El tiempo acompaña nuestro viaje. En estas fechas de Junio luce el sol intermitente y la temperatura es agradable en las tierras germanas. Refresca por la noche pero mis captores son gentiles y me suministran ropa de abrigo suficiente para dormir caliente.


Camino hacia el destierro.
Hamburgo es mi destino. El arzobispo Adaldag me espera para darme cobijo en mi nuevo hogar. Me han dicho que me recibirá con los honores y la dignidad propias de mi posición, pues me considera el verdadero Papa, y no el que ha quedado en Roma, León VIII. Yo me conformo con tener aposento y poder disfrutar de la numerosa colección de manuscritos clásicos que tengo entendido que posee. Mi corazón ya no es ambicioso, como reza el salmo, pero bien sabe el Dios altísimo que nunca lo ha sido. Si por espacio de poco más de un mes he sido el Papa de la cristiandad no ha sido por ambición o beneplácito mío sino por el consenso y la decisión popular del pueblo de Roma.


Yo, Benedicto V, he sido depuesto de la silla de Pedro a la fuerza por el emperador Otón I que me lleva al destierro al norte de la Germanía. Han sido días vertiginosos en los que me he visto involucrado en acontecimientos jamás esperados por mí y que sin duda, me han supuesto un vaivén de emociones y sentimientos que difícilmente olvidaré.


Cuando Juan XII bajó a Roma con un ejército apoyado por el rey Berengario y depuso al Papa León VIII, supe que el emperador Otón no se quedaría de brazos cruzados y tarde o temprano impondría de nuevo a su candidato. Pero poco me suponía yo que su poderoso brazo no se posaría sobre Juan XII porque moriría al poco, sino sobre un despistado servidor que ante la cátedra vacante de Pedro y el empuje y la pasión del pueblo romano se vio obligado a aceptar la silla del pescador, pasando de humilde diácono a nada más y nada menos que Papa de los cristianos. Yo esperaba que la furia del emperador callera sobre mí pero no tan pronto ni tan fácil, y es que los romanos ofrecieron poca resistencia al asedio, debilitados por el hambre y la falta de poder militar.


El emperador cabalga siempre a la cabeza de la comitiva y en los días que llevamos de viaje no se ha acercado a mí carreta en ningún momento, pero sé que no me guarda especial animadversión porque sus soldados me tratan con respeto y cuidado. En realidad entiende que he sido una inesperada pieza que estorbaba en el juego de poder que a finales de la primavera del año 964 se ha dado entre el rey de los romanos, Berengario II y su Papa Juan XII, y el emperador germano Otón I y su Papa León VIII. En medio, yo, indigno siervo de Dios, cardenal diácono, llamado “el gramático” por mis muchas letras, querido y entronizado por el pueblo de Roma en contra de los deseos de uno y de otro.


Inadecuado, inoportuno, incómodo.


El resultado no podía ser otro que la rápida y contundente deposición por parte del emperador pero le agradezco que me haya mantenido, la dignidad de diácono y la posibilidad de seguir sirviendo a la iglesia, aunque sea a un nivel mucho más humilde que la anterior.
—¿Qué ocurre?— pregunto al soldado que trota al lado de la carreta cuando la marcha se detiene.
—hacemos un descanso para abrevar los caballos,— me contesta el soldado mientras descabalga y me tiende su brazo para ayudarme a bajar. Es buena idea estirar las piernas y refrescarme la cara en riachuelo que corre a nuestra Vera.


Vivimos tiempos difíciles para la libertad de la iglesia. Necesitamos a los poderosos y ellos nos necesitan a nosotros. Reyes, emperadores y nobles, necesitan a Papas, obispos y cardenales. Los enemigos acechan las fronteras del imperio y los bandos amenazan la paz en el interior. El poder temporal se mezcla con el celestial y todo queda enfangado por las intrigas, intereses y compromisos humanos. Y yo en medio queriendo ejercer un gobierno ajeno a todo ello, simplemente apoyado por el fervor popular. Resultado: poco más de un mes en la silla de Pedro. No sé si las generaciones venideras me recordarán como un ingenuo, un fracasado o un pretencioso. En cualquier caso, he actuado en todo momento según mi conciencia y según los deseos de las ovejas humildes sin mirar a los poderosos y lo que pudieran hacer conmigo. Creo que la iglesia llegará un día en que será libre de tantas ataduras políticas y será más auténtica y humilde y se preocupará, no tanto por su poder temporal sino por su poder moral. Pero supongo que aún ha de pasar algún tiempo…


Yo me dirijo a mi destierro, lejos de los míos y de mi querida Roma, pero aceptando mi destino como parte del designio de Dios sobre mí. No me arrepiento de nada. Lo volvería ha hacer. No he ido en contra de nadie ni he ido detrás de nada. Solo he querido hacer la voluntad del pueblo y sobretodo, de Dios. Pero el corazón humano está lleno de intereses propios y ambiciones insaciables y nada puede hacer un individuo como yo, que sólo tiene fe, ante la fuerza de las armas y las intrigas de los propios obispos.


—¿Os encontráis bien?— interrumpe mis cavilaciones un relincho y una voz a mis espaldas. Es el mismísimo emperador Otón que me mira desde lo alto de su jamelgo con aire sereno.
—Si, por supuesto. No tengo queja del trato que recibo ni de la comodidad del viaje. Gracias por su interés— contesto con la misma dignidad.


El emperador se da la vuelta lentamente tras asentir con satisfacción con la cabeza. Hay veces que no hay que decir muchas palabras. Solo el gesto de cortesía ya me indica que no alberga ningún desprecio hacia mi persona, simplemente yo estaba en lugar inadecuado en el momento Inoportuno. Él tiene un imperio que gobernar y no puede dejar ningún cabo suelto y libre como yo. Lo de menos es lo que quiera el pueblo. Él sabe lo que más conviene.
Mi retiro no me asusta porque me voy a entregar a lo que más me gusta, el estudio, la reflexión y la oración. Lo que verdaderamente me asusta es lo que dejó atrás, el ser humano y sus misteriosas motivaciones y egoísmos. He querido jugar a un juego que me supera y me aturde.


Estoy satisfecho.
En realidad no he hecho otra cosa que compartir con Jesucristo su destino. A nadie hizo daño y todos le querían muerto. Fue una palabra incómoda, una palabra molesta, una palabra inoportuna. No convenía a los poderosos, no convenía a nadie. Había que silenciarlo. Solo los pobres, los invisibles y los enfermos le querían. En el eterno juego de poderes él estorbaba… y sigue estorbando.

 

"Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Pero es para que se cumpla lo que está escrito en su Ley: Me han odiado sin motivo.” (Jn 15, 20. 25)

 

 

Juan Miguel Carrasquilla es autor de este blog.