. Quitarle el dolor. Ahora sólo puede detenerse ante Él y hacerle ver que no se ha ido de su lado, que lo acompaña, que va en su camino. Siente la impotencia por no poder salvarle de la cruz. La beata Catalina Emmerick escribió sobre este encuentro entre Jesús y María en sus visiones sobre la pasión. Me impresiona oír esas palabras puestas en los labios de Jesús en medio de tanto dolor. Rodeado de tanto odio y tanta muerte. Jesús viene a hacerlo todo nuevo cuando parece todo perdido. Pienso en ese momento, en todo lo que los ojos de los hombres ven. No veo nada nuevo, es lo de siempre. Es el mismo odio, es el mismo sufrimiento, es la misma tortura, es la misma amargura. Lo que el corazón percibe es la muerte de siempre. ¿Cómo puede decir entonces Jesús que está haciendo todo nuevo? Es el mismo dolor viejo que mi corazón rehúye. Me rebelo contra tanto odio. Igual que hoy también me escandalizo cuando mueren niños inocentes en un atentado, o jóvenes en un accidente absurdo, o veo a cristianos asesinados por no querer apostatar de su fe. No es nada nuevo. Es la misma maldad de siempre. Y vuelvo a escuchar las palabras en labios de Jesús: «Yo hago todas las cosas nuevas». Hace nuevo lo que a mí me parece viejo. Tal vez son mis ojos que no ven nada detrás de la sangre. Y no perciben la luz abriéndose paso en la noche. Ni la vida detrás de la muerte. Tal vez me pasa lo mismo con mi vida. No soy capaz de reconocer lo nuevo en lo viejo, la luz en la oscuridad. ¿Cómo puede hacer Él que sea nuevo lo viejo en mi vida? En ocasiones me aferro a lo viejo y quiero hacerlo todo igual, como siempre. Me da miedo la novedad. Me da miedo a alejarme de lo que sé hacer bien. En ocasiones es al contrario y quiero lo nuevo por encima de lo viejo, de lo de siempre, de lo que me duele, de lo que me enferma. Pero no acabo de comprender lo que significa realmente hacerlo todo nuevo. Creo que Jesús me quiere decir algo importante. Él hace todo nuevo cuando es llevado a la cruz. Hace todo nuevo cuando va a morir a manos de los hombres. Hace todo nuevo cuando guarda silencio ante acusaciones injustas y no se defiende. Cuando es ascendido al madero sin oponer resistencia. Cuando le exigen que muestre su poder ya agonizando y Él promete el paraíso. Cuando es humillado y vejado. Cuando se queda solo y experimenta el odio en su carne. Mi corazón se rebela a ver el dolor de lo viejo. Pero Él me dice que es nuevo. Que lo está haciendo todo nuevo. Que su mirada es nueva y su corazón. Me impresiona ver el amor escondido detrás del odio. Y la esperanza velada detrás de la amargura. Me impresiona que Jesús diga estas palabras y haga nueva esa noche del Calvario. Y salga el sol en medio de la noche más negra. Me dice lo mismo ahora a mí cuando vivo la cruz y el dolor, cuando me amargo en los fracasos y pienso en el dolor viejo de mi vida. Y me dice que todo puede ser nuevo. Que lo puedo hacer yo todo nuevo. Si me dejo cambiar por su Espíritu. Si dejo que su vida se haga fuerte en mí. Si me cambia el corazón y hacer nueva mi mirada. Me recuerda que todo depende de mí. Que mi vida será nueva siendo la misma si soy el que cambia por dentro. Que tal vez no tengo que dejar el trabajo que me hastía para que mi trabajo sea nuevo. Y no tengo que dejar el camino elegido cuando me asaltan las dudas, sino hacerlo todo nuevo, con la novedad del que vive en Dios, arraigado en la fuerza del Espíritu. Y no tengo que huir de lo que no me gusta sino ser capaz de hacer de forma nueva lo que ya es viejo. Su Espíritu lo hace todo nuevo en mí. Pueden ser las mismas palabras de siempre pero despertar una vida nueva que antes desconocía. Puede ser la muerte el aparente punto final de mi camino, pero sigo viviendo más allá de la noche. Me gusta pensar en el poder que tienen mis manos cuando dejo que Dios actúe en ellas. Lo hacen todo nuevo. Creo en el poder de mis palabras viejas cuando Jesús las llena de su presencia y se vuelven nuevas. Las mismas palabras. Me emociona escuchar a Jesús decirme que hace mi vida nueva cuando me siento solo y abandonado. Miro a María inclinada sobre el rostro de Jesús tratando de darle esperanza. Y Jesús, que parece agotado, está lleno de vida y lo hace todo nuevo. Y contagia una esperanza que sólo puedo ver si permanezco quieto en la grieta de su corazón herido. Quiero hacerlo todo nuevo. Lo de siempre nuevo. Lo de antes, lo antiguo, pero nuevo. En una fuerza de Dios que le da sentido a todo lo que hago. Y me desvela un camino desconocido. Y me abre una gruta nueva en medio de las noches de mis días.
