Hechos de los apóstoles 2, l4a. 36-41; 1 Pedro 2, 20b-25; Juan 10, 1-10
«A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera»
«Quiero vivir más libre y desapegado. Pero sin dejar de echar raíces profundas, sin dejar de amar. Y sin esperar resultados que no dependen de mí, porque no están en mi mano»
«A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera»
«Quiero vivir más libre y desapegado. Pero sin dejar de echar raíces profundas, sin dejar de amar. Y sin esperar resultados que no dependen de mí, porque no están en mi mano»
Me gustaría tener siempre la mirada limpia de los niños. Para creer más, con más hondura. Creer en lo imposible en medio de la adversidad. En la claridad del día. Para creer en lo que no veo. Para confiar en la promesa que Dios le hace a mi vida. Cuando parece todo inalcanzable y mi fe me ayuda a ver algo de luz en la oscuridad del túnel. Quiero tener esa mirada limpia para ser capaz de admirarme de todo lo que veo. Para juzgar la realidad con inocencia, sin malicia, sin pensar mal de nadie, sin ser retorcido, sin juzgar intenciones. No siempre lo logro, confieso. Y veo deseos ocultos y percibo pensamientos que tal vez no existan. Mi mirada torva me vuelve desconfiado. Mi pensamiento complejo me enturbia el alma. Quiero tener esa luz que aún no poseo. Me gustaría tener la capacidad de dejar que el mundo quepa en mi alma. Ser más flexible como los niños ante la vida. Disfrutar del presente y descubrir una aventura en cualquier momento. Algo nuevo siempre dentro de lo viejo. Un momento apasionante lejos del aburrimiento. Un descubrimiento inaudito que me devuelva siempre la pasión por la vida. Esa mirada tan limpia es la que le pido a María. Una mirada transparente como la suya. Quiero aspirar a las más altas cumbres sin vivir con miedo al vacío, atado a lo que me da seguridad. Es verdad que no pretendo ver a Dios delante de mis ojos. Como vieron los pastorcillos de Fátima al ángel y a María. Pero sí quiero percibir su presencia honda en mi vida. «¿A ti te habla María? ¿La escuchas?». Me preguntaba una niña con mirada inocente hace unos días. Ella quería oír más y no oía. Y yo respondí que sí, que oía, porque es verdad. María me habla. Tal vez no con las palabras que los hombres me dicen. No la oigo como la oían esos pastorcitos que se quedaban asombrados ante su imagen preciosa y conmovidos en su alma de niños. Tal vez son otras sus palabras. Pero me habla. La oigo con esas palabras que oigo de los hombres y que yo torpemente interpreto. A veces oigo mal. O no oigo. Pero María me habla. Y lo hace en lo hondo de mi alma. En leves susurros. Lo hace más en el silencio que en los ruidos. Cuando estoy en paz más que cuando vivo en tensión. Cuando callo más que cuando me lleno de voces. Decía Romano Guardini: «En el silencio es donde suceden los grandes acontecimientos. No en el tumultuoso derroche del acontecer externo, sino en la augusta claridad de la visión interior, en el sigiloso movimiento de las decisiones, en el sacrificio oculto y en la abnegación; es decir, cuando el corazón, tocado por el amor, convoca la libertad de espíritu para entrar en acción y su seno es fecundado para dar fruto»[1]. Me habla más cuando guardo silencio. O es que cuando callo puedo oír más su voz. Puede ser. Me habla con palabras y silencios. Me habla cuando me dejo embargar por su presencia que lo llena todo de paz. También me habla en todo lo que me pasa. Yo medito cuando ya ha pasado. Y veo que tengo que seguir caminando o detener mis pasos un momento para tomar aire. Interpreto esas señales como puedo. No siempre acierto. Tal vez me confundo siguiendo otras rutas. Pero de repente noto que mi corazón arde con un fuego nuevo que no conocía. Y no tengo explicaciones fáciles para comprender tanto misterio que se esconde entre mis dedos. Me sorprendo con los susurros de Dios en medio de mi camino. No hay apariciones. Pero sí hay deseos. Pan partido que me conmueve. Miradas que cambian mi forma de mirar. Un abrazo de María por mi espalda que sostiene mis pasos. Lo he vivido. El corazón se ensancha. Por eso, lo he pensado bien, quiero volver a ser niño. Quiero volver a nacer del vientre de mi madre. Como ese primer día en el que vi la luz. Quiero saber lo que hacer y busco en la noche a Jesús como hacía Nicodemo tratando de entender los misterios. Quiero saber el camino exacto que me permita volver a ser niño. Hoy les preguntan a Pedro y los apóstoles: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?». Y él contesta: «Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». La palabra conversión me habla de lo que no poseo. De la luz que atisbo. Del agua que anhelo. Del fuego que quiero tener siempre encendido en el alma. Me habla no de cambiar todo lo que soy y dejar todo lo que me pesa. No me convierto a base de deseos, de esfuerzos vanos, es imposible. Sólo Dios me convierte. Tengo muy dentro del alma un anhelo nuevo. Quiero cambiar mi mirada. Necesito volver a ser niño para recuperar la inocencia perdida, esos ojos grandes que miran confiados. Quiero confesar mis faltas, mis pecados, mis caídas. Confesar mi dureza de alma. Ante Dios, ante los hombres. Quiero dejar de lado mi mirada turbia. Cambiar mi corazón envenenado del que surgen pensamientos impuros. Toco con mis manos la ingenuidad desgastada por el paso de los años. Entre mis dedos se desdibuja ese cielo que atisbo. Lo retengo. Lo deseo. Y sonrío al pensar en todo lo que me queda por vivir si Dios me deja hacerlo. Si yo me dejo poseer por ese amor tan grande. Anhelo recuperar esa pureza de mi alma ensuciada en el barro de mis pasos. Y quiero volver a nacer en el Espíritu para sonreír como los niños. Para ser niño de nuevo. Para mirar con asombro la vida. Para sorprenderme y alegrarme con las pequeñas contrariedades del camino. No quiero hundirme en las derrotas y vivir llorando por lo que no ha sido. Nada de eso. Me levanto orgulloso de ser quien soy, de tener en mis manos la posibilidad de empezar de nuevo. Y seguir soñando con regalos imposibles, con logros inalcanzables. E imaginar alegrías inmensas. Y creer en lo que parece imposible. Quiero soñar siempre. Y esperar más de lo que hoy espero. No me conformo con tan poco. Quiero amar más de lo que amo. Con esa madurez que no consigo. Con esa libertad que envidio a veces. Quiero esa conversión del alma que pido de rodillas. Parece tan lejos cuando caigo y me detengo. Parece tan cerca cuando arde mi corazón al ver a Jesús entre mis dedos.
