Anualmente, cada día 9 de mayo, se celebra el Día de Europa, una efeméride que es la única celebración oficial de la Unión Europea (UE).
Hablamos de un ente que no goza a día de hoy de mucha popularidad. Cada cual tiene sus razones para ser, como mínimo, lo suficientemente crítico. No obstante, no voy a indagar en pensamientos ajenos, pero sí a indicar que, el año pasado, según un estudio del Pew Research Centre, tan solo un 51% de europeos sería partidarios de un remain y que, con respecto a 2014, considerablemente menos de la mitad de españoles, británicos y franceses tienen una postura de este tipo.
Como ya es sabido, no hablamos ya de una mera unión de países para garantizar entre los mismos la libre circulación de bienes, capitales, mercancías y personas (El Tratado de Schengen es una cuestión independiente), sino de un proyecto supraestatal orientado la idea del Estado Único Europeo, con moneda única, sin fronteras interiores, con un poder legislativo propio que pretende alienar soberanía a los Estados miembros, aparte del carácter de reguero de subvenciones y de sus visos proteccionistas, tal y como se pone de manifiesto al mantener los aranceles para mercados exteriores y programas como la Política Agraria Común.
No obstante, no todo es economía. También hay interés en imponer la ideología de género y el multiculturalismo. No es de recibo para el politburó bruselense la inclinación conservadora de los gobiernos de Hungría y Polonia en cuanto a causas pro-vida y pro-familia. Luego, se demoniza totalmente al Primer Ministro húngaro por pedir cumplir la ley respecto a la crisis de los llamados “refugiados” y oponerse a que Hungría aceptara a los inmigrantes musulmanes, a fin de preservar el legado cultural occidental (distinto es que, en materia económica, tanto Orbán como, especialmente, Szydlo y Kaczynski, sean criticables, por considerable intervencionismo).
Además, cabe alertar de que se evita la consideración escrita del pilar de las libertades de las que, hoy en día, en mayor o en medida, disfrutamos los europeos. El fallido proyecto de la Constitución Europea eludía toda mención al cristianismo (religión más perseguida en el mundo). Pero no solo eso, pues el democristiano italiano Rocco Buttiglione no pudo lograr ser comisario europeo por ser católico. Así pues se puede afirmar que el relativismo es la norma en unas instituciones que también son agentes de la dictadura de la corrección política.
Existe un consenso socialdemócrata y progresista entre los principales partidos europeístas, suscrito tanto por el Partido de los Socialistas Europeos, el Partido Popular Europeo (salvo FIDESZ) como por la Alianza de los Liberales y Demócratas de Europa. Políticos como Federica Mogherini, Jean Claude Juncker y Donald Tusk, miembros relevantes del establishment europeísta, demuestran tener nulidad de altura de miras. No asumen la necesidad de emprender ciertas rectificaciones. Prefieren despotricar automáticamente contra cualquiera que suponga un golpe contra la corrección política, independientemente de su idoneidad.
Tusk consideró a Donald Trump como un peligro para Europa y Juncker tachó a Orbán de dictador. Mientras, Mogherini considera que los boicots a Israel se amparan por la libertad de expresión e hizo guiños a Fidel Castro, quien fue considerado como un “héroe para muchos” por Juncker. Por cierto, es interesante recordar cuán vengativa y absurda fue la consideración del luxemburgués, según la cual, el inglés está perdiendo importancia en Europa, despreciando así la libre voluntad de la mayoría de la ciudadanía británica.
Una vez hecha esta crítica tanto al actual funcionamiento como a la actitud carente de altura de miras de los eurócratas, hay que decir que, si bien es cierto, esta estructura no debería haber ido más allá de la consolidación de un área de libre circulación, el economista austriaco Hayek ya advirtió en Camino de Servidumbre de que los entes internacionales y supranacionales siempre tenderán a abarcar más poder, por lo tanto, la reversibilidad parece imposible.
Por lo tanto, ¿cuál debe ser la alternativa? Una salida de la Unión Europea no ha de interpretarse automáticamente como una apuesta por el aislacionismo y el proteccionismo autárquico y absoluto, sino por el respeto al principio de subsidiariedad. No obstante, alguien podrá preguntarse qué ocurriría con el libre comercio, con la circulación de ciudadanos europeos y con la moneda única.
