No son infrecuentes los temas de actualidad relacionados con casos de corrupción política en España, que componen un amplio historial: Lezo, Púnica, EREs, Malaya, Filesa, Pujol, Black, etc.
Aunque esté claro que son corruptas las personas, como individuos, por mucho que puedan cooperar con otros para satisfacer esos fines inmorales y delictivos, los casos de corrupción tienden a ensuciar la imagen pública bien de los partidos políticos, de otro tipo de asociaciones o de las instituciones relacionadas -en cierto modo- con los implicados.
Los respectivos rivales de los implicados, no ya a título personal, sino a título partidista, tienden a reprochar a los implicados, independientemente de que bien estos o las formaciones políticas a las que pertenezcan estén también envueltas por el susodicho fenómeno básicamente inmoral. Pero también es cierto que hay gente que pasa de entrar en la dinámica del “y tú más” o de dejarse llevar por la demagogia de quienes quieren conseguir lo que no consiguieron en las urnas, sosteniendo, en cambio, que “todos son iguales al llegar al poder”. ¿Llevan razón?
Mejor dicho, no van mal encaminados. Tal y como sostuvo el historiador y político inglés Lord Acton, creyente católico, “el poder tiende a corromper” y que “los grandes hombres son casi siempre hombres malos”, “todavía más cuando tú añades sobreañades la tendencia de la certeza de corrupción por autoridad”. A su vez, el hombre es malo por naturaleza. Pero esto no solo es una obviedad que según muchos nos enseña la “Universidad de la Calle”. Mientras que, según el texto bíblico, el hombre nace con el “pecado original” y no queda predeterminadamente libre de cometer pecado alguno, según Mateo el Apóstol, “por dentro [estamos] llenos de hipocresía y de maldad”.
Por lo tanto, no hay “soluciones mágicas” contra el fenómeno de la corrupción. Empero, se puede tratar de prevenir muy considerablemente pero, ¿cómo? Básicamente, hay que reducir el poder político. Siendo más preciso, hay que fomentar la separación de poderes (entre otras cosas, el poder judicial no puede estar subordinado a los criterios de los burócratas de turno), limitar los mandatos y eliminar empresas públicas, además de dar mayor margen de maniobra al sector privado vía liberalización (liberalizar no es privatizar la gestión, considerando esta como algo a intercambiar en el “capitalismo de amiguetes”, que no es una verdadera economía de libre mercado. Además, tal y como expone el periodista y economista Manuel Llamas en un artículo de Libre Mercado, “16 de los 20 países menos corruptos del mundo se sitúan también entre las 20 economías más libres del planeta”.
Ahora bien, también existe una corrupción de moralidad, que también evidenció Acton en sus reflexiones (precisamente, señaló que “el poder despótico siempre va acompañado de corrupción de moralidad”). Pero, ¿en qué sentido se da tal corrupción? En línea con lo que señaló en su portal web el bloguero Elentir, interpretemos como tal todo abuso del poder político para ejercer restricción alguna sobre las libertades a las que tenemos derecho por naturaleza. A mayor nivel de estatismo, mayor censura. Los regímenes totalitarios no garantizan ni un ápice de libertad de expresión. Pero el consenso socialdemócrata-progresista no es eminentemente respetuoso. Una prueba de ello está en la censura de los postulados contrarios a la ideología de género. Luego, sin cambiar demasiado de tercio, conviene recordar que el hecho de mantener radiotelevisiones estatales ya supone un atentado per se contra el principio de libertad de información, independientemente de la ideología del burócrata de turno.
Dicho esto, conviene ser consciente de que la corrupción es un fenómeno intrínseco tanto a las tentaciones que causa el poder como a la condición natural del ser humano.