A veces me da miedo repetirme. Hacer y decir siempre lo mismo. Vivir siempre igual por miedo a los cambios. Me asusta acostumbrarme a un mismo camino y temer cambiarlo. Por si es peor. Por si pierdo algo. Sé que lo que de verdad tiene que cambiar en mí es la mirada, la actitud con la que enfrento cada nuevo día. La mirada y la actitud lo cambian todo. El sol sale igual cada mañana. No cambia su rutina diaria. Pero sale de forma distinta para el ojo que se asombra, con cada amanecer, con cada puesta de sol. Todo lo cambia el corazón. Porque para mí cada día es distinto, aunque tenga el mismo sol. Y cada camino es nuevo, aunque ya esté hollado. Porque yo no soy el mismo que el día anterior. Corro el riesgo de hacer de la rutina mi cárcel, mi casa cerrada por miedo a la vida. Temo convertirme en un funcionario de la vida, que despacha asuntos, y pone sellos a la vida que pasa entre sus dedos. No quiero vivir así cada día. Quiero volver a encenderme con los ideales de siempre. Volver a vibrar. Volver a amar. Quiero que un fuego abrasador queme mi alma fría en la fuerza del Espíritu. Quiero volver a arder por ideales nuevos que saquen de la sequedad a los que ya están viejos. Quiero tener un corazón de niño que absorba lo nuevo con sorpresa y asombro. Cada noche, cada mañana. Un corazón de niño como el que tuve ayer. Un corazón puro, lleno de sol y estrellas. Un corazón grande que no se canse de amar, y siempre haga todo nuevo. Quiero una mirada inocente y pura, una mirada de niño. Esa mirada que asombra al mundo: «Se quedan fascinados por la manera de ser tan simple y la mirada mansa de un niño pequeño. Algo misterioso. Volvamos a recordar entonces que el niño es una señal original de Dios»[1]. Una sonrisa abierta y franca. Esa timidez del niño que no sabe bien cómo seguir el camino. Con esa mirada es posible hacer nuevo lo viejo, y renovarse uno en la entrega cada mañana. Con esa mirada puedo acoger a Dios como una novedad cada etapa del camino. Leía el otro día: «Para acoger a Dios, lo importante no es evitar contactos externos que nos puedan contaminar, sino vivir con un corazón limpio y bueno»[2]. Quiero mirar como un niño, acoger como un niño. Sin prejuicios, sin rechazar al diferente. Sin miedo a lo que viene de fuera. Sin temer contaminarme. Con esa confianza ciega que tienen los niños en los brazos que le aseguran el descanso. Quiero ser un niño audaz que no tema arriesgarse a vivir cosas que nunca antes ha vivido. A veces tengo miedo, como los discípulos, y me encierro en una casa con las puertas cerradas. Me da miedo el mundo y veo fantasmas por todas partes: «Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». No sé si es el atardecer lo que les causa miedo a los apóstoles. A mí a veces la noche que encierra mil peligros me hace encerrarme. Me muestro miedoso y me asusta lo que no conozco. Imagino peligros que no existen. No quiero perder lo que me da la vida. Necesito esa valentía que venga de lo alto. Para no temer por mí, ni por otros. Para confiar más como los niños. Quiero darle a Dios mi sí confiado, mi sí filial. Decía el P. Kentenich: «Quien pronuncie el sí filial será siempre rico en Dios, aunque sea pobre como un mendigo»[3]. Mi sí abre el corazón de Dios. Y me vuelve rico. Porque me lleno de su presencia. Calmo mi sed. Calmo mis ansias de Dios. Es por eso que quiero recibir un agua de lo alto que acabe con la sequedad de mi alma: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas e infunde calor de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Mi alma seca tiene sed, está enferma y fría. Necesito un agua nueva que me calme por dentro. Un agua que acabe con la sequedad y la dureza. Y logre que se enderece en mí lo torcido. Y se vuelva flexible lo rígido. Porque no quiero acabar viviendo mi sacerdocio con rigidez. Quiero un aliento que me lleve por donde no quiero ir. Que renueve mis pasos dubitativos y llenos de miedo. Que me anime a ser valiente en la oscuridad de la noche. Que me ayude a dejar de lado mis manías de siempre. Quiero abrirme a la sorpresa de cada mañana. Soñar imposibles. Recorrer caminos impensables. Quiero ascender más arriba, allí donde yo no veo. Esas cumbres que mis ojos no vislumbran. Para que el camino de siempre, siempre sea nuevo. Para que no me aburra de surcar siempre los mismos mares. Para que no encuentre hastío en la repetición de gestos. Y haga todo con un corazón nuevo. Como los niños que no se cansan nunca de ver la misma película, aunque sepan de memoria los diálogos. Y repiten los juegos que les causan alegría, siempre los mismos. En esta época en la que sólo se admira el cambio, lo nuevo, el estreno, la novedad. Me impresiona que el Espíritu Santo todo lo haga nuevo. Logre renovar mi corazón enfermo y consiga que mi alma mire con pureza, con la inocencia de los niños, todo lo que Dios pone ante mis ojos. Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande mi corazón en la fuerza de su Espíritu. Que me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo. Lo viejo se hace joven. Lo pasado cobra vida. Es Jesús en su Espíritu que me renueva.
Me gusta la ausencia de Jesús y su presencia escondida. Tengo un vacío grande en el corazón. Deseo más de lo que poseo y sueño más de lo que tengo. Es por eso que en mí hay siempre un vacío insatisfecho que no logro entender. Una grieta abierta al infinito. Una parte de mí que nada ni nadie consuelan. Deseo algo tan grande que se me escapa de las manos. Y sueño algo tan eterno que mi tiempo no alcanza a recorrerlo, a recogerlo, a retenerlo. Y me aferro con las manos a un presente que vuela. Quiero huir de mí mismo para llegar pronto a Dios y llenarme de su vida. Pero no lo consigo y me quedo quieto un instante esperando a que Él venga. Quiero llenarme de Él para no desear nada más en mi vida. Pero una y otra vez experimento la soledad. Quiero tocar más dentro en esa cueva oscura por donde voy y vengo. Quiero llegar más alto, quizá más lejos. Y muchas veces palpo apenas inconsciente lo que describe el viento. Con una brisa suave viene a despertarme de todos mis letargos. Y apenas me despierto vuelvo a caer dormido vencido por el sueño. No sé muy bien por qué no logro conocer sus pasos. Los descubro apenas, a tientas, con mis manos. Quiero cruzar mil mares adentro sin temores. Quiero invertir mi vida en ese sueño eterno que descifro en mi