Respecto al comercio, hay que decir que cada Estado podría y debería decretar la libertad comercial de manera unilateral, sin cometer los fallos del CETA (estos acuerdos son positivos, aunque fallan al mantener aranceles para mercados exteriores y armonizando regulaciones). Recordemos que solo el libre comercio puede sacar al Tercer Mundo de la pobreza.
Respecto a la libre circulación de ciudadanos europeos, hay que decir que un Estado es tan libre de ejercer su derecho a controlar sus fronteras como de no exigir visado a ciudadanos europeos y de restringir la inmigración musulmana (en otros términos, derecho a controlar la inmigración y las entradas y salidas en sus territorios fronterizos).
Respecto a la moneda única (no la usan todos los países de la UE ni todos son miembros de esta), hay que reconocer que, tal y como considera el profesor de la Escuela Austriaca Huerta de Soto, ha evitado los nacionalismos monetarios que fomentan actitudes indisciplinadas de los agentes políticos económicos. Por todo esto, es mucho menos mala que las monedas nacionales. Eso sí, además de exigir el fin del curso forzoso, debemos proponer alternativas al euro que deben basarse en el patrón oro o en otra clase de monedas privadas como el bitcoin y el hayek (ergo, fin de bancos centrales).
Una vez hechas esas aclaraciones, en cuanto a bloque alternativo, me decanto por el ingreso en el bloque de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés), integrada por Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza. Solo se exige libre comercio entre los países miembros. En lo demás, cada país tiene soberanía para adoptar sus propias decisiones.
Volviendo a lo relacionado con el establishment europeísta, impulsor de esa corrección política que tantos estragos está causando al continente, hay que decir que, en absoluto, enemigos de la libertad como el mandatario ruso, Vladimir Putin, que es un sátrapa que no cree en valor alguno, salvo en el poder, pueden ser considerados como preferibles al consenso socialdemócrata.
A su vez, conviene recordar que no es necesaria ninguna institución supranacional que defienda nuestros valores. Como dijo Benedicto XVI en diciembre de 2012, “uno no debe prever una superpotencia concentrada en las manos de una minoría […] es preferible una autoridad entendida como una fuerza moral […] o como una autoridad participativa”.
Dicho todo esto, tengamos en cuenta de que vulnerando el principio de subsidiariedad, contemplado en la Doctrina Social de la Iglesia, también se va contra los valores occidentales.
Hablamos de un ente que no goza a día de hoy de mucha popularidad. Cada cual tiene sus razones para ser, como mínimo, lo suficientemente crítico. No obstante, no voy a indagar en pensamientos ajenos, pero sí a indicar que, el año pasado, según un estudio del Pew Research Centre, tan solo un 51% de europeos sería partidarios de un remain y que, con respecto a 2014, considerablemente menos de la mitad de españoles, británicos y franceses tienen una postura de este tipo.
Como ya es sabido, no hablamos ya de una mera unión de países para garantizar entre los mismos la libre circulación de bienes, capitales, mercancías y personas (El Tratado de Schengen es una cuestión independiente), sino de un proyecto supraestatal orientado la idea del Estado Único Europeo, con moneda única, sin fronteras interiores, con un poder legislativo propio que pretende alienar soberanía a los Estados miembros, aparte del carácter de reguero de subvenciones y de sus visos proteccionistas, tal y como se pone de manifiesto al mantener los aranceles para mercados exteriores y programas como la Política Agraria Común.
No obstante, no todo es economía. También hay interés en imponer la ideología de género y el multiculturalismo. No es de recibo para el politburó bruselense la inclinación conservadora de los gobiernos de Hungría y Polonia en cuanto a causas pro-vida y pro-familia. Luego, se demoniza totalmente al Primer Ministro húngaro por pedir cumplir la ley respecto a la crisis de los llamados “refugiados” y oponerse a que Hungría aceptara a los inmigrantes musulmanes, a fin de preservar el legado cultural occidental (distinto es que, en materia económica, tanto Orbán como, especialmente, Szydlo y Kaczynski, sean criticables, por considerable intervencionismo).
Además, cabe alertar de que se evita la consideración escrita del pilar de las libertades de las que, hoy en día, en mayor o en medida, disfrutamos los europeos. El fallido proyecto de la Constitución Europea eludía toda mención al cristianismo (religión más perseguida en el mundo). Pero no solo eso, pues el democristiano italiano Rocco Buttiglione no pudo lograr ser comisario europeo por ser católico. Así pues se puede afirmar que el relativismo es la norma en unas instituciones que también son agentes de la dictadura de la corrección política.
