La Iglesia católica es la primera institución mundial en servicios sociales y de caridad. Gestiona 116.060 centros, de los cuales 5158 son hospitales, la mayoría en América y África. Además, atiende a más de sesenta y cinco millones de alumnos, desde la primaria a la universidad, en su impresionante y eficiente red educativa. Eso sin tener en cuenta los millones y millones de niños, adolescentes y jóvenes que reciben formación moral en las parroquias, o los que está sociedad consumista descarta y que la Iglesia recupera gracias a la impagable labor de Cáritas en todo el mundo.
Ante estas abrumadoras cifras, puede parecer insignificante que un hospital de las monjas de la Caridad de San Vicente de Paul vaya a realizar abortos o que uno de los Hermanos de la Caridad en Bélgica vaya a hacer eutanasias. Son como dos picaduras de mosquito a un elefante. Sin embargo, el problema no es numérico -entre otras cosas, porque un mosquito te puede transmitir un virus mortal que te lleva a la tumba-. El problema es que estamos ante algo que puede ser el principio del fin, aunque en realidad no es nuevo.
Juliano, el emperador romano que pasó a la historia con el apodo de “el apóstata”, ya se dio cuenta de que uno de los mayores atractivos de la Iglesia eran sus obras de caridad, y por eso, además de perseguir de nuevo a los cristianos, intentó sin éxito que los templos paganos crearan algo parecido a lo que tenían las iglesias cristianas. Juliano fracasó, pero su ejemplo ha sido imitado por muchos. Por ejemplo, tanto nazis como comunistas -estos últimos con más éxito porque duraron más- se esforzaron en acabar con toda obra social o educativa que tuviera la etiqueta de cristiano. La nueva dictadura del relativismo, que se intenta imponer, cada vez más abiertamente, con la ideología de género y con el reconocimiento del aborto y la eutanasia como derechos humanos, busca lo mismo que el emperador apóstata, los nazis y los comunistas: acabar con la presencia educativa y caritativa de la Iglesia, si ésta no se pliega a sus intereses. ¿Podremos mantener nuestros colegios si son obligados a impartir una educación contraria a nuestra visión del hombre y a nuestras leyes morales, como está pasando ya en algunos países? ¿podremos mantener nuestros hospitales si nos obligan a matar a niños, enfermos y ancianos? ¿podremos mantener los centros donde se contacta a padres que buscan adoptar con niños necesitados de ser adoptados si nos fuerzan a darlos a parejas homosexuales? ¿podremos mantener nuestros asilos de ancianos si nos condenan por no matar a un anciano cuyos familiares habían pedido su muerte, como ha sucedido en Holanda? O renunciamos a nuestros principios, o nos veremos obligados a abandonar muchos de los servicios que prestamos. Habrá que elegir y no tardaremos mucho en tener que hacerlo.
Por eso sí es importante lo de los hospitales de Irlanda y Bélgica. Son una picadura de mosquito, pero si al elefante no se le suministra a tiempo la medicina, puede morir. Es necesaria una respuesta por parte de Roma sobre éstos y otros casos. Es necesario clarificar qué comportamiento hay que seguir cuando la dictadura del relativismo nos acose y nos obligue a elegir. Dejar que cada uno haga lo que quiera no puede ser una respuesta. Como ha dicho el superior general de los Hermanos de la Caridad, que ha criticado a sus subalternos por aceptar matar, eso es fruto del secularismo extremo que invade a un sector de la Iglesia. Él ha sido el primero en denunciar el caso a Roma, oponiéndose incluso al obispo de Amberes, Bonny, que ha justificado la decisión de los religiosos belgas diciendo que hay que encontrar un “modus vivendi” con el mundo que nos rodea. Ahora es necesario y urgente que Roma hable, antes de que ese virus del secularismo se extienda, otros copien el comportamiento de estos dos hospitales, y el mosquito termine por matar al elefante.