alma. Acarician mis manos un viento que se escapa. Y descubro palabras que esconden los silencios. Quiero avistar a lo lejos su regreso inmediato. Quiero sentir muy dentro su presencia que me quema. Me uno a una persona que rezaba: «Me gusta pensar que vienes cuando te has ido. Que vuelves y regresas al mismo lugar donde me encuentro perdido. Que me dices las mismas cosas que me decías antes cuando estabas presente en medio de mi vida. Me da miedo esa ausencia cuando se prolonga. Y anhelo tu venida más que mi propia vida. Te quiero más a ti que a mí mismo. Aunque a veces no sé bien cómo decírtelo. Por eso sé que tu venida llega con una ráfaga de viento, con un fuego que me quema por dentro. Te amo, sí y toco suavemente la piel del desencuentro. Como quien hurta a oscuras aquello que no tiene». Deseo esa presencia que calma mi alma. Lo encuentro tantas veces oculto y muchas veces no lo veo. Quisiera poder tocarlo cada día. Ver a Dios en todo lo que me ocurre. Descifrar sus palabras en medio del silencio. Me falta poder tocarlo. Pero noto su presencia en un fuego escondido. Claro que Dios enciende ese fuego en el alma. Claro que viene a mí para llenar mi vacío. Y me habla, y me dice que me ama. Para escucharlo quiero aprender a sumergirme en el silencio. Tengo tantos ruidos en el alma. Me gustaría ser un hombre silencioso, callado, lleno de una presencia misteriosa. El cardenal Robert Sarah comenta: «El silencioso es un hombre libre, ninguna dictadura podrá nada contra el hombre silencioso, ningún poder puede arrastrarlo». El hombre enamorado de Dios que guarda silencio. Que tiene a Dios como roca de su vida. Que es hondo en su alma. Creo que sólo las personas con alma honda son insobornables. No se someten. Se mantienen firmes como una roca en medio de la tormenta. Me falta hondura. Quiero navegar en lo profundo de mi alma. Quiero ser ese hombre silencioso al que ningún poder pueda llevar donde no quiera. Un corazón libre. Un corazón firme. Lugar de descanso para muchos. Gruta de ese anhelo grande que quema mi vida. En medio de los ruidos del mundo a veces me dejo llevar por la corriente. Sin rumbo. Perdido. Quiero llegar a ser ese hombre anclado, de profundas raíces. Es necesario ahondar en el alma para llegar más dentro. Para poder vivir con un centro seguro. Para poder descansar del ruido de la vida. Quiero más armonía de la que poseo, algo más de orden. El otro día leía: «Con una vida emocional desordenada pasamos a desear intensamente grandes cosas, deseamos hacer grandes hazañas, afrontar grandes retos, aspirar a grandes conquistas. Pero sucumbimos ante todas ellas, porque sólo nos movemos en el ámbito de los deseos. Deseamos querer hacer y no hacemos. Deseamos querer llegar y no nos movemos. Deseamos querer ser y no somos. Queremos cambiar y no cambiamos. Porque cuando emocionalmente somos desordenados nos ilusionamos con fines que nunca llegan, porque no ponemos los medios para lograrlos»[4]. Quiero que mis deseos estén arraigados en el corazón de Dios. Quiero que mis ansias de caminar muevan mis pasos a las metas más altas. Que lo que anhelo se haga vida en mi corazón de niño. Es necesario confiar más de lo que confío. Le pido a Dios que ponga orden en mi alma, que me envíe su Espíritu. Que me haga ver cuáles son mis prioridades. Que siembre luz en mis decisiones. Que lo que deseo se haga vida y lo que sueño se haga obra en mí. Necesito ponerme en camino y no quedarme quieto por miedo, por dejadez, por pereza. No sólo deseo, también hago, actúo, me muevo. Pongo mi vida en las manos de ese Dios que camina a mi lado, escondido, callado. En mi desorden fruto del pecado pido que ponga Él su mano para calmar mis miedos y detener mis ansias. Porque sé que tengo muchos sueños guardados y no quiero quedarme a medias deseando lo que no alcanzo. Me pongo en camino. Decido en medio de la vida. Pongo los medios para que se haga vida en mí todo cuanto deseo.
Quiero que venga el Espíritu Santo para dar calor a mi alma. Quiero que me ilumine en el camino. Decía el Papa Francisco al hablar del Espíritu Santo: «¿Yo soy capaz de escucharlo? ¿Yo soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? ¿O mi corazón está tranquilo, sin emociones, un corazón fijo? He sentido las ganas de hacer esto, de ir a visitar a aquel enfermo, o de cambiar de vida o de dejar esto. Sentir y discernir: discernir lo que siente mi corazón, porque el Espíritu Santo es el maestro del discernimiento. Una persona que no tiene estos movimientos en su corazón, que no discierne lo que sucede, es una persona que tiene una fe fría, una fe ideológica. ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? Porque lo bueno de lo malo se distingue inmediatamente. Pero está ese mal escondido que es el menos bueno, pero que tiene escondido el mal». Un corazón que sienta, que se emocione, que tenga el don de lágrimas. El don del Espíritu. Me asustan las emociones, no las controlo. Me da miedo taparlas, esconderlas, avergonzarme de ellas. Me da miedo que pasen y sean sólo un momento pasajero. Me da miedo ser inconstante en mis afectos, en mis pasiones. El Espíritu me habla en mociones interiores. El Espíritu despierta en mí el amor por la vida. ¡Qué difícil discernir las voces de Dios en el alma y saber cuándo me habla Dios! Descubrir lo que me pide, lo que me invita a emprender. Quiero un corazón que sepa discernir en la luz del Espíritu lo que Dios quiere para mí. No es tan sencillo saber lo que me pide cuando me ofrece optar entre dos bienes. Temo confundirme. Entre un mal y un bien siempre lo tengo claro. Cuando me hace elegir entre dos cosas buenas, siempre dudo. Quiero lo bueno. Pero no sé bien dónde tengo que entregarme. Quiero una fe ardiente, no fría. Que acepte como válidas las mociones de Dios en el alma. Que no me escandalice de lo que bulle en mi interior, de lo que quema por dentro. Y me mire con alegría al ver a Dios susurrando en mi silencio. ¿Cómo tomo las decisiones en mi vida? Pentecostés tiene que ver con ese fuego que empuja mis pasos, da luz a mi noche. Y me lleva a decidir a partir de lo que arde en el alma. Me da luz para saber dar el siguiente paso. No necesito saber más. Sólo el siguiente paso. ¿Hablo con Dios los pasos que voy dando? Sólo en Él es posible encontrar respuestas. Encontrar muy quedo la luz necesaria. Sólo en Él puedo comenzar a andar, paso a paso.
