Lo explica con rotunda claridad la historiadora Elvira Roca Barea, autora del ensayo revelación de la temporada ‘Imperiofobia y leyenda negra’ (que ya va por su séptima edición): “El mundo católico no sabe defenderse de la propaganda. Cree que la verdad basta, pero no es así. La verdad no acaba con la mentira que la propaganda ha esparcido. La propaganda sólo se combate con propaganda”. O con una persistencia planificada y reiterada en la divulgación de la verdad, cabría añadir. No basta con exponerla. Hay que insistir, y hacerlo con constancia, sin complejos y sin trampas.
Roca Barea ha estudiado muy bien el caso de la leyenda negra, que es, no cabe dudarlo, el ejemplo máximo del triunfo de la propaganda sobre la verdad. Una gran mentira que tiene en el centro una visión perversa de la Iglesia Católica como la campeona de la intolerancia, con la Inquisición como máxima expresión de tal horror. Un retrato que no se ajusta a la verdad histórica, pero en el que han coincidido muchos porque les venía bien. Los datos fácticos, sin embargo, evidencian que, en la Europa de la época, donde todo el mundo pecaba de intolerante, la Inquisición no es la expresión de lo peor, sino de lo mejor. “Para empezar porque instituyó un proceso legal reglamentado, no un puro linchamiento, como era habitual más allá de los Pirineos”, explica la historiadora. Pero es que ni por procedimiento, ni por número de víctimas (apenas 1.300 en dos siglos “menos de las que produjo la francesa Noche de San Bartolomé en un solo día”), ni por el tipo de víctimas (la Inquisición evitó en España la quema de brujas tan habitual en los países protestantes), merece el Santo Oficio el terrorífico baldón que le acompaña. Un baldón tan asumido por la propia Iglesia que los dominicos de Valladolid pasaron de puntillas el año pasado sobre este espinoso asunto de su historia con motivo de los actos de celebración del 800 aniversario de la creación de la orden de predicadores, que fue, no cabe olvidarlo, la encargada de gestionar la Inquisición.
Conviene recordar todo esto para entender que los discursos anticatólicos que hoy empiezan a alarmar a una parte de los fieles no son algo que caiga del cielo. Se alimentan de un humus que se viene sembrando desde hace siglos en la cultura europea y que ha encontrado abundante munición en los relatos audiovisuales. Juan Orellana aporta un gran número de ejemplos en su imprescindible libro “Cine e ideología” (Camino, Amén, Las hermanas de la Magdalena, El código DaVinci, Mar adentro…), pero la tendencia continúa. Nuevamente hoy saltan las alarmas al ver cómo películas de base histórica como ‘Altamira’ o ‘Los últimos de Filipinas’, o series como “La expedición Balmis”, se inventan oscuros personajes sacerdotales que no existieron en la realidad, pero que sirven para alimentar los prejuicios del presente sobre el clero. Pero no sólo sobre la Iglesia. La propia Elvira Roca se muestra indignada por el modo como el relato televisivo describe la gesta de Balmis y convierte una expedición “muy noble, que fue muy compleja de montar y que respondió a un impulso muy hermoso, en poco menos que una chapuza improvisada, cuando no fue así”. Y por supuesto aparece un cura malvado “que nadie sabe qué pinta porque nunca existió”. Algo parecido ocurre en la película sobre Filipinas “en la que convierten a un cura joven que se quedó hasta el final voluntariamente y por valor en un sacerdote mayor y consumidor de opio que tampoco tiene justificación histórica. Hay como una necesidad compulsiva de falsificar lo que pudo ser noble y hermoso”, concluye.
Con todo, hay que insistir en que nada de esto es de hoy, ni nuevo. La celebración, el año pasado, del IV Centenario de la muerte de Cervantes brindó la excusa para revisar la biografía audiovisual del personaje que rodó Televisión Española en 1981, todavía en tiempos de la UCD, y que sigue siendo la única disponible del escritor. Y que no es difícil de encontrar en DVD. La serie fue dirigida por Alfonso Ungría, y contaba con un guion supervisado por el Premio Nobel Camilo José Cela. Pese a ello está lejos de poder ser considerada como una visión definitiva del personaje, al modo como podría serlo, por ejemplo, la “Teresa de Jesús” de Josefina Molina y Concha Velasco. Pero, sobre todo, es un ejemplo perfecto de la pervivencia de la leyenda negra anticatólica entre nosotros, y de cómo a nuestras élites ilustradas no sólo no les bastan las mentiras foráneas, sino que están dispuestos a inventarse mentiras propias. Dado el relevante papel que la Inquisición juega en esta serie nos ha parecido oportuno revisarla con una cierta amplitud. Porque de aquellos polvos vienen los actuales lodos. Y no se recuerda que el enfoque que la serie daba del Santo Oficio y su relación con el novelista generara en su momento ningún tipo de polémica social o controversia.
No es éste un asunto menor, pues ya desde su propia concepción era uno de los objetivos principales de sus creadores de la serie ‘Cervantes’. El propio Alfonso Ungría reconocía, en declaraciones a El País, justo antes del estreno: “Creo que ni en la televisión ni en el cine español se ha dado hasta ahora un tratamiento de la Inquisición y de la Iglesia de la época que respondiese a la realidad». La cuestión es, ¿podemos considerar logrado el objetivo? ¿Ofrece esta serie un relato justo? ¿Es real esa realidad?
