En mi trabajo como traductora y "buscadora" de artículos para proponer al portal Religión en Libertad he leído esta magnífica explicación de sobre un díptico que, ¡oh sorpresa!, incluso está en España y, más concretamente, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Creo que por su extraordinario interés en esta Octava de Pascua, en la que celebramos la Resurrección del Señor, este texto puede ayudarnos a comprender lo que acabamos de vivir en el Triduo Pascual. Así sucedía en la Edad Media, cuando las obras de arte no eran sólo tales, sino que eran verdaderas catequesis que ayudaban a los fieles a vivir el tiempo litúrgico en el que se encontraban, y los artistas eran también teólogos que guiaban a los fieles, con sus obras, hacia el Señor.

Por eso he decidido traducirlo. ¡Feliz Pascua!

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Un artista anónimo, activo en Westfalia en los primeros decenios del siglo XV, realiza un díptico de extraordinaria belleza simbólica. Una de las imágenes celebra la virginidad de la Virgen mediante la iconografía del Hortus Conclusus; la otra, en cambio, ilustra la Redención, que rompe con los antiguos esquemas e inaugura una nueva economía de salvación, en la que la protagonista sigue siendo la Virgen María.

Son temas y símbolos contracorriente hoy en día, pero que en el marco de un año eminentemente mariano como es el 2017, en que se celebra el centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima, vuelven a estar en primer plano, por lo que habría que resaltarlos. 

La inusual iconografia de la cruz braquial nos ilustra la profundidad de la redención, sus símbolos y sus actos salvíficos. Se llama cruz braquial o viva porque de sus extremidades surgen manos operosas que indican lo que la muerte y resurrección de Cristo han introducido en la historia. Cristo está, efectivamente, colgado en la cruz y aunque la herida del costado es evidente, lo que indica que el divino Condenado ya ha fallecido, tiene los ojos abiertos y una piel nívea, indicios de la resurrección. Se trata de una admirable fusión entre el Christus passus y el Christus Triumphans, es decir, entre el Cristo de la Pasión y el Cristo glorioso de la Resurrección.

Las cuatro manos muestran los modos de lectura de la obra. En la parte superior, una mano dirigida hacia el Cielo sujeta las llaves de la Jerusalén celeste (las que le fueron entregadas a Pedro). En la parte derecha, una mano sujeta la espada y decreta el final de la antigua economía hecha de sacrificios y que no conseguía romper las cadenas del antiguo mal: el pecado original.

En la parte inferior del cuadro, desde la profundidad de la tierra emerge una tercera mano que, sujetando un martillo, golpea al enemigo número uno del hombre: la muerte. La última mano, a la izquierda, es una mano que bendice y testimonia el poder salvífico de la nueva economía de salvación instaurada por Cristo.

La luz proviene de la derecha e ilumina, sobre todo, las escenas del Antiguo Testamento: el altar del Sacrificio, que ya no es necesario porque otro Sacrificio ha sido instaurado. El estandarte de los poderes de este mundo está partido por el poder soberano que Cristo ha revelado con su Resurrección. Adán y Eva, en la parte superior, y la calavera con la serpiente y la manzana en la boca, suspendida entre las hojas de acanto, nos hablan en cambio de la derrota última y definitiva del pecado de los orígenes. Un hombre vendado, emblema del Primer Testamento, permanece inerte ante el altar del sacrificio, trasformado en un ser inútil por el Sacrificio con "S" mayúscula que fue el de Cristo en la cruz.

En el otro lado de la imagen, Jesús se inclina hacia su Madre, que sostiene un estandarte, referencia al canto de la tradición antigua Vexilla regis, y un cáliz. María es corredentora y nos indica los medios de la salvación eterna: la cruz (el estandarte) y la Eucaristía. Esta es el sacramento que, tras la incorporación acaecida con el Bautismo, nos Cristifica, es decir, nos hace Presencia de Cristo en el mundo. En la parte alta, de hecho, en el brazo horizontal de la cruz, María sostiene ante el Papa la Comunión eucarística: se trata de las dos dimensiones de la Iglesia, la mariana y la petrina, sostenidas por el Sacramento por excelencia que es, efectivamente, la Eucaristía. A los pies de María, el otro polo de la dimensión petrina: la Palabra. Sólo el Cordero es capaz de abrir los sellos y leerla. Sólo el Magisterio que mantiene la comunión con Cristo mediante Pedro y los Sacramentos es capaz de interpretar rectamente la Palabra.

En la voluta de acanto (otro símbolo de la Resurrección) resplandece, opuesta a la serpiente, la Iglesia Esposa de Cristo, de la que María es la personificación. En resumen, un universo simbólico que educaba a los creyentes en la vida sacramental y en los fundamentos de la fe católica. Símbolos que realzan los aspectos hoy en día ensombrecidos por una teología reformista que, sin embargo, no siempre consigue lidiar con el amplísimo corpus de referencias vetero-testamentarias que los hombres de la Edad Media, en cambio, tenían siempre muy presentes y vivos.

Es sorprendente, por la concepción teológica que la Edad Media tenía respecto a la mujer, el énfasis de María que muestra –podríamos decir, "en-seña"– al Papa el Misterio Eucarístico. Ella, que fue el primer ostensorio de la humanidad, es –según este hermoso retablo alemán–, la única a la que hay que invocar para que se pueda volver a una comprensión plena y total del Misterio central de nuestra Fe: el Dios con nosotros presente por antonomasia en el Sacramento del Altar.

Sor Gloria Riva
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Helena Faccia Serrano
elrostrodelresucitado@gmail.com