Jesús entra en medio de mis miedos y me da su paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo». Me enseña sus heridas. Me abre su costado, su corazón herido y me lleno de alegría. Tantas veces vivo con angustia, con stress, con miedo. Vivo agobiado por el presente y el futuro. decía el P. Kentenich: «¿Cuál debe ser nuestra preocupación más grande? Estar en todo momento infinitamente despreocupados. ¿Por qué les propongo esta consigna de modo tan directo y tajante? Porque por naturaleza tendemos fuertemente a preocuparnos»[5]. Me gustaría vivir siempre así. Alegre por esa presencia de Jesús en mí que me da su paz. Esa luz suya que acaba con las sombras de mi alma cerrada. Pierdo el miedo. Dejo de vivir tan preocupado. Quiero vivir así frente al futuro incierto. Sumergirme en el mar de las misericordias de Dios. Jesús entra en mi alma. Atraviesa las puertas cerradas. Penetra en mis muros que me aíslan. Sin que yo le dé permiso a entrar Él entra. Eso me gusta. Quiero salir con la fuerza de su Espíritu. Con esa paz que me permita vivir despreocupado. ¡Cuánto me cuesta vivir así! Me preocupo siempre. Temo que todo salga mal. Me asustan los fracasos y la muerte. Los cambios de planes, los imprevistos. Vivo sin paz y sin alegría. Vivo turbado. Pero hoy llega Jesús en su Espíritu y me da su paz, y me contagia su alegría. Y lo hace como lo hizo el primer día de las apariciones, con su cuerpo glorioso herido. Me muestra sus manos y su costado para darme paz. Es Él ahora resucitado. En sus heridas cubiertas de gloria me tranquilizo. No necesito más para confiar de nuevo. Sé que después de la muerte viene la vida. Eso me alegra. Sé que la muerte no tiene la última palabra. Y sé que su ascensión al cielo es sólo el comienzo de mi esperanza. Pero no estoy solo. Él camina conmigo cada día. Quiero tener su paz. Le entrego hoy mis miedos y angustias. Vivo preocupado. Y necesito alegrarme más al descubrirle en las heridas de los otros. En sus dolores y en su pena. Necesito abrirme a verlo en mis propias heridas. Quiero recibir su paz en mi herida abierta y tener luz, y llenarme de alegría. A veces las heridas me quitan la paz. Las heridas en la carne como la enfermedad. Las heridas en el alma que son las más frecuentes. Las heridas causadas por la falta de amor. Me turban, me preocupan. Quiero tener un corazón sano, sin llagas, sin heridas, sin roturas. Por eso necesito su paz en este día de Pentecostés para no vivir turbado, angustiado, con miedo. Necesito la alegría de su Espíritu que disipe todas las nubes del alma. Y me enseñe a querer mi corazón herido. Hoy le agradezco a Jesús por enseñarme sus heridas, por mostrarse ante mí en su verdad. Yo escondo mis heridas por miedo, por vergüenza. Me encierro en las puertas cerradas de mi alma. No me muestro vulnerable, me da miedo. Hoy Jesús viene a mi alma herida y vulnerable. Le entrego mi verdad en la luz del cenáculo de mi alma iluminado con su presencia. Se lo entrego todo. A cambio sólo le pido su paz y su alegría. Quiero que cuando me agobie por todo lo que tengo que hacer, por el futuro incierto, por los miedos a no lograr lo que deseo, Él me dé su paz. Me abrace con sus manos abierto y heridas. Y me regale su paz. Cuando vea que la misión que me confía supera mis fuerzas, sepa mirarlo escondido en mis manos y confiar de nuevo. El cenáculo se convierte en Pentecostés cuando dejo que entre en mí con su fuego. María acompañó a los discípulos para hacer posible el milagro de Pentecostés. Ellos perseveraron porque María los congregaba. María siempre une. Ahora yo hago lo mismo. Persevero porque estoy unido a Ella. Porque me impulsa a seguir orando, a seguir unido a los míos, a mis hermanos. Comenta el P. Kentenich: «Que el milagro de Pentecostés inaugure y lleve a cabo en nuestra alma el milagro de la santidad. Que nuestro Santuario sea desde ahora nuestro Cenáculo. Sintámonos congregados en torno a la imagen de la Santísima Virgen, unidos, ligados, vinculados a ella. Unanimiter significa ser un solo corazón y una sola alma. ¿No nos sentimos un solo corazón y una sola alma?»[6]. Reunidos en torno a María imploramos el Espíritu Santo. Lo hacemos como un solo cuerpo, una sola alma. Nos da la paz a todos. Eso es Pentecostés. Un momento de luz en su Iglesia, en mi comunidad, en medio de los míos.
Me conmueve que hoy Jesús hable de perdonar los pecados: «Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Muchas veces no le tomo el peso a ese don que regala a muchos a través de mis manos. Ese don que yo tantas veces he tocado experimentando su amor misericordioso. En mí mismo al vivir el perdón. En mis manos al perdonar a tantos. En aquellos que se acercan buscando misericordia. Y yo sólo soy su instrumento, porque Él me envía. Como hoy Jesús envía a los suyos a perdonar pecados. En Pentecostés, con el Espíritu, recibieron el amor misericordioso de Dios. Ellos se sintieron amados, elegidos, buscados por Dios. Y ese amor les hizo perder el miedo a dar la vida. A dar gratis lo que habían recibido gratis. Ya no temen a los otros hombres. Ven en ellos el amor de Dios. Han sido perdonados. Se han sabido amados en su herida. El otro día leía: «El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»[7]. Los discípulos, como yo, son hombres débiles, heridos. Yo regalo el perdón de Dios desde mi herida de hombre sacerdote. Y lo recibo también por manos de otros sacerdotes. Pero es verdad que todos podemos regalar el perdón, podemos perdonar las ofensas, las heridas. Puedo perdonar y quedar liberado. Hoy Jesús me pide a mí que perdone, que olvide las ofensas, que no viva con rencor guardado en el alma. Quiere que entregue su perdón sagrado. Y lo puedo hacer porque sé que en mi fragilidad llevo su misericordia. Porque he visto, como los discípulos, ese amor de Dios que cubre mi desnudez. Quiero ser valiente entonces para salir al mundo lleno de alegría y dar ese perdón que el hombre necesita. Me gusta ese momento de gracia. De misericordia. De perdón. De olvido. De paz. Puedo anunciar que Jesús está vivo. Como lo hicieron los discípulos ese día de Pentecostés, después de no haber sabido acompañar a Jesús en su muerte. Me hago testigo del resucitado. Como esos discípulos ese día que se convierten en valientes apóstoles cuando antes sólo eran hombres cobardes escondidos con miedo. Así quiero yo que me cambie el Espíritu, que me renueve. Que me haga de nuevo para poder ser yo testigo de su amor.