Siempre en Pascua me gusta pensar en la fuerza de la Iglesia primitiva. Una Iglesia en camino, desinstalada y libre. Una Iglesia que no tenía nada que defender, porque no poseía nada. El Espíritu Santo sigue hoy actuando. En mí y en todos. Pero al mirar a esos primeros cristianos siempre me conmueve su fe, su fortaleza, su pequeñez. Una Iglesia pobre y sin derechos. Decía el P. Kentenich: «Hay una diferencia enorme entre decir: - Soy una nada y no puedo nada y sentirlo efectivamente en carne propia. Esta última vivencia es fruto de la acción del Espíritu Santo. Cuando Él actúa, nuestra naturaleza se percibe a sí misma en toda su pequeñez. Y siente que no tiene nada que ofrecerle a su Creador, salvo el anhelo de Dios que le consume el corazón»[2]. Así quiero sentirme. El Espíritu Santo lo puede hacer en mí. Miro hoy a esos cristianos del comienzo con sus manos vacías. Son los testigos de aquel Pedro que escuchó al gallo cantar tres veces y lloró con amargura. Son los enviados por aquellos hombres que habían huido de la cruz, escondiéndose por miedo a los judíos. Son los confesores de los discípulos de Emaús alcanzados por Jesús cuando huían tristes. Son los testigos de la cobardía de unos pocos. Son los que revelan el rostro de un Dios muerto en la cruz. Son los apasionados por un hombre que había muerto entre malvados. Son los entusiastas defensores de la vida eterna dispuestos siempre a perder la propia vida. Son hombres débiles, heridos, pero con el corazón bien puesto en Dios, y no tanto en la tierra. Me gusta esa Iglesia libre y pobre. Enamorada y fiel. Apasionada y mártir. Me alegra ver que son capaces de dar la vida, y no retienen nada entre sus dedos. Tal vez no son tan ortodoxos en todos sus pensamientos. Pero sí son fieles a su primer amor. Tienen el corazón enamorado. Y una mirada pura sobre la vida. Siempre fieles. Siempre alegres. Me impresiona esa actitud interior. Me conmueve verlos tan libres de apegos. Y tan atados al mismo tiempo en muchos corazones. Tan capaces de darlo todo y a la vez viviendo con intensidad la vida que les toca. Disfrutando la belleza del camino, sin temer el futuro. Y dispuestos a descansar para siempre en el corazón de Dios. Esa forma de vivir me impresiona y me enamora. ¿Seré yo capaz un día de vivir de esta manera? ¿Seré tan libre como para vivir con mi corazón anclado en el de Cristo? Ellos creen más en Dios que en sus fuerzas. Y por eso tienen tanta fuerza sus palabras: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil». Son creíbles. Porque lo que dicen y lo que viven está en consonancia. Por eso no temen el descrédito. Ni se asustan al llegar momentos difíciles. No se dejan amargar por las críticas y los juicios. Se levantan con paz cada vez que caen y fracasan. Sus palabras tienen el fuego de los enamorados. Y son auténticas y veraces. Y la verdad siempre toca el corazón: «Estas palabras les traspasaron el corazón». Traspasados por sus palabras. Como yo al escuchar su testimonio. Tocados en lo más hondo por la verdad. Me conmueve ver su fidelidad en medio de los fracasos. Cuando no es posible hacer nada para solucionar lo ocurrido. Cuando sólo queda cambiar de vida para seguir nuevos pasos. La conversión del corazón me da luz. Parece algo tan grande. Mi corazón no se convierte del todo. Sigue endurecido. Quiero convertirme y mirar a Jesús en su verdad. Saber quién es. Pedro no lo sabía, no lo conocía en su verdad cuando lo negó tres veces. Dice Jean Vanier: «Por eso dice que no lo conoce. Es verdad. Él no conocía a Jesús tal como era. Jesús vulnerable. ¿Conocemos nosotros a Jesús vulnerable? ¿Jesús escondido en las personas vulnerables? ¿Cuál es nuestra visión de Jesús?». Mi conversión tiene que ver con ese Jesús que conozco y del que estoy enamorado. ¿Qué espera de mí Jesús cuando me mira? Muchas veces no lo sé y pienso que espera otras cosas. Creo que me pide ser perfecto, hacerlo todo bien, ser siempre bueno. Creo que me quiere para otras cosas. Y veo que no es posible. Entonces le miro de nuevo. Y veo que Jesús me quiere a mí en mi verdad. Y yo me olvido tantas veces. Me quiere pobre y libre. Con mis manos vacías. Me quiere enamorado, dispuesto a dar la vida. Yo sigo a ese Jesús cuyo rostro a veces confundo. Sigo a ese Jesús que se esconde en los vulnerables y Él mismo no es poderoso. Es pobre. Está herido. Muere solo y abandonado. Su dolor me duele profundamente a mí que también estoy solo y herido. Ese dolor me hace pensar que yo no valgo. Que no puedo dar la vida. Que no soy capaz de ser tan fiel como Él lo fue. Por eso me detengo en sus apóstoles y en su vulnerabilidad. Me quedo pegado en sus negaciones. Ellos fueron convertidos en Pentecostés. Fueron cambiados sus corazones pobres. No dejaron de estar heridos. Eso lo sé con certeza. Seguían sus heridas abiertas. Pero no dejaron de caminar. No temieron mostrarse vulnerables. Eran pequeños, lo sabían. No tenían fuerza ellos solos. Por eso creían en el poder infinito de Jesús. Como los pastorcillos en Fátima. Ellos también se sentían tan frágiles. Tan incapaces. Pero tenían una certeza, ellos podían acompañar a Jesús. Y cargaron el mundo sobre sus hombros. Le decía Francisco a Lucía: «Me gusta más consolar a Jesús». Y es lo que hizo en su corta vida. Acompañar a Jesús en su dolor. Y así los pastorcillos fueron testigos de lo que hoy escuchamos: «Si, obrando el bien, soportáis el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios». Convertirme significa cambiar el objeto de mi mirada. Dejar de mirar en una dirección para mirar a Dios. Dejar de mirar mi necesidad, mi miedo, mi preocupación, mi problema, mi angustia, para mirar más el corazón herido de Jesús. Y allí descansar. Allí colocar mi vida como es. Allí ser un pobre que nada tiene que defender. Y no temer tanto perder la vida. Más bien confiar en su poder. Jesús me puede hacer siempre de nuevo. Y yo puedo hacer milagros con mis palabras y mis gestos. Como los apóstoles de esa Iglesia primitiva. Dios en mí hace milagros. En la fuerza de su Espíritu. Si confiara más en Él sería todo más fácil. Pero pongo mi mirada en lo que yo puedo hacer por mí mismo. Y me angustio al ver todo lo que no consigo superar. Y ahí me quedo. Me falta una mirada diferente para enfrentar la vida. Esa es la verdadera conversión que pido cada mañana. La Pascua es el tiempo del Espíritu en mi alma. Dejo de pensar en mi escaso poder, para pensar en el poder de Dios en mí. El otro día leía: «Construir una vocación en la esperanza de resultados concretos, a pesar del trabajo que se ha puesto para conseguirlos, es como construir una casa sobre arena en vez de sobre una roca sólida y hasta nos quita la capacidad de aceptar los éxitos como un don gratuito»[3]. La primera Iglesia fue fecunda porque no buscaba el éxito. No quería el poder de este mundo. No vivía de los números ni de los logros. No pretendía éxitos que no tuvo su maestro. Sabía que la sangre de los mártires era la semilla de nuevos cristianos. Esa fe tan pura los hacía invencibles. Esa mirada es la que yo quiero. No construir mi vocación en la esperanza de resultados concretos. Pensando en lo que seré. En lo que haré. Quiero vivir más libre y desapegado. Pero sin dejar de echar raíces profundas en tantos corazones. Sin dejar de querer de forma concreta. Pero sin esperar resultados que no dependen de mí, porque no están en mi mano.
