Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
«Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario. Entró el otro discípulo; vio y creyó»
«Quiero ver en mis caídas oportunidades. En mis pecados, un milagro de misericordia. Quiero tener más vida en mis días. Y menos muerte. Quiero vivir con más esperanza. Y desterrar la amargura»
«Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario. Entró el otro discípulo; vio y creyó»
«Quiero ver en mis caídas oportunidades. En mis pecados, un milagro de misericordia. Quiero tener más vida en mis días. Y menos muerte. Quiero vivir con más esperanza. Y desterrar la amargura»
Me gusta pensar en la mirada de Jesús. Tantas veces posó en su vida su mirada sobre los hombres. Esa mirada suya que comprende, enaltece, acoge, perdona. Pero yo tantas veces no he sido mirado así. En muchas ocasiones he notado la ausencia de una mirada. Tal vez mis heridas hondas no provienen de acciones, sino de omisiones. La ausencia de una mirada. Fui invisible. No me vieron. Y en esa ausencia de mirada noté el frío del olvido o del desprecio. De la indiferencia, o de la desilusión. Y el alma se turbó al no ser mirada. Es verdad que otras veces noté una mirada fría, de desprecio, de desencanto. Esa mirada que se posó en mí muy levemente. Me dejó indefenso, juzgado, condenado. A veces noté en mi vida la mirada del juicio o de la condena. La misma mirada que sufrió Jesús al ser elegido Barrabás antes que Él. Esa mirada de desprecio. O de un odio infundado. No siempre tiene que encontrar el corazón razones para odiar. Duele esa mirada del juicio. De la burla. Del ataque consciente. Esa mirada de rechazo. Cuando no fui acogido, cuando me despreciaron. Y sufrí el dolor entonces de la soledad. Porque la soledad no buscada es áspera. Hiela el alma. Me hace sentir olvidado en medio de tantos hombres que veo en torno a mi vida. ¡Cuánto importa la mirada! Mirar bien. Ser mirado. Nos sostiene la fuerza de una mirada. Nos hunde su ausencia, su vacío ciego. Jesús ha forjado su corazón en el hueco de la mano de su Padre y es firme como una roca. Recibe las tormentas y la calma con la misma paz sagrada. Lo vive todo con el mismo amor. Yo no soy así. Yo voy y vengo, zarandeado en mi barca según mi mundo de sentimientos, según las circunstancias, según el reconocimiento de los demás, según las miradas que me acogen o rechazan. Por eso me conmueve ver a Jesús en estos días sagrados. Jesús me mira mientras sufre el rechazo. Tal vez me sostenga su mirada desde la cruz. Jesús recibe mis promesas de amor, frágiles, como un tesoro. Aunque luego falle, aunque luego caiga y huya. Quiere recibir mi sed desde el dolor del madero. Me gustaría ser como Él, y tener como Él el corazón asentado sobre roca y no sobre arenas movediza. Su amor es inamovible. No cambia de un día para otro. Yo sí cambio. No depende de las miradas que recibe. Yo sí dependo. Él siempre está ahí. Con su paz. Me ama sin condiciones. Sin pedirme nada a cambio. Esa mirada me salva. Pero yo me olvido. A veces creo que no la conozco. No sé cómo me mira. Quiero detenerme ante Él, mirarlo cara a cara. Tal vez en el cielo será así, será pleno. Aquí en medio de mi barro me turbo y dudo. Tal vez son mis ojos los que no saben mirar y juzgan. Y mi alma alberga en lo más hondo la duda. Y no sé si Jesús me quiere tanto como a Juan aquella noche. O a Pedro después de cantar el gallo. No lo sé. No lo veo. Me miro a mí mismo en mi pecado y me turbo. Y no creo que su mirada pueda ser mejor que la mía. Lo incondicional me resulta tan ajeno. Amar la fealdad. Preferir lo despreciable. Elegir la derrota. Abrazar el fracaso. Desentrañar bajo la apariencia detestable una belleza inigualable. Me cuesta creer en una mirada así. Dudo de mi mirada. Dudo de esa mirada de Jesús. ¿Quién soy yo para Él? Esta semana de las negaciones, de la muerte y la vida. Esta semana de la verdad que se desvela ante mis ojos. ¿Cuánto valgo para Él que dice amarme con locura? Me cuesta creer en esa mirada que admira, que se enamora, que opta y elige. Yo no soy así, por eso tiemblo. Porque prefiero la vida a la muerte, el éxito al fracaso, la belleza a la fealdad, la honradez al engaño. Porque hasta mi propio pecado me parece siempre detestable y no digno de misericordia. Porque yo mismo no paso por alto mis errores, mis caídas, mis límites. Y me enervo cuando no doy de sí todo lo que quiero. Y no llego a cubrir todas las perfecciones que yo dibujo imperfectas. Y deseo en el fondo de mi alma una mirada pura que sólo vea el bien que hago. Y descubra en mis torpezas un amor hondo e incondicional. Me gustaría mirar así. A Dios, a los demás, a mí mismo. Quiero que Jesús me mire como miró a Pedro. Cada vez que caigo. Cada vez que tiemblo y duermo. Esa mirada honda e inconfundible que me levanta. Yo la deseo y la busco cada día.