El Espíritu logra que los discípulos hablen en una lengua que todos entienden: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?». Vivo dividido en mi interior. Hago lo que no quiero. Deseo lo que no hago. Lucho por amar en libertad y retengo. Digo amar a Dios pero no amo a los hombres. Quiero ser santo y maldigo. Ser puro y juzgo y condeno. Quiero ser más humano y me falta misericordia. Dar la vida y me vuelvo egoísta. Vivo en mí la división que detesto. Y yo mismo, dividido, no uno a los hombres. Me gustaría unir. Pero mis palabras dividen. Hoy los apóstoles hablan en un idioma que todos entienden. Eso me gusta. Un idioma que une. A veces los idiomas dividen tanto. La unidad no tiene que ver con la uniformidad. Son cosas diferentes. Estoy llamado a construir la unidad respetando la originalidad de todos. Sin imponer un solo idioma, pero hablando en una lengua que todos entiendan. Acogiendo al que no piensa como yo. Aceptando al que sigue un camino diferente. Es verdad que el dolor une a los que sufren. Despierta la misericordia. Es lo que deseo. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con Él permite sobrellevar los peores momentos». Es la unión entre los hermanos. La unión con Cristo en su cruz. Pero muchas veces no es así. A veces la enfermedad aísla, la cruz separa de Dios y de los hombres. En mi dolor puedo vivir amargado, lejos de los que no sufren. El Espíritu me regala la gracia de unirme con el que sufre. De compadecerme y abajarme para acompañar al otro en su dolor. Es la comunión que anhelo. La unidad que busco. Quiero ser un constructor de unidad. Un pacificador. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Y acercarme al que vive la cruz, no rehuir su presencia. A veces el que fracasa se convierte en un hombre al que dejan solo los que buscan sólo el éxito. ¡Cuánto bien me hace acercarme a los que han fracasado, a los que sufren! Me hace solidario. Me hace formar una comunión de misericordia que es una gracia. Me uno al que no me puede dar nada a cambio. Amo al que no me puede corresponder. Socorro al indigente. Acepto al que es rechazado por muchos. Es el misterio de la unidad en Cristo, en María. Es la fuerza del Espíritu la que logra que se una su Iglesia. Y muchas veces sufro la desunión. Me duelen las críticas, los juicios, los enfrentamientos. Me da miedo no acoger a los que no piensan como yo. No aceptar que otros sigan caminos diferentes. La comunión es un don del Espíritu. María en el Cenáculo me congrega para que sea transformado en Pentecostés en el Cuerpo unido de Cristo: «Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo». Ese misterio es el que suplico que se haga vida en mí. El misterio de la comunión. Cada día. Cada noche de Pentecostés.
A veces me da miedo repetirme. Hacer y decir siempre lo mismo. Vivir siempre igual por miedo a los cambios. Me asusta acostumbrarme a un mismo camino y temer cambiarlo. Por si es peor. Por si pierdo algo. Sé que lo que de verdad tiene que cambiar en mí es la mirada, la actitud con la que enfrento cada nuevo día. La mirada y la actitud lo cambian todo. El sol sale igual cada mañana. No cambia su rutina diaria. Pero sale de forma distinta para el ojo que se asombra, con cada amanecer, con cada puesta de sol. Todo lo cambia el corazón. Porque para mí cada día es distinto, aunque tenga el mismo sol. Y cada camino es nuevo, aunque ya esté hollado. Porque yo no soy el mismo que el día anterior. Corro el riesgo de hacer de la rutina mi cárcel, mi casa cerrada por miedo a la vida. Temo convertirme en un funcionario de la vida, que despacha asuntos, y pone sellos a la vida que pasa entre sus dedos. No quiero vivir así cada día. Quiero volver a encenderme con los ideales de siempre. Volver a vibrar. Volver a amar. Quiero que un fuego abrasador queme mi alma fría en la fuerza del Espíritu. Quiero volver a arder por ideales nuevos que saquen de la sequedad a los que ya están viejos. Quiero tener un corazón de niño que absorba lo nuevo con sorpresa y asombro. Cada noche, cada mañana. Un corazón de niño como el que tuve ayer. Un corazón puro, lleno de sol y estrellas. Un corazón grande que no se canse de amar, y siempre haga todo nuevo. Quiero una mirada inocente y pura, una mirada de niño. Esa mirada que asombra al mundo: «Se quedan fascinados por la manera de ser tan simple y la mirada mansa de un niño pequeño. Algo misterioso. Volvamos a recordar entonces que el niño es una señal original de Dios»[1]. Una sonrisa abierta y franca. Esa timidez del niño que no sabe bien cómo seguir el camino. Con esa mirada es posible hacer nuevo lo viejo, y renovarse uno en la entrega cada mañana. Con esa mirada puedo acoger a Dios como una novedad cada etapa del camino. Leía el otro día: «Para acoger a Dios, lo importante no es evitar contactos externos que nos puedan contaminar, sino vivir con un corazón limpio y bueno»[2]. Quiero mirar como un niño, acoger como un niño. Sin prejuicios, sin rechazar al diferente. Sin miedo a lo que viene de fuera. Sin temer contaminarme. Con esa confianza ciega que tienen los niños en los brazos que le aseguran el descanso. Quiero ser un niño audaz que no tema arriesgarse a vivir cosas que nunca antes ha vivido. A veces tengo miedo, como los discípulos, y me encierro en una casa con las puertas cerradas. Me da miedo el mundo y veo fantasmas por todas partes: «Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». No sé si es el atardecer lo que les causa miedo a los apóstoles. A mí a veces la noche que encierra mil peligros me hace encerrarme. Me muestro miedoso y me asusta lo que no conozco. Imagino peligros que no existen. No quiero perder lo que me da la vida. Necesito esa valentía que venga de lo alto. Para no temer por mí, ni por otros. Para confiar más como los niños. Quiero darle a Dios mi sí confiado, mi sí filial. Decía el P. Kentenich: «Quien pronuncie el sí filial será siempre rico en Dios, aunque sea pobre como un mendigo»[3]. Mi sí abre el corazón de Dios. Y me vuelve rico. Porque me lleno de su presencia. Calmo mi sed. Calmo mis ansias de Dios. Es por eso que quiero recibir un agua de lo alto que acabe con la sequedad de mi alma: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas e infunde calor de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Mi alma seca tiene sed, está enferma y fría. Necesito un agua nueva que me calme por dentro. Un agua que acabe con la sequedad y la dureza. Y logre que se enderece en mí lo torcido. Y se vuelva flexible lo rígido. Porque no quiero acabar viviendo mi sacerdocio con rigidez. Quiero un aliento que me lleve por donde no quiero ir. Que renueve mis pasos dubitativos y llenos de miedo. Que me anime a ser valiente en la oscuridad de la noche. Que me ayude a dejar de lado mis manías de siempre. Quiero abrirme a la sorpresa de cada mañana. Soñar imposibles. Recorrer caminos impensables. Quiero ascender más arriba, allí donde yo no veo. Esas cumbres que mis ojos no vislumbran. Para que el camino de siempre, siempre sea nuevo. Para que no me aburra de surcar siempre los mismos mares. Para que no encuentre hastío en la repetición de gestos. Y haga todo con un corazón nuevo. Como los niños que no se cansan nunca de ver la misma película, aunque sepan de memoria los diálogos. Y repiten los juegos que les causan alegría, siempre los mismos. En esta época en la que sólo se admira el cambio, lo nuevo, el estreno, la novedad. Me impresiona que el Espíritu Santo todo lo haga nuevo. Logre renovar mi corazón enfermo y consiga que mi alma mire con pureza, con la inocencia de los niños, todo lo que Dios pone ante mis ojos. Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande mi corazón en la fuerza de su Espíritu. Que me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo. Lo viejo se hace joven. Lo pasado cobra vida. Es Jesús en su Espíritu que me renueva.
