A veces nos preguntamos por la razón de nuestra tristeza. ¿Qué razón hay para permanecer quietos, desesperanzados y sin ánimo alguno? Seguro que si alguien nos pregunta la razón, encontraremos decenas de causas que propician la tristeza que pacemos. Pero que existan causas no nos lleva a padecer la tristeza. Tanto tristeza como la melancolía, aparecen cuando la esperanza está apagándose en nuestro interior. Cuando ya no esperamos que nada cambie, cuando no esperamos que nuestras acciones puedan cambiar aquello que nos parece insoportable. ¿Dónde agarrarnos entonces?
Por tanto, debemos entender que tenemos algo en donde está la imagen de Dios, a saber, la mente y la razón. La mente invoca a la luz de Dios y a la verdad de Dios. Ella es aquella por la cual percibimos lo justo y lo injusto, ella es aquella por la que distinguimos lo verdadero de lo falso. Ella se llama entendimiento, del cual carecen las bestias. Si alguno desprecia y pospone el entendimiento a las demás cosas que tiene y le envilece como si no le poseyese, oye lo del Salmo: No seas como el caballo y el mulo, en los que no hay entendimiento. Luego nuestro entendimiento habla a nuestra alma. Esta se halla decaída en las tribulaciones, cansada en las angustias, encogida en las tentaciones, enferma en los sufrimientos; pero la mente, que percibe desde arriba la verdad, la levanta y le dice: ¿Por qué estás triste, alma mía; por qué me turbas? (San Agustín. Comentario al salmo 42, 6)
Cuando nuestro ánimo parece que no tiene remedio, necesitamos encontrar algo que nos dé razones para esperar. San Agustín habla de la mente, como lugar donde reside el entendimiento y también como imagen de Dios en nosotros. Cristo es Camino, Verdad y Vida, pero si no somos capaces de ver su presencia en todo lo que nos acontece, terminamos por desesperar. El entendimiento es un arma que Dios nos ha regalado para discernir, juzgar y entender las causas y circunstancias que nos rodean. ¿Nos desagradan determinados aspectos de la Iglesia actual y parece que nada va a cambiar? ¿Por qué no nos preguntamos qué sentido tiene esto y qué espera Dios de nosotros? En primer término, Dios espera que entendamos y juzguemos lo que sucede. Después espera que actuemos orando para que sea en sintonía con su Voluntad.
Puede ser que lo que hagamos no tenga resultados o si los tenga. Sea cual sea el resultado lo importante es actuar entregando nuestro ánimo y voluntad a Dios. Cuando actuemos, que sea lo que Él quiera y que nosotros seamos herramientas dóciles en sus manos. Dios respeta la libertad del ser humano, por lo que nuestras acciones pueden encontrarse con circunstancias que depende de la libertad de otra persona. Tenemos que respetar la libertad de nuestros semejantes. ¿Por qué? Porque lo más importante no es lo que hacemos, sino la oportunidad de conversión que Dios puede llevar a otra persona por medio de nosotros. De nada vale empestillarnos en que salgan nuestros planes contra viento y marea, porque la Voluntad de Dios respeta la libertad del ser humano y nosotros no podemos ser más que humildes herramientas en sus Manos.
Entonces ¿Dónde queda la perseverancia? No deja de ser muy importante perseverar en nuestro camino de santidad, perseverar en todo lo que conlleve un bien a los demás, perseverar en las obras que requieren paciencia y humildad. Ahora, la perseverancia puede encontrarse de frente con una voluntad en contra. Podemos intentar convencer de buenas maneras, pero si no es posible, tendremos que buscar alternativas posibles. Dios sabe actuar de forma directa e indirecta. Se dice que escribe recto con reglones torcidos. Sabe sacar bien de todo mal que le hace frente. ¿Por qué no imitamos esta actitud divina? ¿Por qué nuestro entendimiento se repliega cuando más lo necesitamos? ¿Qué tememos si nos ponemos en manos de Dios? La respuesta es sencilla: nuestra debilidad y nuestra naturaleza herida nos juegan malas pasadas. La desesperación nubla el entendimiento y la voluntad se deja durmiendo en una esquina. Siempre es más cómodo que sea Dios u otra persona, la que actue.
Se trata de seguir adelante, no de emperrarnos en que el camino sea el que nos parece ideal y perfecto. Dejemos que Dios escriba derecho con reglones torcidos con nuestra vida. Dejemos que el entendimiento, que es imagen de Dios, nos ayude a encontrar la mano que siempre nos tiende Cristo.
Así pues, el que pueda, entienda cómo Dios su Creador gobierna a todas sus criaturas por medio de las almas santas, que son sus ministros en el cielo y en la tierra. Esas almas santas fueron hechas por Él y mantienen el primado de todas sus criaturas. El que pueda, pues, entender, entienda y entre en el gozo de su Señor. (San Agustín. El combate cristiano VIII, 9)