Recorro cada día de esta semana santa. Y me doy cuenta de lo único importante en medio de mi camino. Mi alma sólo desea amar y ser amada. Es el deseo más hondo que tengo. El más real. El más herido. Porque tantas veces compruebo que no sé amar. Amo con celos, con envidias. Amo controlando, queriendo cambiar a aquel a quien amo. Amo reteniendo, exigiendo, pidiendo. Amo esperando más de lo que puedo recibir. Soñando con lo que no poseo. Amo queriendo poseer y no lo logro. ¡Cuánto me cuesta amar de forma madura! En Betania Jesús amó hasta el extremo. Amó a sus amigos en esos días de angustia. Cada noche volvía a casa. A su hogar. A tomar aire para el día siguiente. Se acercaba la hora. Y allí amaba y era amado. En Betania María rompió un frasco de perfume a los pies de Jesús. Y todo se llenó de olor a nardos. Cuando el frasco se rompe no se puede retener el perfume. Así suele ser en la vida. Cuando me doy rompiéndome ya no puedo ser egoísta en mi amor. Me rompo. Se derrama la fragancia de mi entrega. Pero a veces soy mezquino. Doy sólo cuando recibo. Me doy sólo en la misma medida en la que me creo amado. Uso una medida pequeña y no me vacío, no me rompo. No se llena la vida de la fragancia de mi amor. La mezquindad huele a sepulcro cerrado. La generosidad es un hogar de puertas abiertas en las que entra la luz de la vida. El olor de una vida que se da sin límites. El amor que no se expresa en gestos languidece y muere. Se enfría. Se enturbia. Decía el P. Kentenich: «El amor es hacer lo que le alegra al amado. El matrimonio en el cual tenga cabida la ternura, la caricia desinteresada, un pequeño gesto de amor, un saludo cariñoso, una palabra benevolente, un piropo halagador, verá cómo florece su amor y se mantiene siempre joven y lozano». Cuando faltan esos gestos, el amor no sobrevive. El corazón se llena de oscuridad. Desaparecen los colores y la fragancia del perfume. Me cuesta amar. Demostrar que amo. Y también me cuesta recibir amor sin exigir. Recibirlo como un niño. Con el corazón abierto. Sin pedir nada. Sin reproches. Me cuesta dejarme amar. Miro a Jesús siendo amado por María en Betania. Veo esa generosidad de gestos. El olor del perfume derramado. La sobreabundancia. Tanto amor me parece exagerado. Me incomoda. Me cuesta recibir el amor de los demás. El amor de amistad. El amor desinteresado. Aceptar los gestos de amor. El abrazo. La caricia. La ternura. Tal vez es más fácil no recibir amor. O tal vez me endurezco al no haberlo recibido y prefiero permanecer encerrado dentro de mi sepulcro. Sin amar. Sin ser amado. Es el misterio de los días de la semana santa. Aprender de Jesús que me ama hasta dar la vida. En un gesto de amor excesivo. Se deja matar. Deja que lo odien hasta su muerte. No logra cambiar los corazones. Y Él, en silencio, los sigue amando. Leía el otro día: «Jesús no está alentando la pasividad. No conduce a la indiferencia ni a la rendición cobarde ante la injusticia. Invita más bien a ser dueños de la situación tomando la iniciativa y realizando un gesto positivo de amistad y de gracia que puede desconcertar al adversario»[1]. Desde la cruz en un gesto último Jesús me ama. Me conmueve. Me duele. Me cuesta recibir amor cuando estoy herido. Me revuelvo. No quiero. El corazón de Jesús estaba herido. Y en la cruz acogía el amor de los pocos que a sus pies entregaban su perfume en esa hora última. Esas pocas mujeres. Juan. Nicodemo. José de Arimatea. Pocos amando a Jesús en esa noche ciega. En esa noche de ruidos y de odios. De pocas palabras. De mucho rencor. Cuando algunos pensaban que hacían el bien al matar