El domingo del buen pastor siempre pienso en las ovejas. Me pregunto por mi vocación de oveja. De hijo. De niño confiado. De niño dócil. No puedo ser pastor sin antes ser oveja, niño, hijo. Me gusta pensar en el redil y en la seguridad que me da el pastor en esos pastos en los que me alimento. Hoy escucho: «Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Las ovejas conocen la voz de Jesús. Yo conozco su voz. Sé que me quiere y me llama por mi nombre. Pero tantas veces compruebo mi poca docilidad. Necesito volver a aprender a ser oveja. Esa mirada franca y dócil. Esa actitud bondadosa y mansa. Deseo una santidad que pasa por una bondad, que es don de Dios. Me gustan las personas bondadosas. Las que piensan bien. Las que hablan bien de los otros. Las que nunca juzgan las intenciones. Las que no sospechan de los demás. Las que no siembran cizaña con sus palabras y gestos. Las que no viven en su orgullo condenando a los otros. Me gustan las personas buenas que buscan mi bien y no sólo el suyo propio. Sin esperar nada a cambio. Me gustaría ser siempre así. Más oveja. Menos lobo. Con más bondad. Con menos malicia. Me gusta pecar de ingenuo y no de malpensado. Me gusta ser inocente y no vivir con la sospecha en el alma. Quiero ser más oveja. ¡Qué difícil! Veo las ovejas tranquilas en su redil. Cómodas en su realidad. Y yo me siento tan orgulloso y caprichoso. Busco hacer mis planes. Marcar mi rumbo. Inventarme mi ruta de santidad. Pienso que yo puedo solo. Y Dios interviene sólo para cubrirme las espaldas cuando yo no alcanzo la meta propuesta. Decía el P. Kentenich: «La experiencia de nuestra tibieza, de la rebelión de los instintos y nuestros apegos mundanos, debe hacernos crecer en la humildad. Esa meta sobrenatural a la que aspiramos no se logra mediante nuestro exclusivo esfuerzo y empeño personales»[4]. Pero yo en mi vanidad atribuyo los éxitos a mis talentos. Y medito que mis fracasos se deben a la mala suerte o a mi Dios que no me echa una mano. Tengo más de lobo que de oveja. Soy lobo en mis juicios, en mi genio, en mi carácter. Me creo fuerte y capaz de vencer a otros con mis palabras. Menosprecio al rival. Me río de sus fracasos. Se me olvida la cuota de humildad a la que aspiro. ¡Qué lejos estoy de lo que sueño! Quiero tener más bondad en el alma. Ser más oveja para aceptar la vida como es, sin quejas, sin amarguras. Decía Mirta Medici: «Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables, y que hay otras, que si te mueves del lugar de la queja, las puedes cambiar». Humildad para aceptar mi vida como es, en lo que no puedo cambiar. Y humildad para ponerme a trabajar allí donde sí puedo dar algunos pasos. Ser humilde es ser verdadero. No soy vanidoso cuando reconozco mis talentos. Y no soy necesariamente humilde cuando experimento derrotas y acepto fracasos. Hace falta besar la verdad de mi vida como es. El otro día leía: «Aprender la plena verdad de nuestra dependencia de Dios y de nuestra relación con su voluntad: en eso consiste la virtud de la humildad. Porque la humildad es la verdad, la verdad plena, la verdad que abarca nuestras relaciones con Dios y con el mundo que ha creado y con nuestros semejantes. Y lo que llamamos humillaciones son las pruebas con las que se mide si hemos entendido plenamente esa verdad. El que se humilla es el yo: no habría ‘humillación’ si aprendiéramos a poner el yo en su preciso lugar, a vernos con la perspectiva adecuada ante Dios y ante el resto de los hombres. Y, cuanto más abundante es esa dosis de yo en nuestras vidas, más severas son nuestras humillaciones con el fin de purificarnos»[5]. Mi yo rebelde y orgulloso que sólo puede ser vencido en las humillaciones. Mi ego que domina mis acciones y no me deja ser oveja. Es difícil vencer a mi ego. Mi yo busca su espacio. Quiere quedar por encima. Quiere verse. Quiere ser visto. La humillación me hace más humilde. Pido más humildad y me quejo cuando me humillan. Porque me duele. La oveja se abaja al ser humillada. Y desde abajo ve la realidad de forma diferente. Ve a los demás que son mejores. Eso es ser humilde. Y el milagro es que pueda yo alegrarme al mirar así a los otros. Mejores que yo. Más capaces. Quiero esa humildad de oveja para ver la realidad desde abajo. Con una perspectiva nueva. Quiero verme en mi verdad y quererme como soy, sin compararme. Y ver mi relación con ese Dios que me ha creado y conduce mis pasos. Deseo la pequeñez del hijo que se siente dependiente y necesitado de su padre. Tantas veces quiero yo ser independiente. Quiero aprender a estar feliz en el redil. Sin quejarme continuamente de no estar donde yo quiero. En otros pastos. Con otras ovejas. Con otra libertad. Con otro pastor. Quiero entender que ser dócil es aceptar los planes que no deseo y besar la cruz que no elijo. Sin ponerle peros a la vida. Me gustaría ser más obediente a los planes de Dios que se concretan en personas y en lugares, en éxitos y en fracasos. En mi verdad. En mis derrotas y victorias. Esa docilidad para aceptar las críticas, las sospechas, los juicios. Esa docilidad para no vivir con rabia, con odio, con tensión. Justificándome. Defendiendo mi postura. Esa docilidad que es un don de Dios. La elijo. Hoy escucho: «Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente». Es Jesús, el cordero degollado, la oveja sumisa. ¡Qué humilde es conducido al madero! No se defiende, no se queja. Mi corazón se rebela ante tanta vulnerabilidad. Un Dios impotente, desarmado, roto, inútil. ¿Era necesaria tanta impotencia? Yo no deseo ser tan vulnerable. No quiero ser tan débil. Me gusta más la fortaleza del lobo, aunque hable mucho de la oveja. Casi me gusta más el miedo que despierta el lobo con su presencia. Y me resulta difícil ser oveja antes que lobo. Me cuesta más ser dependiente que autónomo. Me resulta difícil humillarme y que me humillen. Me es más fácil humillar a otros con mis gestos y desprecios. Pero ese no es el camino. No es lo que hizo Jesús. Lo vuelvo a ver hoy muy claro. Deseo ser oveja antes que lobo. Cordero como Jesús.