Lo primero que hay que decir al respecto es que nos encontramos con un primer problema grave: no existe constancia oficial de que la Inquisición abriera ningún proceso ni investigación contra Miguel de Cervantes, ni de que persiguiera a su Don Quijote, tal y como la serie de televisión plantea. De hecho, la obra salvó la censura eclesial prácticamente sin incidentes y su autor tan sólo se vio obligado a suprimir un pequeño fragmento de la segunda parte, en el capítulo XXXVI. Concretamente, lo siguiente: “…las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada”. Afirmación en la que posiblemente hoy estaríamos más dispuestos a dar la razón al escritor que a sus censores. Es verdad que la familia de Cervantes probablemente tenía orígenes judíos, y que los ocultaba, en una época en la que la corrección política pasaba por ser cristiano viejo. Pero tanto él como los suyos eran católicos sinceros, y la Inquisición sólo perseguía a los cristianos nuevos si creía que mantenían las prácticas de su vieja religión bajo la apariencia de la nueva fe.
Pese a ello, la serie de TVE de Alfonso Ungría se inventa una pertinaz e insidiosa persecución del Santo Oficio contra Miguel de Cervantes que, para mayor abundamiento, concluye en un teatral juicio posmortem, con condena incluida al escritor ya fallecido. Es más, la biografía televisiva sugiere, incluso, que la imposibilidad de encontrar la lápida del novelista (aparecida muy recientemente) en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, donde se le enterró, puede estar relacionada con el acoso de la Inquisición y la destrucción fanática provocada por sus seguidores. Pero la constatación de que todo ello tiene visos de manipulación intencionada y de despropósito llega al final cuando la voz de un narrador admite que el proceso contra el escritor que la serie acaba de recrear, con todo lujo de detalles, en el último capítulo, realmente nunca se produjo, que ha sido una licencia de los guionistas. Y aun así se justifica la legitimidad de semejante invención (que ha marcado inconscientemente las convicciones y creencias de varias generaciones de espectadores), en la persecución oficiosa que, presuntamente, debió sufrir el novelista, aunque no figure en ningún registro del Santo Oficio, pese a la meticulosa pulcritud con que este tribunal registraba todos sus procedimientos.
Esta invención lleva a la serie televisiva a conceder un protagonista estelar, y narrativamente muy relevante, a un imaginario inquisidor del Santo Oficio ocupado en el empeño de amargarle la vida a Cervantes, mientras que toca prácticamente de refilón el papel esencial jugado en la vida del novelista por un religioso bien concreto, real y documentado: el padre redentorista trinitario Fray Juan Gil, la persona que logró reunir el dinero necesario para rescatar de su cautiverio en Argel a quien luego escribiría El Quijote. El hombre que, por decirlo claramente, le salvó la vida, y al que debemos, siquiera sea indirectamente, todas las obras que Cervantes pudo escribir.
Al novelista le había perjudicado una carta de gratitud y alabanza que le entregó Don Juan de Austria tras la batalla de Lepanto, y que provocó que los berberiscos que le apresaron le consideraran, equivocadamente, una personalidad importante y, en consecuencia, reclamaran por él un rescate muy superior al habitual. Un rescate que sus padres y hermanas eran incapaces de reunir, ni siquiera recurriendo a los préstamos, como hicieron. Por ello, el papel de Fray Juan Gil fue esencial, pues completó los recursos familiares con parte del fondo general que su orden recaudaba, mediante limosnas, para el rescate de cristianos sin recursos, e incluso con parte del dinero que había sido aportado por los familiares de otros presos, y que tomó prestado para salvar a nuestro hombre, como relata con detalle Isabel Soler en su breve, pero imprescindible, libro “Miguel de Cervantes: los años de Argel”.
No sólo eso, sino que únicamente el empeño y la diligencia del trinitario impidieron que Cervantes terminara en Constantinopla, con un destino incierto, pues el acuerdo con el moro Hasán Veneciano se alcanzó justo cuando estaba a punto de partir el barco que iba a trasladar al novelista, junto a otros muchos otros presos cristianos como él, a Turquía, y en el que Don Miguel ya había sido embarcado.
Además de todo ello, Fray Juan Gil jugó un papel esencial en la elaboración de “La información de Argel”, el informe con el que el escritor avalaba la limpieza de su comportamiento y su lealtad a la fe cristiana durante sus cinco años en aquella región. El informe respondía a las maledicencias, bien reales en este caso, del dominico Juan Blanco de Paz, que efectivamente sí intentó perjudicar la reputación y la fama de Cervantes. Pero no en nombre de la Inquisición, ni de ninguna otra institución, sino a título particular y por su propia maledicencia. Y para su defensa Don Miguel contó con la decisiva y desinteresada colaboración de ese otro religioso, del redentorista trinitario Fray Juan Gil. La mención que se hace de esta enorme labor en la serie televisiva es puramente anecdótica; un mero apunte. Pero no fue percibida así por el afectado, que quedó agradecido de por vida hacia la orden que le había salvado la vida. Por ello, en la hora de su muerte pidió ser enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid.
La serie “Cervantes”, interesante, con todo, por su recreación de lugares, costumbres populares y ambientes, entre otras virtudes, y valiosa por ser la única recreación audiovisual de la vida del escritor, es, sin embargo, un ejemplo perfecto de cómo ha ido sesgándose la percepción social de la Iglesia mediante operaciones narrativas tan sencillas como las descritas: reducir el papel de los actores eclesiales objetivamente positivos y favorables, en favor de los protagonistas más siniestros y oscuros, incluso si estos son, en gran medida, inventados o fruto de la pura imaginación.