Estos días hemos visto docenas de veces la imagen de la Virgen de Fátima y al Papa Francisco rezándole con especial devoción. También en cada pueblo se venera alguna imagen de la Virgen con una advocación local, algo que habla de las raíces y frutos cristianos de Europa y del mundo al que llevó la fe. Ahora, en el mes de mayo el mundo católico mira a la Virgen María, la misma en cualquier advocación, en quien vemos ensalzada la condición humana sin pecado y la belleza de la virtud, algo que no todos llegan a comprender ahora por tener los sentidos estragados.
Sin embargo hombres y mujeres sentimos el anhelo de belleza, de bondad, de verdad, porque es lo mismo, como intuye el corazón y vislumbra la filosofía. De ahí que recrearnos con las imágenes de la Virgen viene a ser como un colirio para nuestras enfermedades visuales y de pensamiento. Y se entiende perfectamente que desde el principio los artistas hayan plasmado la belleza ideal de María en cuadros de Guirlandaio, Fray Angélico, Murillo, o Velázquez, sin olvidar las imágenes románicas llenas de expresividad, las Vírgenes blancas del gótico, o las maravillosas obras de Cano o Salvador Carmona.
Pascal afirmaba que el corazón tiene sus razones que la inteligencia no entiende, dado que el ser humano es un misterio abierto al infinito, capaz de grandezas y miserias en un mismo corazón. Pablo de Tarso invitaba a los creyentes a meterse en el corazón de Cristo para conocer el amor de Dios y reconocerse como hijos de Dios: “Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe -escribe-, enraizados y fundamentados en la caridad, para que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento, para que seáis colmados de toda plenitud de Dios” (Ef 3,1719). El Vaticano II viene a decir lo mismo: “el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del Verbo encarnado” (GS, 22). Y por la connaturalidad de la Virgen con Jesús entendemos la misión de la mujer como una barrera protectora contra el mal, como ha dicho el Papa Francisco. Si Eva desvió el camino del amor María deshizo el nudo y nos lleva a Jesús.
El arte es un gran regalo de Dios a los hombres y los artistas son geniales constructores de belleza que nos ayudan a superar la vulgaridad y abismarnos en el misterio del ser. Es un hecho que el cristianismo se ha aliado con el arte durante siglos, y también ahora. Desde los primeros tiempos la Iglesia ha necesitado de los artistas para anunciar el Evangelio, y nunca ha menospreciado la palabra y la imagen, la música y la materia para difundir su mensaje. Lo contrario supondría incluso retornar a la herejía de los iconoclastas.
Si Dios es la belleza y el artista la busca incansablemente, el arte ha de encontrarse con Dios. La belleza, la verdad y el bien, se unen de modo sublime en la persona de Jesucristo. El mundo necesita la belleza y el arte debe contribuir a la Redención, sobre todo los artistas que de verdad creen en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia. De ahí que Juan Pablo II les escribió en aquella Carta los artistas: “Os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que, en Cristo, el mundo ha sido redimido, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera”. A los demás mortales se nos pide sólo una mayor capacidad de contemplación y más sentido crítico respecto al arte y al religioso en particular.
La sociedad tienen necesidad de grandes artistas y la comunidad cristiana necesita que tengan una buena doctrina y una vida coherente con la fe. Y probablemente todos necesitamos mucha magnanimidad para superar la vulgaridad en el arte sacro y en la liturgia. Mirar las imágenes de la Virgen María es la puerta para ver lo sublime y encontrar a Dios en Jesucristo.
Jesús Ortiz López