a un hombre. Y otros creían que en esa tragedia la vida dejaba de tener sentido. El principio de una época nueva para algunos. El final de muchos sueños para otros. Quiero detenerme ante este Cristo llagado en estos días. Sus heridas me hablan de mis heridas. Me duele el alma. Quizás me falta la capacidad de amar. Esa madurez para vivir el amor en exclusividad, el amor de amistad, del amor de hijo, el amor de padre. Las heridas me impiden amar bien tantas veces. Me busco tanto a mí mismo al pretender entregar la vida. Busco moldear a mi medida a los que amo. Que sean como yo quiero. Para que cumplan mis planes. Para que se adapten a mis deseos. Me incomoda la excesiva originalidad de mis amigos. Los rechazo cuando no se acomodan a la forma de vivir que yo he elegido. A mis gestos de amor. A mi forma de entregarme. Jesús me ha enseñado otro camino y no acabo de recorrerlo. Ese amor que acoge en la diferencia. Que no exige. Que no quiere cambiar al amado. Ese amor que no tiene límites. Que no lleva cuentas del mal recibido. Menos aún del bien realizado. Un amor que ama a todos. No sólo a los que me aman. Ese amor me parece imposible. Comer con pecadores. Amar al que me rechaza. Aceptar al que está roto. Besar al que busca mi muerte. Al que no quiere mi vida, ni mis logros. Y se alegra con mis caídas. Amar con gestos firmes. No con huecas palabras. Con abrazos sinceros. Amar en la verdad. Sin querer cambiar la realidad. Aceptando el camino como es. Sin miedo a sufrir en la entrega. Amar sirviendo. A los pies de la persona amada. Con perfume. Con agua y un paño para lavarle los pies. No es tan sencillo amar desde abajo. Con humildad. Como un mendigo. Como esa última cena en la que se puso a los pies de los suyos para enseñarles un camino.
Jesús toca el fracaso como lo he tocado yo tantas veces. Lo toca antes del domingo de ramos, mucho antes. No todos lo quieren. Muchos lo juzgan. Lo rechazan. Hablan de Él. Malinterpretan todos sus gestos de amor. Lo condenan por sus palabras que son palabras de vida eterna. Él, que lo ha dejado todo por los hombres y ha pisado sus mismos caminos. Él, que se ha dejado el corazón hecho jirones en tantas vidas que ha tocado. Él, que sólo ha pensado en mi bien, en el de los heridos y ha pasado haciendo el bien. Sólo eso. Es injusto. El juicio de los hombres es injusto. Me duele muy hondo. Pienso en su dolor del alma. Ese dolor más agudo que todo el dolor físico que le tocó padecer. Pienso en lo que sentiría Jesús al entrar en Jerusalén. Hay en allí un lugar llamado «Dominus Flevit». Allí Jesús lloró. Allí se detuvo y su corazón se llenó de lágrimas. Sufrió por los hombres a los que había acompañado. Sufrió y lloró por tantos hombres heridos. Lloró por su dureza de corazón. Una persona me decía hace poco: «Yo ya no creo en Dios, ni en su Iglesia. Y han pasado cosas que me dan la razón. Yo no rezo por nadie». Me dio pena su dureza, su amargura. Decidí rezar por él. Por su corazón herido. Jesús lloró por los heridos. Lloró mirando Jerusalén, su ciudad tan amada. Lloró al entrar el domingo de ramos. Lloró al escuchar sus juicios y condenas contra Él. Lloró al sentirse atado de manos, clavado en sus manos. No podía abrazar, sólo llorar. No cabían las sonrisas, sólo la pena. Había fracasado con los hombres. Les había hablado de amor y ahora recibía odio. Les había hablado de esperanza y veía la oscuridad dibujada en sus ojos. Les había hecho mirar las estrellas, y los veía mirando la noche de sus almas. ¡Cuánto fracaso! Había devuelto la vista a un ciego, había dado esperanza a los pecadores, había salvado a