Medito en este día sobre el pastor. Jesús es el buen pastor que cuida su rebaño, que me cuida a mí: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera». El pastor llama a las ovejas. Y ellas lo siguen. Pensaba el otro día en los pastorcillos de Fátima. Eran niños. Y tenían ovejas. Eran pastores pequeños. Cuidaban a sus ovejas y las llamaban por su nombre. Las llevaban a sus pastos. Y ellas seguían sus pasos. Eso me conmueve. Tan pequeños y tenían vocación de pastores. Tenían ovejas a su cargo cuando eran sólo niños. Llevaban a sus ovejas a pastar cuando se les apareció María en el camino. El domingo pasado fue Jesús el que se apareció a dos discípulos camino a Emaús. En Fátima María fue al encuentro de unos niños pobres que eran pastores. No eligió lo grande del mundo. No eligió a hombres poderosos. Buscó una aldea escondida en Portugal. Un lugar oculto a los ojos del mundo. Y hoy, casi cien años más tarde, gente de todas partes camina hasta allí. A ese mismo pasto en el que pastaban unas pocas ovejas. Lo grande en la historia de Dios surge siempre desde lo más pequeño, en lo más oculto. En la pobreza de los instrumentos humanos que Dios siempre elige. Porque Dios mira la pureza del corazón del hombre. Busca corazones de niño, puros, transparentes. Y yo a veces me fijo más en el poder, en lo grande, en el que triunfa, en el que vence. En lo que merece la pena y tiene valor. Me siento pequeño y frágil pero busco lo fuerte. Lo reconozco, con frecuencia busco resultados. Y quiero triunfar. Y yo miro a los pastorcillos en su humildad. Sin poder. Sin armas. Sin valor ante el mundo son elegidos para ser pastores de muchos. ¡Cuánta gente reza hoy ante sus tumbas! ¡Cuánta gente peregrina a Fátima! La luz de sus palabras ilumina el camino. La mirada de niños capaces de ver a Jesús escondido y conmoverse. Enamorados de esa bella Señora que cambió sus vidas para siempre. Ella los llamó. Dios salió a su encuentro. Jesús llama a quien quiere, como quiere. Por eso me gusta pensar en la llamada que me hace Jesús para seguir sus pasos: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas». Jesús me llama a seguir sus pasos para que no viva descarriado. Me llama a estar con Él en sus pastos. Por eso quiero ser pastor desde mi pobreza. No desde mi poder. Quiero seguir sus pasos para ser pastor como lo fue Él entre los hombres. Un pastor herido, caminando junto a sus ovejas heridas, no un pastor sin heridas. Sus heridas me han curado. No lo ha hecho un corazón sin huellas de amor. Jesús está herido por haber amado. Y quiere que yo sea pastor como lo fue Él. Desde mis heridas. Un pastor capaz de sufrir con el otro. Capaz de amar desde abajo, no desde arriba. Caminando con el que sufre, con el que no me da nada a cambio de mi entrega, con el que no me aporta fama ni logros. Un pastor que ama desde el lugar del sufrimiento. No desde la comodidad. No quiero ser un pastor que peina ovejas, como nos decía el Papa Francisco a la Familia de Schoenstatt en nuestro centenario: «Una Iglesia que no sale es una Iglesia ‘de exquisitos’. Un movimiento eclesial que no sale en misión, es un movimiento ‘de exquisitos’. Y a lo más, en vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar testimonio, se dedican al grupito, a peinar ovejas. ¿No? Son peluqueros espirituales». No quiero ser un peluquero de ovejas. Quiero ser un pastor misionero. Enamorado de Jesús misionero. Con fuego misionero en mi alma. Un pastor audaz y valiente que se atreva a soñar con nuevas rutas. Un pastor de horizontes amplios. Que no me conforme con los límites de mi redil donde me encuentro en casa. Un pastor que acoja a todos y no sólo a los más queribles. Un pastor que muestre la meta con mis palabras y mis obras. Un pastor que ame a las ovejas que Dios me ha confiado y no pase por la vida sin echar raíces. No quiero que me pase lo que leía el otro día: «La paradoja es que, los que quieren ser para todos, se encuentran a sí mismos a menudo incapaces de estar cerca de nadie. Cuando todos se convierten en mis vecinos, vale la pena preguntarse si alguien puede convertirse realmente en mi prójimo, es decir, aquel al que siento muy cercano a mí»[6]. Quiero sufrir por los míos. Dar la vida por aquellos que Dios pone en mi camino. Con sus nombres. Saber que no puedo ser pastor sin ovejas. Que no puedo amar en abstracto, sólo es posible hacerlo en concreto y eso duele. Sólo si yo sigo a Jesús seré fiel como pastor. Sólo si soy oveja herida seré un buen pastor herido. Y siempre quiero poner a Jesús en el centro. A Él lo sigo. Y a través de mi vida otros siguen a Jesús en mí. Es a Jesús a quien todos seguimos. Sus heridas me han curado. ¿Mis heridas curarán a otros? A veces me cuesta creerlo. Quiero tener claro que mi herida es fuente de vida. Quiero ver que puedo dar vida desde mi dolor. Es eso lo que sueño y anhelo.