Me gusta la ausencia de Jesús y su presencia escondida. Tengo un vacío grande en el corazón. Deseo más de lo que poseo y sueño más de lo que tengo. Es por eso que en mí hay siempre un vacío insatisfecho que no logro entender. Una grieta abierta al infinito. Una parte de mí que nada ni nadie consuelan. Deseo algo tan grande que se me escapa de las manos. Y sueño algo tan eterno que mi tiempo no alcanza a recorrerlo, a recogerlo, a retenerlo. Y me aferro con las manos a un presente que vuela. Quiero huir de mí mismo para llegar pronto a Dios y llenarme de su vida. Pero no lo consigo y me quedo quieto un instante esperando a que Él venga. Quiero llenarme de Él para no desear nada más en mi vida. Pero una y otra vez experimento la soledad. Quiero tocar más dentro en esa cueva oscura por donde voy y vengo. Quiero llegar más alto, quizá más lejos. Y muchas veces palpo apenas inconsciente lo que describe el viento. Con una brisa suave viene a despertarme de todos mis letargos. Y apenas me despierto vuelvo a caer dormido vencido por el sueño. No sé muy bien por qué no logro conocer sus pasos. Los descubro apenas, a tientas, con mis manos. Quiero cruzar mil mares adentro sin temores. Quiero invertir mi vida en ese sueño eterno que descifro en mi alma. Acarician mis manos un viento que se escapa. Y descubro palabras que esconden los silencios. Quiero avistar a lo lejos su regreso inmediato. Quiero sentir muy dentro su presencia que me quema. Me uno a una persona que rezaba: «Me gusta pensar que vienes cuando te has ido. Que vuelves y regresas al mismo lugar donde me encuentro perdido. Que me dices las mismas cosas que me decías antes cuando estabas presente en medio de mi vida. Me da miedo esa ausencia cuando se prolonga. Y anhelo tu venida más que mi propia vida. Te quiero más a ti que a mí mismo. Aunque a veces no sé bien cómo decírtelo. Por eso sé que tu venida llega con una ráfaga de viento, con un fuego que me quema por dentro. Te amo, sí y toco suavemente la piel del desencuentro. Como quien hurta a oscuras aquello que no tiene». Deseo esa presencia que calma mi alma. Lo encuentro tantas veces oculto y muchas veces no lo veo. Quisiera poder tocarlo cada día. Ver a Dios en todo lo que me ocurre. Descifrar sus palabras en medio del silencio. Me falta poder tocarlo. Pero noto su presencia en un fuego escondido. Claro que Dios enciende ese fuego en el alma. Claro que viene a mí para llenar mi vacío. Y me habla, y me dice que me ama. Para escucharlo quiero aprender a sumergirme en el silencio. Tengo tantos ruidos en el alma. Me gustaría ser un hombre silencioso, callado, lleno de una presencia misteriosa. El cardenal Robert Sarah comenta: «El silencioso es un hombre libre, ninguna dictadura podrá nada contra el hombre silencioso, ningún poder puede arrastrarlo». El hombre enamorado de Dios que guarda silencio. Que tiene a Dios como roca de su vida. Que es hondo en su alma. Creo que sólo las personas con alma honda son insobornables. No se someten. Se mantienen firmes como una roca en medio de la tormenta. Me falta hondura. Quiero navegar en lo profundo de mi alma. Quiero ser ese hombre silencioso al que ningún poder pueda llevar donde no quiera. Un corazón libre. Un corazón firme. Lugar de descanso para muchos. Gruta de ese anhelo grande que quema mi vida. En medio de los ruidos del mundo a veces me dejo llevar por la corriente. Sin rumbo. Perdido. Quiero llegar a ser ese hombre anclado, de profundas raíces. Es necesario ahondar en el alma para llegar más dentro. Para poder vivir con un centro seguro. Para poder descansar del ruido de la vida. Quiero más armonía de la que poseo, algo más de orden. El otro día leía: «Con una vida emocional desordenada pasamos a desear intensamente grandes cosas, deseamos hacer grandes hazañas, afrontar grandes retos, aspirar a grandes conquistas. Pero sucumbimos ante todas ellas, porque sólo nos movemos en el ámbito de los deseos. Deseamos querer hacer y no hacemos. Deseamos querer llegar y no nos movemos. Deseamos querer ser y no somos. Queremos cambiar y no cambiamos. Porque cuando emocionalmente somos desordenados nos ilusionamos con fines que nunca llegan, porque no ponemos los medios para lograrlos»[4]. Quiero que mis deseos estén arraigados en el corazón de Dios. Quiero que mis ansias de caminar muevan mis pasos a las metas más altas. Que lo que anhelo se haga vida en mi corazón de niño. Es necesario confiar más de lo que confío. Le pido a Dios que ponga orden en mi alma, que me envíe su Espíritu. Que me haga ver cuáles son mis prioridades. Que siembre luz en mis decisiones. Que lo que deseo se haga vida y lo que sueño se haga obra en mí. Necesito ponerme en camino y no quedarme quieto por miedo, por dejadez, por pereza. No sólo deseo, también hago, actúo, me muevo. Pongo mi vida en las manos de ese Dios que camina a mi lado, escondido, callado. En mi desorden fruto del pecado pido que ponga Él su mano para calmar mis miedos y detener mis ansias. Porque sé que tengo muchos sueños guardados y no quiero quedarme a medias deseando lo que no alcanzo. Me pongo en camino. Decido en medio de la vida. Pongo los medios para que se haga vida en mí todo cuanto deseo.