una mujer adúltera, había levantado al cojo y devuelto el habla al mudo. Había dado la vida a un muerto. Y ahora quieren acabar con tanto milagro. No es posible soportar tanto amor. Eso me impresiona. Jesús no quiere morir. Pero es el Hijo obediente y no teme entrar en Jerusalén. No quiere morir ni que le hagan daño, pero no huye. ¿Por qué no huye? Jesús ama a los hombres. Y siente que ha llegado su hora. Él es el hombre libre por dentro. El hombre más libre. Hace lo mismo que hizo cada Pascua. Va a Jerusalén con los suyos. No cambia nada. No se cierra. Cena esa última noche la Pascua con sus amigos. No cambia sus costumbres. Comparte la intimidad de la comida. Como si no tuviera miedo. Yo admiro esa libertad de Jesús. Oye en su corazón la voz de su Padre, la voz de sus amigos, de los que quieren proteger su vida. Pero no se detiene ante el miedo que siente. Ante la presión. Ante la persecución. Camina a la luz del día por las calles de Jerusalén. Y será prendido en la oscuridad de un huerto. Pasa por una de las puertas a plena luz del día, delante de todos. Con sus amigos. Con paz. Pero será juzgado en la oscuridad de la noche, sin nadie que lo defienda. Jesús fracasó. Es cierto que Él tiene su hogar en el corazón del Padre siempre. De ahí le venía la paz. Cuando lo rechazan y cuando lo alaban mantiene la calma. Él ama a los hombres con la misma ternura, compartiendo la alegría o el dolor. Tengo miedo de no saber acompañarlo estos días y que fracase conmigo como lo hizo con sus apóstoles. Sólo Juan se mantuvo fiel en la cruz. ¿Acaso no fue un fracaso? En realidad ya no lo sé. No sé si Jesús veía este mismo fracaso que yo veo. Su mirada no es la mía. Yo interpreto que su vida hubiera sido un éxito si en vida muchos hubieran seguido sus pasos. Pero no es así. El éxito de Jesús soy yo hoy consagrando su cuerpo y su sangre, haciendo milagros al perdonar los pecados. Su triunfo son tantos mártires que hoy siguen viviendo una semana santa en sus vidas al ser perseguidos y dar la vida por fidelidad a Cristo. Su triunfo son tantos santos reconocidos y anónimos que amaron a Dios hasta el extremo dando la vida por sus amigos. Ese éxito a veces no lo valoro. Porque veo mis caídas y pienso que ya fracaso de nuevo y soy más de huir ante el dolor que de permanecer fiel en la cruz. El otro día escuché que el dolor es inevitable, pero que el sufrimiento es opcional. El dolor tiene algo de objetivo. El sufrir está en mis manos. Yo decido cómo miro mi vida, mi realidad. Y sé que «el valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento»[2]. Decido qué hacer cuando caigo. Como decía Travis Bradberry: «Los errores son consecuencia de haber corrido riesgos o de haber intentado conseguir algo que no era fácil. Recuerda que el éxito reside en la capacidad para levantarse después de un fracaso». No quiero frustrarme. Pero yo a veces tengo otras categorías. Caigo y me cuesta volver a levantarme. Estoy seguro de que Jesús sabe más que yo. Y en medio de esa noche de la última cena. Y en la oscuridad de su vía dolorosa y el Calvario. Jesús guarda una certeza: su vida había merecido la pena. Me parece increíble, ve más lejos que yo. Seguro que sus ojos ese día veían más que yo. Donde yo veo abandono, Él ve corazones enamorados con miedo. Donde yo veo traición, Él ve sólo decepción, fragilidad y amargura. Donde yo veo injusticia, Él ve terquedad y dureza del alma. Esa mirada suya me sorprende. Su triunfo es el amor que sembró en algunos corazones. Eso basta. Y yo mido el éxito en otra categoría. Jesús opta por abrazar todo lo humano, todo lo mío, la alegría