Tres atentados islamistas en una semana son muchos, incluso para el ritmo a que nos tienen ya acostumbrados. Uno se ha llevado por delante a un buen puñado de adolescentes en Manchester, mientras disfrutaban de un concierto. Otro ha golpeado a una comunidad católica en Mindanao, Filipinas, mientras celebraban la misa, y de momento implica el secuestro del sacerdote, varias religiosas y un grupo de laicos. El tercero ha tenido como víctimas a la ya muy castigada comunidad copta de Egipto, con el ametrallamiento de un grupo de peregrinos, y que ha elevado a veintiocho el número de muertos y a decenas el de heridos.
El islam radical es un monstruo voraz que reclama cada vez más víctimas humanas. Dejo para los especialistas si esa interpretación de la religión fundada por Mahoma es la correcta o no. Esa, por lo menos, es realmente sanguinaria y monstruosa. Pero, como siempre, corremos el riesgo de fijarnos en los frutos sin ir a las raíces. ¿Quién alimenta al monstruo? ¿De dónde saca su odio para luego descargarlo contra las víctimas?
Para unos, todo es cuestión de economía y, por lo tanto, todo se resolvería con economía. Es decir, el islam radical existe porque hay injusticias sociales y, acabadas éstas, los musulmanes entrarían en la arcadia feliz de las religiones que no se atacan mutuamente y que se respetan hasta el punto de no inmutarse si algunos de sus miembros pasan a otra religión.
Para otros, la raíz del problema está en el propio islam, en el que distinguen varias etapas. Una primera, más pacífica, y otra posterior más guerrera y justificadora de la violencia. Estos propugnan una especie de Ilustración para purificar al islam de su vertiente radical, leyendo los textos sagrados desde una perspectiva que excluyera toda violencia. Probablemente pueden esperar sentados muchos siglos hasta que esto suceda, o al menos hasta que suceda de forma natural y espontánea.
Hay otra perspectiva, aportada nada menos que por el Papa emérito. Benedicto XVI, recientemente (el 19 de abril), envió un interesante artículo a un simposio organizado en Polonia precisamente sobre su pensamiento acerca de la concepción del Estado. En él decía textualmente: “La contraposición entre las concepciones de un Estado radicalmente ateo y el surgir de un Estado radicalmente religioso en los movimientos islamistas, conduce en nuestro tiempo a una situación explosiva, cuyas consecuencias sentimos cada día”. Y añadía: “Estos radicalismos exigen urgentemente que nosotros desarrollemos una concepción de Estado que convenza, que soporte el enfrentarse con estos desafíos y pueda superarlos”.
Para el Papa Benedicto, por lo tanto, el radicalismo islámico sería alimentado, al menos en parte, por el radicalismo ateo que configura hoy la vida de muchos Estados occidentales. Es decir, cuando los musulmanes ven cómo tratan a la Iglesia en Europa y cómo se está legislando en los temas relacionados con la familia y la vida, se convencen de que ese modelo de sociedad no es el que ellos quieren para sus hijos, lo desprecian y no dudan en utilizar cualquier método para acabar con ellos. Esto, ciertamente, justificaría a sus ojos los ataques contra los objetivos seculares o secularizados, pero ¿por qué
atacar a objetivos exclusivamente religiosos? Porque para ellos, con su concepción del Estado en la cual no cabe distinción entre sociedad civil y religión, los cristianos son cómplices de la corrupción moral en que ha caído Occidente, bien porque ha contribuido a ella o bien porque no ha sido capaz de defender con eficacia sus principios. No sólo Occidente debe morir, sino que también debe hacerlo la religión que se ha identificado con Occidente, el cristianismo, porque ha pasado su hora, ante le imposibilidad de organizar una sociedad en la que se defiendan determinados principios morales.
No nos damos cuenta, por lo general, de que los musulmanes se sienten superiores a los demás, ateos o religiosos. Y que esto es así en buena medida porque de la degeneración creciente de las sociedades occidentales extraen argumentos que les reafirman en su superioridad moral. Para todos ellos, Occidente -y el cristianismo- tiene que caer porque ha pasado su hora y el Imperio está podrido por dentro. La diferencia entre unos y otros está en que se elija la vía pacífica para acabar con Occidente -la llamada “conquista por el vientre”, es decir a través de la natalidad- o la vía violenta -el terrorismo y la guerra de conquista-. Pero ambos están convencidos de que Occidente está acabado desde el punto de vista moral y sus conquistas técnicas o su mejor nivel de vida no les sirven ya para creer en su superioridad. Al contrario, incluso aunque los utilicen, los desprecian.
Por lo tanto, y vuelvo a la idea planteada por el Papa emérito, no creo que sea suficiente con condenar las obras del monstruo. Tenemos que preguntarnos quién lo alimenta. Lo estamos alimentando nosotros mismos, con nuestras permisivas leyes sobre el aborto y la eutanasia o con todo lo relacionado con la ideología de género. Nos desprecian por todo esto y algunos llevan su desprecio a poner bombas. No podemos limitarnos a condenar sus actos. Debemos acusarnos a nosotros mismos por estar alimentando al monstruo o, al menos, dejar que otros le alimenten.