Si alguien observara desde fuera a los españoles podría llegar a la conclusión de que todos sabemos de futbol, de política y de educación. Respecto de ésta última, al menos estamos de acuerdo en tres cosas: en que todo se soluciona con la educación, que la educación no funciona y que la culpa de la educación la tiene siempre otros.
Lo que ya no parece tan claro es qué entendemos por educación ni cómo podemos solucionarla, aunque no será por falta de propuestas. Lo irónico del tema es que de vez en cuando, nos agarramos como un clavo ardiente a una de ellas como tabla de salvación, sin que sepamos muy bien en qué consiste esa propuesta.
Si el lector escucha un debate educativo, medianamente serio, tendrá la sensación de encontrarse en medio de una tormenta donde hay demasiado ruido, muchos truenos y pocos motivos para la esperanza de salir de ella.
Para empezar, y como decía Descartes, debemos analizar el problema en cuantas partes sea posible hasta llegar a su mejor solución. El mismo consejo que me dio un sabio abad, casi centenario: “Aborda los problemas complejos dividiéndolos en parte pequeñas que sean fácil de acometer, nunca los acometas de forma global”.
Siguiendo este consejo habría que distinguir entre educación, enseñanza y formación.
La educación afecta a toda la persona puesto que tiene que ver con el proyecto integral, el sentido de la vida, el modelo de sociedad deseable, en definitiva, los valores más importantes que configuran el entramado de la vida personal y de la sociedad en la que se vive. Aquí, hoy por hoy, no es posible ningún pacto educativo propiciado por los partidos políticos. Por lo tanto, no generemos falsas expectativas ni frustraciones.
La enseñanza en cambio consiste en el aprendizaje de conocimientos, de los distintos saberes que configuran una cultura: lenguas, matemáticas, ciencias sociales, filosofía, arte, música etc. En definitiva, aquello que nos permite entender y transformar la sociedad en la que vivimos. Creo que aquí sí que debiéramos exigir algún tipo de acuerdo, puesto que participamos de un pasado cultural, histórico, lleno de luces y de sombras, como cualquier otro pueblo y de un proyecto de vida común. (Si no fuera así sería inútil intentar cualquier diálogo, porque nos faltaría la condición previa).
Por último, la formación consiste en la adquisición de conocimientos y destrezas que permiten el desempeño de una profesión mediante la cual podemos insertarnos social y laboralmente en la sociedad, ayudar a generar riqueza y, en la media en que tengamos valores, a distribuirla.
Naturalmente los tres tipos de acciones antes enumeradas no son compartimentos estancos, y tienen permeabilidad entre ellos: una buena educación es clave en el modo de aprender y realizar una profesión. Si la educación no genera personas creativas, solidarias, responsables etc., las destrezas y habilidades técnicas se pueden convertir en peligrosas.
Si la formación técnica olvida las raíces de nuestra cultura, aquellas que han alimentado nuestro modo de ser y de actuar, acabaríamos por ser meros productores y consumidores, cuyo tiempo libre se llenaría con las múltiples pantallas que tenemos al alcance de la mano.
Pero del mismo modo, una enseñanza arraigada en los valores del pasado pero que fuera incapaz tanto operativa como intelectualmente de abrirse paso en la complejidad de la sociedad presente, sería estéril, una sociedad en el mejor de los casos de poetas y filósofos nostálgicos, incapaces de progresar.
“Primum vivere, deinde philosophare”, es cierto, pero también lo es que “No sólo de pan vive el hombre”.
Realizado este primer esbozo, lo siguiente es decidir a quién compete la mayor responsabilidad en cada una de las facetas. Está claro que la tarea educativa corresponde en primer lugar a la familia, aunque por influencia inevitable, los medios de comunicación y la cultura mediática ejercen cada vez un influjo más poderoso.
En cuanto a la enseñanza, la responsabilidad mayor corresponde a la escuela, caja de resonancia de los problemas sociales, muchos de los cuales ni se originan ni se solucionan en el aula. Bastante tienen con enseñar como para hacerles responsables de todos los problemas y demandas que tiene una sociedad tan compleja.
Por último, la formación técnica y profesional debe realizarse en centros de enseñanza, pero en estrecho contacto con el sistema productivo sometido a una aceleración constante, que la escuela por sí sola no puede acometer.
A partir de esta simple acotación de dimensiones cabe plantear a los partidos políticos en particular, y a la sociedad en general de qué hablamos cuando hablamos de pacto educativo. Ya ni se habla de pacto educativo, si no es para descentralizar aún más la educación. Otros países cercanos, como es el caso de Portugal realizaron un pacto de Estado que supieron respetar pese a las alternancias políticas y los resultados son evidentes: han mejorado con políticas eficientes por encima de planteamientos ideológicos y nos han superado en cualquier ranking educativo.
No podemos seguir estableciendo un diagnóstico de los males educativos y, a continuación, anteponer los prejuicios políticos o ideológicos. Seamos serios y prácticos. Analicemos los problemas, separemos dimensiones e intentemos más que un pacto educativo general, alcanzar acuerdos nacionales sectoriales entre los cuales al menos urgen tres. Por un lado, el profesorado: su formación, selección y evaluación, en segundo lugar, la autonomía responsable de los centros y la Formación Profesional contando, claro está, con el mundo laboral.
Sólo falta añadir que lo que podamos unir y pactar no lo separen las competencias autonómicas que, en el ámbito educativo, suelen ser siempre un lastre.