de hoy y el dolor de mañana. Ve en mis fracasos una semilla de éxito. Este domingo de esperanza escucho: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta». Jesús se levanta de su fracaso humano. Vence la muerte. Jesús me enseña a cambiar mi mirada, mi corazón. Él descubre en mi pecado un rayo de pureza. En mi alma impura ve la inocencia más bella. Me impresiona. Jesús acoge la nostalgia que sufro y la ilusión que me levanta. La alegría de la amistad y el áspero sabor de la soledad. Pienso que Jesús no pudo llegar a todos en su corta vida de hombre. Es verdad. Pero a la vez veo cómo la Iglesia ha sido hogar para tantos. También hoy a Jesús le cierran la puerta. Como a mí tantas veces. Saboreo su fracaso al chocar con la cerrazón del corazón humano. Miro más allá de mi fracaso. Yo sólo siembro. Dios recoge. Le pido en estos días otra mirada para ver la luna llena que brilla en medio de la noche más oscura de un huerto. Y mi alma se llena de un amanecer que sólo imagino. Me gusta su mirada desde su cruz, desde mi cruz. Cuando mira mi vida exitosa aunque yo crea que está llena de fracasos. En mis caídas ve oportunidades. En mis pecados, un milagro de misericordia. Esa forma de vivir es la que deseo en este tiempo de Pascua. Quiero tener más vida en mis días. Y menos muerte. Quiero vivir con más esperanza. Y desterrar la amargura.
Esta semana me miro en Pedro. Como él siento muchas veces que soy capaz de todo. Le digo a Jesús que lo quiero con locura. Que estoy dispuesto a seguir sus pasos en la cruz. Pero luego me entra el miedo. Dudo. Digo que no lo conozco. Que no sé de qué me hablan. Que no soy de los suyos. El miedo me vuelve cobarde y huidizo. No estoy dispuesto a seguirlo sufriendo. Me pasa también como a Judas. Que me he enamorado de un Jesús poderoso y no tolero su debilidad, su vulnerabilidad, su impotencia. Y mi amor deja paso a la traición. No de golpe. Poco a poco. Porque una gran traición o infidelidad va precedida de pequeños actos u omisiones que debilitan mi amor. Me cuesta admirar a Jesús frágil. No puede hacer nada por mí. Me alejo. No me da seguridad. Judas tuvo miedo del fracaso. Me pasa a veces como a él, dudo y niego. Quiero sólo la gloria, la fama o el éxito. Me asusta la soledad de la cruz. La dureza del madero. La angustia de esos clavos que destrozan mi piel. Una persona rezaba: «He entregado, Jesús, mis negaciones. Las que me alejan de ti. Las que me duelen. Me siento débil cuando pienso en ello. Me gustaría ser fuerte siempre. No dudar nunca. No caer. Vencer los miedos. Tocar los cielos. Las alturas. Te he negado muchas veces. Más de tres seguro. No quiero correr riesgos. Necesito encontrar tu mano. Volver a empezar. Desde cero. Me da miedo caer y no levantarme. Negarte. No quiero. ¿Me amas? Dudo. Tú lo sabes todo. Pero no me siento capaz de amarte bien. Con toda mi alma. Sin cansarme. Conoces mi alma. Lo que soy. Pobre. Te quiero. Te amo. Pero caigo y claudico. Me olvido de mis buenas intenciones». Me veo coronado de espinas, objeto de burlas, de desprecios, y tengo miedo. Yo que me creo a veces tan importante luego soy débil. Me da miedo la cruz. Decía Jean Vanier: «Tenemos que ir descubriendo dónde están nuestros miedos. No tengan miedo de conocerlos». Necesito ponerle nombre a mis miedos. No quiero perder lo que poseo. No quiero el sufrimiento, me da miedo. La soledad. El abandono. Y me da miedo a veces ese Dios que sólo me pide que lo quiera y acompañe. Decía Jean Vanier: «Tengo miedo de rezar porque me da miedo que Dios me pida cosas que yo no quiero hacer. ¿Qué imagen tengo de Dios? No es así