Existe un consenso socialdemócrata y progresista entre los principales partidos europeístas, suscrito tanto por el Partido de los Socialistas Europeos, el Partido Popular Europeo (salvo FIDESZ) como por la Alianza de los Liberales y Demócratas de Europa. Políticos como Federica Mogherini, Jean Claude Juncker y Donald Tusk, miembros relevantes del establishment europeísta, demuestran tener nulidad de altura de miras. No asumen la necesidad de emprender ciertas rectificaciones. Prefieren despotricar automáticamente contra cualquiera que suponga un golpe contra la corrección política, independientemente de su idoneidad.
Tusk consideró a Donald Trump como un peligro para Europa y Juncker tachó a Orbán de dictador. Mientras, Mogherini considera que los boicots a Israel se amparan por la libertad de expresión e hizo guiños a Fidel Castro, quien fue considerado como un “héroe para muchos” por Juncker. Por cierto, es interesante recordar cuán vengativa y absurda fue la consideración del luxemburgués, según la cual, el inglés está perdiendo importancia en Europa, despreciando así la libre voluntad de la mayoría de la ciudadanía británica.
Una vez hecha esta crítica tanto al actual funcionamiento como a la actitud carente de altura de miras de los eurócratas, hay que decir que, si bien es cierto, esta estructura no debería haber ido más allá de la consolidación de un área de libre circulación, el economista austriaco Hayek ya advirtió en Camino de Servidumbre de que los entes internacionales y supranacionales siempre tenderán a abarcar más poder, por lo tanto, la reversibilidad parece imposible.
Por lo tanto, ¿cuál debe ser la alternativa? Una salida de la Unión Europea no ha de interpretarse automáticamente como una apuesta por el aislacionismo y el proteccionismo autárquico y absoluto, sino por el respeto al principio de subsidiariedad. No obstante, alguien podrá preguntarse qué ocurriría con el libre comercio, con la circulación de ciudadanos europeos y con la moneda única.
Respecto al comercio, hay que decir que cada Estado podría y debería decretar la libertad comercial de manera unilateral, sin cometer los fallos del CETA (estos acuerdos son positivos, aunque fallan al mantener aranceles para mercados exteriores y armonizando regulaciones). Recordemos que solo el libre comercio puede sacar al Tercer Mundo de la pobreza.
Respecto a la libre circulación de ciudadanos europeos, hay que decir que un Estado es tan libre de ejercer su derecho a controlar sus fronteras como de no exigir visado a ciudadanos europeos y de restringir la inmigración musulmana (en otros términos, derecho a controlar la inmigración y las entradas y salidas en sus territorios fronterizos).
Respecto a la moneda única (no la usan todos los países de la UE ni todos son miembros de esta), hay que reconocer que, tal y como considera el profesor de la Escuela Austriaca Huerta de Soto, ha evitado los nacionalismos monetarios que fomentan actitudes indisciplinadas de los agentes políticos económicos. Por todo esto, es mucho menos mala que las monedas nacionales. Eso sí, además de exigir el fin del curso forzoso, debemos proponer alternativas al euro que deben basarse en el patrón oro o en otra clase de monedas privadas como el bitcoin y el hayek (ergo, fin de bancos centrales).
Una vez hechas esas aclaraciones, en cuanto a bloque alternativo, me decanto por el ingreso en el bloque de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés), integrada por Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza. Solo se exige libre comercio entre los países miembros. En lo demás, cada país tiene soberanía para adoptar sus propias decisiones.
Volviendo a lo relacionado con el establishment europeísta, impulsor de esa corrección política que tantos estragos está causando al continente, hay que decir que, en absoluto, enemigos de la libertad como el mandatario ruso, Vladimir Putin, que es un sátrapa que no cree en valor alguno, salvo en el poder, pueden ser considerados como preferibles al consenso socialdemócrata.
A su vez, conviene recordar que no es necesaria ninguna institución supranacional que defienda nuestros valores. Como dijo Benedicto XVI en diciembre de 2012, “uno no debe prever una superpotencia concentrada en las manos de una minoría […] es preferible una autoridad entendida como una fuerza moral […] o como una autoridad participativa”.
Dicho todo esto, tengamos en cuenta de que vulnerando el principio de subsidiariedad, contemplado en la Doctrina Social de la Iglesia, también se va contra los valores occidentales.