Jesús es la puerta por la que entro: «Os aseguro que Yo soy lapuerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y, salir. Y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». Jesús es el camino de mi vida. Es la puerta por la que entro. Jesús tiene una puerta por la que quiero entrar. La puerta de la herida de su corazón. Por ahí entro. Es una puerta pequeña y yo he crecido. Eso me cuesta aceptarlo. Por eso quiero volver a ser como niño. Para entrar por esa puerta de su herida. En la grieta de su alma quepo yo, entro. Es la puerta del redil. Es una puerta abierta para entrar y salir. Jesús no me retiene. Eso es lo que me fascina de su amor. El respeto absoluto a mis decisiones. Me abre la puerta para entrar. Y espera paciente a la puerta de mi corazón. Apocalipsis 3, 20: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo». Jesús espera ante mi puerta. Depende de mí que le deje entrar. Y yo quiero entrar por la puerta que Él tiene abierta para mí. Aunque a veces me aleje y tropiece la puerta de Jesús siempre sigue abierta. Eso me da esperanza. No me cierra la puerta. Su última palabra es siempre la misericordia. Necesito volver a mirar la puerta. Pienso en tantas personas que no ven la puerta de Jesús. No ven esperanza en sus vidas. Se han encerrado en un círculo de infelicidad y no logran salir del mismo. No ven la puerta de salida. No ven la puerta de entrada a una vida más plena. Quiero ser puerta de entrada. A veces veo que puedo cerrar la puerta si no tengo el corazón abierto. Puedo hacerlo con mis silencios, con mis omisiones, no sólo con mis palabras y gestos. Puedo cerrar o abrir la puerta a Dios. ¡Qué responsabilidad tan grande! Puedo herir y puedo sanar. Y a veces descuido mi vida y a las personas que Dios me confía. Quiero hacerle fácil a las personas el acceso al redil. Que puedan encontrar verdes pastos. Que puedan dar con un sentido para sus vidas, para su dolor. El otro día leía: «El sufrimiento deja de ser sufrimiento, en cierto modo, en cuanto encuentra un sentido»[7]. La puerta es el sentido de todo lo que hacemos. De nuestros sacrificios y renuncias. De nuestros límites y caídas. No logro comprender el sufrimiento si no hay un sentido más allá, en el corazón de Dios. Un sentido que en esta vida no toco. Pero para seguir luchando necesito ver una puerta abierta, un sentido primero para seguir esperando. Necesito percibir que hay un corazón que me deja entrar para poder descansar en su amor. Necesito tocar un sentido oculto al otro lado del umbral que se me abre. El amor es lo único que me permite seguir luchando en medio de la vida. Tengo vocación de puerta. No siempre estoy abierto. Cuando me cierro no le dejo a Dios actuar en mi vida. Le cierro el camino de felicidad a los que buscan luz. Compañía. Un descanso. Jesús es la puerta y me enseña a mí a ser puerta para otros. El pastor tiene vocación de puerta abierta, de puerta de misericordia. De puerta santa y sagrada por la que muchos puedan pasar y quedar sanados al tocar el dintel. Una puerta a un mundo nuevo que no me pertenece porque es el mundo de Dios. El mundo de María. Es el pasto en el que tantos pueden encontrar alimento para sus vidas. No quiero cerrar ninguna puerta. Ni a Dios para que entre en mí. Ni a los hombres para que puedan tocar a Dios en mi amor humano.
Siempre en Pascua me gusta pensar en la fuerza de la Iglesia primitiva. Una Iglesia en camino, desinstalada y libre. Una Iglesia que no tenía nada que defender, porque no poseía nada. El Espíritu Santo sigue hoy actuando. En mí y en todos. Pero al mirar a esos primeros cristianos siempre me conmueve su fe, su fortaleza, su pequeñez. Una Iglesia pobre y sin derechos. Decía el P. Kentenich: «Hay una diferencia enorme entre decir: - Soy una nada y no puedo nada y sentirlo efectivamente en carne propia. Esta última vivencia es fruto de la acción del Espíritu Santo. Cuando Él actúa, nuestra naturaleza se percibe a sí misma en toda su pequeñez. Y siente que no tiene nada que ofrecerle a su Creador, salvo el anhelo de Dios que le consume el corazón»[2]. Así quiero sentirme. El Espíritu Santo lo puede hacer en mí. Miro hoy a esos cristianos del comienzo con sus manos vacías. Son los testigos de aquel Pedro que escuchó al gallo cantar tres veces y lloró con amargura. Son los enviados por aquellos hombres que habían huido de la cruz, escondiéndose por miedo a los judíos. Son los confesores de los discípulos de Emaús alcanzados por Jesús cuando huían tristes. Son los testigos de la cobardía de unos pocos. Son los que revelan el rostro de un Dios muerto en la cruz. Son los apasionados por un hombre que había muerto entre malvados. Son los entusiastas defensores de la vida eterna dispuestos siempre a perder la propia vida. Son hombres débiles, heridos, pero con el corazón bien puesto en Dios, y no tanto en la tierra. Me gusta esa Iglesia libre y pobre. Enamorada y fiel. Apasionada y mártir. Me alegra ver que son capaces de dar la vida, y no retienen nada entre sus dedos. Tal vez no son tan ortodoxos en todos sus pensamientos. Pero sí son fieles a su primer amor. Tienen el corazón enamorado. Y una mirada pura sobre la vida. Siempre fieles. Siempre alegres. Me impresiona esa actitud interior. Me conmueve verlos tan libres de apegos. Y tan atados al mismo tiempo en muchos corazones. Tan capaces de darlo todo