Cuando me presenté a la elección de delegado de clase en Segundo de BUP tenía claro que iba a barrer a mi contrincante, una niña bien que miraba por encima del hombro a los chicos con acné, que eran la mayoría, y era zalamera con los profesores de ciencias. A mi favor jugaba mi estatus de golfo de toda la vida y mi simpatía natural. Gané por goleada y no decepcioné a mis votantes. A petición suya, el primer día quemé el parte de incidencias. En las semanas siguientes llegaron la insurrección dentro de un orden y las grescas desordenadas. Bakunin habría apadrinado aquella clase.
Fuera de que convencí a la profesora de griego para un aprobado general, como delegado fui un desastre. Si lo saco a colación ahora es porque, aunque tengo menos hombros y más gracia que él, me veo reflejado en Pedro Sánchez, que en las primarias del PSOE ha superado a Susana Díaz con la facilidad con la que yo vencí a la chica pija. Ambas victorias tienen una explicación sociológica: el español es resentido por naturaleza. Yo gané porque el alumnado proletario detestaba a quien luciera un Fred Perry, como era el caso, y Sánchez ha ganado porque la militancia socialista detesta al aparato, no tanto porque sea aparato como porque ella no lo es.
Aupado por la envidia de las bases socialistas, Sánchez será tan nocivo para España como yo lo fui para el centro educativo. Reforzado por las primarias del PSOE, que aunque no son los caucus de Iowa llevan implícita la democracia, el nuevo secretario general hará lo posible por destrozar el país. Pedro retornará al no es no en lo político, y al vituperio a la Iglesia católica en lo religioso. Es de suponer que durante el destierro se haya exacerbado su rechazo a la derecha y su anticlericalismo. Y su afán de poder. En eso no nos parecemos. Cuando me expulsaron tres días del instituto no retorné con la intención de quitarle el puesto al jefe de estudios.