Quiero que venga el Espíritu Santo para dar calor a mi alma. Quiero que me ilumine en el camino. Decía el Papa Francisco al hablar del Espíritu Santo: «¿Yo soy capaz de escucharlo? ¿Yo soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? ¿O mi corazón está tranquilo, sin emociones, un corazón fijo? He sentido las ganas de hacer esto, de ir a visitar a aquel enfermo, o de cambiar de vida o de dejar esto. Sentir y discernir: discernir lo que siente mi corazón, porque el Espíritu Santo es el maestro del discernimiento. Una persona que no tiene estos movimientos en su corazón, que no discierne lo que sucede, es una persona que tiene una fe fría, una fe ideológica. ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? Porque lo bueno de lo malo se distingue inmediatamente. Pero está ese mal escondido que es el menos bueno, pero que tiene escondido el mal». Un corazón que sienta, que se emocione, que tenga el don de lágrimas. El don del Espíritu. Me asustan las emociones, no las controlo. Me da miedo taparlas, esconderlas, avergonzarme de ellas. Me da miedo que pasen y sean sólo un momento pasajero. Me da miedo ser inconstante en mis afectos, en mis pasiones. El Espíritu me habla en mociones interiores. El Espíritu despierta en mí el amor por la vida. ¡Qué difícil discernir las voces de Dios en el alma y saber cuándo me habla Dios! Descubrir lo que me pide, lo que me invita a emprender. Quiero un corazón que sepa discernir en la luz del Espíritu lo que Dios quiere para mí. No es tan sencillo saber lo que me pide cuando me ofrece optar entre dos bienes. Temo confundirme. Entre un mal y un bien siempre lo tengo claro. Cuando me hace elegir entre dos cosas buenas, siempre dudo. Quiero lo bueno. Pero no sé bien dónde tengo que entregarme. Quiero una fe ardiente, no fría. Que acepte como válidas las mociones de Dios en el alma. Que no me escandalice de lo que bulle en mi interior, de lo que quema por dentro. Y me mire con alegría al ver a Dios susurrando en mi silencio. ¿Cómo tomo las decisiones en mi vida? Pentecostés tiene que ver con ese fuego que empuja mis pasos, da luz a mi noche. Y me lleva a decidir a partir de lo que arde en el alma. Me da luz para saber dar el siguiente paso. No necesito saber más. Sólo el siguiente paso. ¿Hablo con Dios los pasos que voy dando? Sólo en Él es posible encontrar respuestas. Encontrar muy quedo la luz necesaria. Sólo en Él puedo comenzar a andar, paso a paso.
Jesús entra en medio de mis miedos y me da su paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo». Me enseña sus heridas. Me abre su costado, su corazón herido y me lleno de alegría. Tantas veces vivo con angustia, con stress, con miedo. Vivo agobiado por el presente y el futuro. decía el P. Kentenich: «¿Cuál debe ser nuestra preocupación más grande? Estar en todo momento infinitamente despreocupados. ¿Por qué les propongo esta consigna de modo tan directo y tajante? Porque por naturaleza tendemos fuertemente a preocuparnos»[5]. Me gustaría vivir siempre así. Alegre por esa presencia de Jesús en mí que me da su paz. Esa luz suya que acaba con las sombras de mi alma cerrada. Pierdo el miedo. Dejo de vivir tan preocupado. Quiero vivir así frente al futuro incierto. Sumergirme en el mar de las misericordias de Dios. Jesús entra en mi alma. Atraviesa las puertas cerradas. Penetra en mis muros que me aíslan. Sin que yo le dé permiso a entrar Él entra. Eso me gusta. Quiero salir con la fuerza de su Espíritu. Con esa paz que me permita vivir despreocupado. ¡Cuánto me cuesta vivir así! Me preocupo siempre. Temo que todo salga mal. Me asustan los fracasos y la muerte. Los cambios de planes, los imprevistos. Vivo sin paz y sin alegría. Vivo turbado. Pero hoy llega Jesús en su Espíritu y me da su paz, y me contagia su alegría. Y lo hace como lo hizo el primer día de las apariciones, con su cuerpo glorioso herido. Me muestra sus manos y su costado para darme paz. Es Él ahora resucitado. En sus heridas cubiertas de gloria me tranquilizo. No necesito más para confiar de nuevo. Sé que después de la muerte viene la vida. Eso me alegra. Sé que la muerte no tiene la última palabra. Y sé que su ascensión al cielo es sólo el comienzo de mi esperanza. Pero no estoy solo. Él camina conmigo cada día. Quiero tener su paz. Le entrego hoy mis miedos y angustias. Vivo preocupado. Y necesito alegrarme más al descubrirle en las heridas de los otros. En sus dolores y en su pena. Necesito abrirme a verlo en mis propias heridas. Quiero recibir su paz en mi herida abierta y tener luz, y llenarme de alegría. A veces las heridas me quitan la paz. Las heridas en la carne como la enfermedad. Las heridas en el alma que son las más frecuentes. Las heridas causadas por la falta de amor. Me turban, me preocupan. Quiero tener un corazón sano, sin llagas, sin heridas, sin roturas. Por eso necesito su paz en este día de Pentecostés para no vivir turbado, angustiado, con miedo. Necesito la alegría de su Espíritu que disipe todas las nubes del alma. Y me enseñe a querer mi corazón herido. Hoy le agradezco a Jesús por enseñarme sus heridas, por mostrarse ante mí en su verdad. Yo escondo mis heridas por miedo, por vergüenza. Me encierro en las puertas cerradas de mi alma. No me muestro vulnerable, me da miedo. Hoy Jesús viene a mi alma herida y vulnerable. Le entrego mi verdad en la luz del cenáculo de mi alma iluminado con su presencia. Se lo entrego todo. A cambio sólo le pido su paz y su alegría. Quiero que cuando me agobie por todo lo que tengo que hacer, por el futuro incierto, por los miedos a no lograr lo que deseo, Él me dé su paz. Me abrace con sus manos abierto y heridas. Y me regale su paz. Cuando vea que la misión que me confía supera mis fuerzas, sepa mirarlo escondido en mis manos y confiar de nuevo. El cenáculo se convierte en Pentecostés cuando dejo que entre en mí con su fuego. María acompañó a los discípulos para hacer posible el milagro de Pentecostés. Ellos perseveraron porque María los congregaba. María siempre une. Ahora yo hago lo mismo. Persevero porque estoy unido a Ella. Porque me impulsa a seguir orando, a seguir unido a los míos, a mis hermanos. Comenta el P. Kentenich: «Que el milagro de Pentecostés inaugure y lleve a cabo en nuestra alma el milagro de la santidad. Que nuestro Santuario sea desde ahora nuestro Cenáculo. Sintámonos congregados en torno a la imagen de la Santísima Virgen, unidos, ligados, vinculados a ella. Unanimiter significa ser un solo corazón y una sola alma. ¿No nos sentimos un solo corazón y una sola alma?»[6]. Reunidos en torno a María imploramos el Espíritu Santo. Lo hacemos como un solo cuerpo, una sola alma. Nos da la paz a todos. Eso es Pentecostés. Un momento de luz en su Iglesia, en mi comunidad, en medio de los míos.