y a la vez viviendo con intensidad la vida que les toca. Disfrutando la belleza del camino, sin temer el futuro. Y dispuestos a descansar para siempre en el corazón de Dios. Esa forma de vivir me impresiona y me enamora. ¿Seré yo capaz un día de vivir de esta manera? ¿Seré tan libre como para vivir con mi corazón anclado en el de Cristo? Ellos creen más en Dios que en sus fuerzas. Y por eso tienen tanta fuerza sus palabras: «Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil». Son creíbles. Porque lo que dicen y lo que viven está en consonancia. Por eso no temen el descrédito. Ni se asustan al llegar momentos difíciles. No se dejan amargar por las críticas y los juicios. Se levantan con paz cada vez que caen y fracasan. Sus palabras tienen el fuego de los enamorados. Y son auténticas y veraces. Y la verdad siempre toca el corazón: «Estas palabras les traspasaron el corazón». Traspasados por sus palabras. Como yo al escuchar su testimonio. Tocados en lo más hondo por la verdad. Me conmueve ver su fidelidad en medio de los fracasos. Cuando no es posible hacer nada para solucionar lo ocurrido. Cuando sólo queda cambiar de vida para seguir nuevos pasos. La conversión del corazón me da luz. Parece algo tan grande. Mi corazón no se convierte del todo. Sigue endurecido. Quiero convertirme y mirar a Jesús en su verdad. Saber quién es. Pedro no lo sabía, no lo conocía en su verdad cuando lo negó tres veces. Dice Jean Vanier: «Por eso dice que no lo conoce. Es verdad. Él no conocía a Jesús tal como era. Jesús vulnerable. ¿Conocemos nosotros a Jesús vulnerable? ¿Jesús escondido en las personas vulnerables? ¿Cuál es nuestra visión de Jesús?». Mi conversión tiene que ver con ese Jesús que conozco y del que estoy enamorado. ¿Qué espera de mí Jesús cuando me mira? Muchas veces no lo sé y pienso que espera otras cosas. Creo que me pide ser perfecto, hacerlo todo bien, ser siempre bueno. Creo que me quiere para otras cosas. Y veo que no es posible. Entonces le miro de nuevo. Y veo que Jesús me quiere a mí en mi verdad. Y yo me olvido tantas veces. Me quiere pobre y libre. Con mis manos vacías. Me quiere enamorado, dispuesto a dar la vida. Yo sigo a ese Jesús cuyo rostro a veces confundo. Sigo a ese Jesús que se esconde en los vulnerables y Él mismo no es poderoso. Es pobre. Está herido. Muere solo y abandonado. Su dolor me duele profundamente a mí que también estoy solo y herido. Ese dolor me hace pensar que yo no valgo. Que no puedo dar la vida. Que no soy capaz de ser tan fiel como Él lo fue. Por eso me detengo en sus apóstoles y en su vulnerabilidad. Me quedo pegado en sus negaciones. Ellos fueron convertidos en Pentecostés. Fueron cambiados sus corazones pobres. No dejaron de estar heridos. Eso lo sé con certeza. Seguían sus heridas abiertas. Pero no dejaron de caminar. No temieron mostrarse vulnerables. Eran pequeños, lo sabían. No tenían fuerza ellos solos. Por eso creían en el poder infinito de Jesús. Como los pastorcillos en Fátima. Ellos también se sentían tan frágiles. Tan incapaces. Pero tenían una certeza, ellos podían acompañar a Jesús. Y cargaron el mundo sobre sus hombros. Le decía Francisco a Lucía: «Me gusta más consolar a Jesús». Y es lo que hizo en su corta vida. Acompañar a Jesús en su dolor. Y así los pastorcillos fueron testigos de lo que hoy escuchamos: «Si, obrando el bien, soportáis el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios». Convertirme significa cambiar el objeto de mi mirada. Dejar de mirar en una dirección para mirar a Dios. Dejar de mirar mi necesidad, mi miedo, mi preocupación, mi problema, mi angustia, para mirar más el corazón herido de Jesús. Y allí descansar. Allí colocar mi vida como es. Allí ser un pobre que nada tiene que defender. Y no temer tanto perder la vida. Más bien confiar en su poder. Jesús me puede hacer siempre de nuevo. Y yo puedo hacer milagros con mis palabras y mis gestos. Como los apóstoles de esa Iglesia primitiva. Dios en mí hace milagros. En la fuerza de su Espíritu. Si confiara más en Él sería todo más fácil. Pero pongo mi mirada en lo que yo puedo hacer por mí mismo. Y me angustio al ver todo lo que no consigo superar. Y ahí me quedo. Me falta una mirada diferente para enfrentar la vida. Esa es la verdadera conversión que pido cada mañana. La Pascua es el tiempo del Espíritu en mi alma. Dejo de pensar en mi escaso poder, para pensar en el poder de Dios en mí. El otro día leía: «Construir una vocación en la esperanza de resultados concretos, a pesar del trabajo que se ha puesto para conseguirlos, es como construir una casa sobre arena en vez de sobre una roca sólida y hasta nos quita la capacidad de aceptar los éxitos como un don gratuito»[3]. La primera Iglesia fue fecunda porque no buscaba el éxito. No quería el poder de este mundo. No vivía de los números ni de los logros. No pretendía éxitos que no tuvo su maestro. Sabía que la sangre de los mártires era la semilla de nuevos cristianos. Esa fe tan pura los hacía invencibles. Esa mirada es la que yo quiero. No construir mi vocación en la esperanza de resultados concretos. Pensando en lo que seré. En lo que haré. Quiero vivir más libre y desapegado. Pero sin dejar de echar raíces profundas en tantos corazones. Sin dejar de querer de forma concreta. Pero sin esperar resultados que no dependen de mí, porque no están en mi mano.
El domingo del buen pastor siempre pienso en las ovejas. Me pregunto por mi vocación de oveja. De hijo. De niño confiado. De niño dócil. No puedo ser pastor sin antes ser oveja, niño, hijo. Me gusta pensar en el redil y en la seguridad que me da el pastor en esos pastos en los que me alimento. Hoy escucho: «Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Las ovejas conocen la voz de Jesús. Yo conozco su voz. Sé que me quiere y me llama por mi nombre. Pero tantas veces compruebo mi poca docilidad. Necesito volver a aprender a ser oveja. Esa mirada franca y dócil. Esa actitud bondadosa y mansa. Deseo una santidad que pasa por una bondad, que es don de Dios. Me gustan las personas bondadosas. Las que piensan bien. Las que hablan bien de los otros. Las que nunca juzgan las intenciones. Las que no sospechan de los demás. Las que no siembran cizaña con sus palabras y gestos. Las que no viven en su orgullo condenando a los otros. Me gustan las personas buenas que buscan mi bien y no sólo el suyo propio. Sin esperar nada a cambio. Me gustaría ser siempre así. Más oveja. Menos lobo. Con más bondad. Con menos malicia. Me gusta pecar de ingenuo y no de malpensado. Me gusta ser inocente y no vivir con la sospecha en el alma. Quiero ser más oveja. ¡Qué difícil! Veo las ovejas tranquilas en su redil. Cómodas en su realidad. Y yo me siento tan orgulloso y caprichoso. Busco hacer mis planes. Marcar mi rumbo. Inventarme mi ruta de santidad. Pienso que yo puedo solo. Y Dios interviene sólo para cubrirme las espaldas cuando yo no alcanzo la meta propuesta. Decía el P. Kentenich: «La experiencia de nuestra tibieza, de la rebelión de los instintos y nuestros apegos mundanos, debe hacernos crecer en la humildad. Esa meta sobrenatural a la que aspiramos no se logra mediante nuestro exclusivo esfuerzo y empeño personales»[4]. Pero yo en mi vanidad atribuyo los éxitos a mis talentos. Y medito que mis fracasos se deben a la mala suerte o a mi Dios que no me echa una mano. Tengo más de lobo que de oveja. Soy lobo en mis juicios, en mi genio, en mi carácter. Me creo fuerte y capaz de vencer a otros con mis palabras. Menosprecio al rival. Me río de sus fracasos. Se me olvida la cuota de humildad a la que aspiro. ¡Qué lejos estoy de lo que sueño! Quiero tener más bondad en el alma. Ser más oveja para aceptar la vida como es, sin quejas, sin amarguras. Decía Mirta Medici: «Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables, y que hay otras, que si te mueves del lugar de la queja, las puedes cambiar». Humildad para aceptar mi vida como es, en lo que no puedo cambiar. Y humildad para ponerme a trabajar allí donde sí puedo dar algunos pasos. Ser humilde es ser verdadero. No soy vanidoso cuando reconozco mis talentos. Y no soy necesariamente humilde cuando experimento derrotas y acepto fracasos. Hace falta besar la verdad de mi vida como es. El otro día leía: «Aprender la plena verdad de nuestra dependencia de Dios y de nuestra relación con su voluntad: en eso consiste la virtud de la humildad. Porque la humildad es la verdad, la verdad plena, la verdad que abarca nuestras relaciones con Dios y con el mundo que ha creado y con nuestros semejantes. Y lo que llamamos humillaciones son las pruebas con las que se mide si hemos entendido plenamente esa verdad. El que se humilla es el yo: no habría ‘humillación’ si aprendiéramos a poner el yo en su preciso lugar, a vernos con la perspectiva adecuada ante Dios y ante el resto de los hombres. Y, cuanto más abundante es esa dosis de yo en nuestras vidas, más severas son nuestras humillaciones con el fin de purificarnos»[5]. Mi yo rebelde y orgulloso que sólo puede ser vencido en las humillaciones. Mi ego que domina mis acciones y no me deja ser oveja. Es difícil vencer a mi ego. Mi yo busca su espacio. Quiere quedar por encima. Quiere verse. Quiere ser visto. La humillación me hace más humilde. Pido más humildad y me quejo cuando me humillan. Porque me duele. La oveja se abaja al ser humillada. Y desde abajo ve la realidad de forma diferente. Ve a los demás que son mejores. Eso es ser humilde. Y el milagro es que pueda yo alegrarme al mirar así a los otros. Mejores que yo. Más capaces. Quiero esa humildad de oveja para ver la realidad desde abajo. Con una perspectiva nueva. Quiero verme en mi verdad y quererme como soy, sin compararme. Y ver mi relación con ese Dios que me ha creado y conduce mis pasos. Deseo la pequeñez del hijo que se siente dependiente y necesitado de su padre. Tantas veces quiero yo ser independiente. Quiero aprender a estar feliz en el redil. Sin quejarme continuamente de no estar donde yo quiero. En otros pastos. Con otras ovejas. Con otra libertad. Con otro pastor. Quiero entender que ser dócil es aceptar los planes que no deseo y besar la cruz que no elijo. Sin ponerle peros a la vida. Me gustaría ser más obediente a los planes de Dios que se concretan en personas y en lugares, en éxitos y en fracasos. En mi verdad. En mis derrotas y victorias. Esa docilidad para aceptar las críticas, las sospechas, los juicios. Esa docilidad para no vivir con rabia, con odio, con tensión. Justificándome. Defendiendo mi postura. Esa docilidad que es un don de Dios. La elijo. Hoy escucho: «Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente». Es Jesús, el cordero degollado, la oveja sumisa. ¡Qué humilde es conducido al madero! No se defiende, no se queja. Mi corazón se rebela ante tanta vulnerabilidad. Un Dios impotente, desarmado, roto, inútil. ¿Era necesaria tanta impotencia? Yo no deseo ser tan vulnerable. No quiero ser tan débil. Me gusta más la fortaleza del lobo, aunque hable mucho de la oveja. Casi me gusta más el miedo que despierta el lobo con su presencia. Y me resulta difícil ser oveja antes que lobo. Me cuesta más ser dependiente que autónomo. Me resulta difícil humillarme y que me humillen. Me es más fácil humillar a otros con mis gestos y desprecios. Pero ese no es el camino. No es lo que hizo Jesús. Lo vuelvo a ver hoy muy claro. Deseo ser oveja antes que lobo. Cordero como Jesús.