Me conmueve que hoy Jesús hable de perdonar los pecados: «Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Muchas veces no le tomo el peso a ese don que regala a muchos a través de mis manos. Ese don que yo tantas veces he tocado experimentando su amor misericordioso. En mí mismo al vivir el perdón. En mis manos al perdonar a tantos. En aquellos que se acercan buscando misericordia. Y yo sólo soy su instrumento, porque Él me envía. Como hoy Jesús envía a los suyos a perdonar pecados. En Pentecostés, con el Espíritu, recibieron el amor misericordioso de Dios. Ellos se sintieron amados, elegidos, buscados por Dios. Y ese amor les hizo perder el miedo a dar la vida. A dar gratis lo que habían recibido gratis. Ya no temen a los otros hombres. Ven en ellos el amor de Dios. Han sido perdonados. Se han sabido amados en su herida. El otro día leía: «El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»[7]. Los discípulos, como yo, son hombres débiles, heridos. Yo regalo el perdón de Dios desde mi herida de hombre sacerdote. Y lo recibo también por manos de otros sacerdotes. Pero es verdad que todos podemos regalar el perdón, podemos perdonar las ofensas, las heridas. Puedo perdonar y quedar liberado. Hoy Jesús me pide a mí que perdone, que olvide las ofensas, que no viva con rencor guardado en el alma. Quiere que entregue su perdón sagrado. Y lo puedo hacer porque sé que en mi fragilidad llevo su misericordia. Porque he visto, como los discípulos, ese amor de Dios que cubre mi desnudez. Quiero ser valiente entonces para salir al mundo lleno de alegría y dar ese perdón que el hombre necesita. Me gusta ese momento de gracia. De misericordia. De perdón. De olvido. De paz. Puedo anunciar que Jesús está vivo. Como lo hicieron los discípulos ese día de Pentecostés, después de no haber sabido acompañar a Jesús en su muerte. Me hago testigo del resucitado. Como esos discípulos ese día que se convierten en valientes apóstoles cuando antes sólo eran hombres cobardes escondidos con miedo. Así quiero yo que me cambie el Espíritu, que me renueve. Que me haga de nuevo para poder ser yo testigo de su amor.
El Espíritu logra que los discípulos hablen en una lengua que todos entienden: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?». Vivo dividido en mi interior. Hago lo que no quiero. Deseo lo que no hago. Lucho por amar en libertad y retengo. Digo amar a Dios pero no amo a los hombres. Quiero ser santo y maldigo. Ser puro y juzgo y condeno. Quiero ser más humano y me falta misericordia. Dar la vida y me vuelvo egoísta. Vivo en mí la división que detesto. Y yo mismo, dividido, no uno a los hombres. Me gustaría unir. Pero mis palabras dividen. Hoy los apóstoles hablan en un idioma que todos entienden. Eso me gusta. Un idioma que une. A veces los idiomas dividen tanto. La unidad no tiene que ver con la uniformidad. Son cosas diferentes. Estoy llamado a construir la unidad respetando la originalidad de todos. Sin imponer un solo idioma, pero hablando en una lengua que todos entiendan. Acogiendo al que no piensa como yo. Aceptando al que sigue un camino diferente. Es verdad que el dolor une a los que sufren. Despierta la misericordia. Es lo que deseo. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con Él permite sobrellevar los peores momentos». Es la unión entre los hermanos. La unión con Cristo en su cruz. Pero muchas veces no es así. A veces la enfermedad aísla, la cruz separa de Dios y de los hombres. En mi dolor puedo vivir amargado, lejos de los que no sufren. El Espíritu me regala la gracia de unirme con el que sufre. De compadecerme y abajarme para acompañar al otro en su dolor. Es la comunión que anhelo. La unidad que busco. Quiero ser un constructor de unidad. Un pacificador. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Y acercarme al que vive la cruz, no rehuir su presencia. A veces el que fracasa se convierte en un hombre al que dejan solo los que buscan sólo el éxito. ¡Cuánto bien me hace acercarme a los que han fracasado, a los que sufren! Me hace solidario. Me hace formar una comunión de misericordia que es una gracia. Me uno al que no me puede dar nada a cambio. Amo al que no me puede corresponder. Socorro al indigente. Acepto al que es rechazado por muchos. Es el misterio de la unidad en Cristo, en María. Es la fuerza del Espíritu la que logra que se una su Iglesia. Y muchas veces sufro la desunión. Me duelen las críticas, los juicios, los enfrentamientos. Me da miedo no acoger a los que no piensan como yo. No aceptar que otros sigan caminos diferentes. La comunión es un don del Espíritu. María en el Cenáculo me congrega para que sea transformado en Pentecostés en el Cuerpo unido de Cristo: «Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo». Ese misterio es el que suplico que se haga vida en mí. El misterio de la comunión. Cada día. Cada noche de Pentecostés.