Medito en este día sobre el pastor. Jesús es el buen pastor que cuida su rebaño, que me cuida a mí: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera». El pastor llama a las ovejas. Y ellas lo siguen. Pensaba el otro día en los pastorcillos de Fátima. Eran niños. Y tenían ovejas. Eran pastores pequeños. Cuidaban a sus ovejas y las llamaban por su nombre. Las llevaban a sus pastos. Y ellas seguían sus pasos. Eso me conmueve. Tan pequeños y tenían vocación de pastores. Tenían ovejas a su cargo cuando eran sólo niños. Llevaban a sus ovejas a pastar cuando se les apareció María en el camino. El domingo pasado fue Jesús el que se apareció a dos discípulos camino a Emaús. En Fátima María fue al encuentro de unos niños pobres que eran pastores. No eligió lo grande del mundo. No eligió a hombres poderosos. Buscó una aldea escondida en Portugal. Un lugar oculto a los ojos del mundo. Y hoy, casi cien años más tarde, gente de todas partes camina hasta allí. A ese mismo pasto en el que pastaban unas pocas ovejas. Lo grande en la historia de Dios surge siempre desde lo más pequeño, en lo más oculto. En la pobreza de los instrumentos humanos que Dios siempre elige. Porque Dios mira la pureza del corazón del hombre. Busca corazones de niño, puros, transparentes. Y yo a veces me fijo más en el poder, en lo grande, en el que triunfa, en el que vence. En lo que merece la pena y tiene valor. Me siento pequeño y frágil pero busco lo fuerte. Lo reconozco, con frecuencia busco resultados. Y quiero triunfar. Y yo miro a los pastorcillos en su humildad. Sin poder. Sin armas. Sin valor ante el mundo son elegidos para ser pastores de muchos. ¡Cuánta gente reza hoy ante sus tumbas! ¡Cuánta gente peregrina a Fátima! La luz de sus palabras ilumina el camino. La mirada de niños capaces de ver a Jesús escondido y conmoverse. Enamorados de esa bella Señora que cambió sus vidas para siempre. Ella los llamó. Dios salió a su encuentro. Jesús llama a quien quiere, como quiere. Por eso me gusta pensar en la llamada que me hace Jesús para seguir sus pasos: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas». Jesús me llama a seguir sus pasos para que no viva descarriado. Me llama a estar con Él en sus pastos. Por eso quiero ser pastor desde mi pobreza. No desde mi poder. Quiero seguir sus pasos para ser pastor como lo fue Él entre los hombres. Un pastor herido, caminando junto a sus ovejas heridas, no un pastor sin heridas. Sus heridas me han curado. No lo ha hecho un corazón sin huellas de amor. Jesús está herido por haber amado. Y quiere que yo sea pastor como lo fue Él. Desde mis heridas. Un pastor capaz de sufrir con el otro. Capaz de amar desde abajo, no desde arriba. Caminando con el que sufre, con el que no me da nada a cambio de mi entrega, con el que no me aporta fama ni logros. Un pastor que ama desde el lugar del sufrimiento. No desde la comodidad. No quiero ser un pastor que peina ovejas, como nos decía el Papa Francisco a la Familia de Schoenstatt en nuestro centenario: «Una Iglesia que no sale es una Iglesia ‘de exquisitos’. Un movimiento eclesial que no sale en misión, es un movimiento ‘de exquisitos’. Y a lo más, en vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar testimonio, se dedican al grupito, a peinar ovejas. ¿No? Son peluqueros espirituales». No quiero ser un peluquero de ovejas. Quiero ser un pastor misionero. Enamorado de Jesús misionero. Con fuego misionero en mi alma. Un pastor audaz y valiente que se atreva a soñar con nuevas rutas. Un pastor de horizontes amplios. Que no me conforme con los límites de mi redil donde me encuentro en casa. Un pastor que acoja a todos y no sólo a los más queribles. Un pastor que muestre la meta con mis palabras y mis obras. Un pastor que ame a las ovejas que Dios me ha confiado y no pase por la vida sin echar raíces. No quiero que me pase lo que leía el otro día: «La paradoja es que, los que quieren ser para todos, se encuentran a sí mismos a menudo incapaces de estar cerca de nadie. Cuando todos se convierten en mis vecinos, vale la pena preguntarse si alguien puede convertirse realmente en mi prójimo, es decir, aquel al que siento muy cercano a mí»[6]. Quiero sufrir por los míos. Dar la vida por aquellos que Dios pone en mi camino. Con sus nombres. Saber que no puedo ser pastor sin ovejas. Que no puedo amar en abstracto, sólo es posible hacerlo en concreto y eso duele. Sólo si yo sigo a Jesús seré fiel como pastor. Sólo si soy oveja herida seré un buen pastor herido. Y siempre quiero poner a Jesús en el centro. A Él lo sigo. Y a través de mi vida otros siguen a Jesús en mí. Es a Jesús a quien todos seguimos. Sus heridas me han curado. ¿Mis heridas curarán a otros? A veces me cuesta creerlo. Quiero tener claro que mi herida es fuente de vida. Quiero ver que puedo dar vida desde mi dolor. Es eso lo que sueño y anhelo.
Jesús es la puerta por la que entro: «Os aseguro que Yo soy lapuerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y, salir. Y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». Jesús es el camino de mi vida. Es la puerta por la que entro. Jesús tiene una puerta por la que quiero entrar. La puerta de la herida de su corazón. Por ahí entro. Es una puerta pequeña y yo he crecido. Eso me cuesta aceptarlo. Por eso quiero volver a ser como niño. Para entrar por esa puerta de su herida. En la grieta de su alma quepo yo, entro. Es la puerta del redil. Es una puerta abierta para entrar y salir. Jesús no me retiene. Eso es lo que me fascina de su amor. El respeto absoluto a mis decisiones. Me abre la puerta para entrar. Y espera paciente a la puerta de mi corazón. Apocalipsis 3, 20: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo». Jesús espera ante mi puerta. Depende de mí que le deje entrar. Y yo quiero entrar por la puerta que Él tiene abierta para mí. Aunque a veces me aleje y tropiece la puerta de Jesús siempre sigue abierta. Eso me da esperanza. No me cierra la puerta. Su última palabra es siempre la misericordia. Necesito volver a mirar la puerta. Pienso en tantas personas que no ven la puerta de Jesús. No ven esperanza en sus vidas. Se han encerrado en un círculo de infelicidad y no logran salir del mismo. No ven la puerta de salida. No ven la puerta de entrada a una vida más plena. Quiero ser puerta de entrada. A veces veo que puedo cerrar la puerta si no tengo el corazón abierto. Puedo hacerlo con mis silencios, con mis omisiones, no sólo con mis palabras y gestos. Puedo cerrar o abrir la puerta a Dios. ¡Qué responsabilidad tan grande! Puedo herir y puedo sanar. Y a veces descuido mi vida y a las personas que Dios me confía. Quiero hacerle fácil a las personas el acceso al redil. Que puedan encontrar verdes pastos. Que puedan dar con un sentido para sus vidas, para su dolor. El otro día leía: «El sufrimiento deja de ser sufrimiento, en cierto modo, en cuanto encuentra un sentido»[7]. La puerta es el sentido de todo lo que hacemos. De nuestros sacrificios y renuncias. De nuestros límites y caídas. No logro comprender el sufrimiento si no hay un sentido más allá, en el corazón de Dios. Un sentido que en esta vida no toco. Pero para seguir luchando necesito ver una puerta abierta, un sentido primero para seguir esperando. Necesito percibir que hay un corazón que me deja entrar para poder descansar en su amor. Necesito tocar un sentido oculto al otro lado del umbral que se me abre. El amor es lo único que me permite seguir luchando en medio de la vida. Tengo vocación de puerta. No siempre estoy abierto. Cuando me cierro no le dejo a Dios actuar en mi vida. Le cierro el camino de felicidad a los que buscan luz. Compañía. Un descanso. Jesús es la puerta y me enseña a mí a ser puerta para otros. El pastor tiene vocación de puerta abierta, de puerta de misericordia. De puerta santa y sagrada por la que muchos puedan pasar y quedar sanados al tocar el dintel. Una puerta a un mundo nuevo que no me pertenece porque es el mundo de Dios. El mundo de María. Es el pasto en el que tantos pueden encontrar alimento para sus vidas. No quiero cerrar ninguna puerta. Ni a Dios para que entre en mí. Ni a los hombres para que puedan tocar a Dios en mi amor humano.