cómo funciona. Jesús necesita que yo venga. Necesita ser consolado. Porque Jesús está muy herido. Porque mucha gente no lo quiere. Porque mucha gente se burla de Él. Mucha gente no se da cuenta de la vulnerabilidad del corazón de Jesús. Nos cuesta reconocer la vulnerabilidad del corazón de Dios. Que tiene tantas ganas de dar la vida, de liberarnos, de que seamos hombres maduros, felices». Jesús quiere mi felicidad, quiere la luz de la gloria. Me da miedo a mí la oscuridad del túnel. Ese paso delicado y duro que recorro en sus clavos, en la lanzada que abre mi costado. Tengo miedo de abrazar mi cruz poniéndole nombre. Reconociendo mi miedo. Miro a Pedro que se esconde y niega, y canta el gallo, y llora en esa noche de tormenta. Y su alma valiente toca su vulnerabilidad. Y se asusta de su propio vacío. De su pecado inconfesable. Jesús lo miró esa noche desde lejos. Sin reproche, sin amargura. Una mirada de cariño. Como cuando los encontró dormidos mientras Él oraba. No fueron capaces de velar una hora. Pedro no fue capaz de dar su vida por sus amigos. Tenía miedo. Como yo tantas veces que me lleno la boca de vacuas promesas. Y luego me quedo frío ahogado por mis miedos, por mis esclavitudes y egoísmos. Jesús me pide que coja mi cruz. Que no lo niegue y no deje de seguir sus pasos con los pies heridos, con las manos abiertas, con la voz quebrada. Apenas un poco de fuego en mi alma. Le pido ver su rostro. Tocar la luz que sale de su herida. Me conmueve pensar esta noche santa en la luz de la vida. La muerte no tiene la última palabra. Ni el miedo. Ni la herida. Ni la fragilidad. Ni sus cinco llagas. La última palabra la tiene el amor de Dios sobre mi vida. Me quiere tanto Jesús y desea que viva. No que me encierre debajo de la lápida corrida. En la oscuridad de una gruta escondida. Quiero recorrer el camino a la cruz con Jesús. Hacerlo en tantos que sufren cruces dolorosas. Decía el papa Francisco: «Jesús eligió identificarse con estos hermanos que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz». Jesús sufre con los que sufren. Yo quiero sufrir con los que sufren, con los que cargan cruces pesadas. Quiero besar sus cruces. Besar la cruz de aquellos a los que amo. Miro con misericordia a los que viven la amargura de sus vidas en la herida abierta de Jesús. Quiero recordar hoy sus nombres y clavarlos en el madero de la cruz. Me duelen sus heridas, su dolor. Miro ese madero del que brota la vida. Jesús abrazado a su madero. Yo abrazando al que sufre, al Cristo sufriente. La última palabra la tiene siempre el amor. Es una palabra de esperanza, de vida. Beso la cruz. Beso hoy la de Jesús. Beso también mi propia cruz.
Pasar por la muerte es parte del don de vivir. Creo que necesito aprender a vivir para saber morir. O aprender un poco a morir a muchas cosas para vivir de verdad. Me da miedo quedarme en una forma de vivir vacía y superficial. Cuando lo que Jesús me promete es una vida plena. Hoy escucho «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». Necesito aprender a morir a tantas cosas del mundo. Quiero ser humano, pero no mundano. Y me vuelvo mundano cuando adopto los criterios del mundo. Cuando dejo de ser humano al alejarme de los hombres pretendiendo buscar sólo a Dios. No miro con las categorías de Dios, mido todo con el pensamiento del mundo. Y vivo incluso entre los extremos. Mucha oración en soledad y mucho mundo que se me pega a la piel. Dos extremos que no se tocan. Vivo roto por dentro. Atado a dos mundos separados. Como si fueran irreconciliables. Y de repente comprendo que en su encarnación Jesús reconcilia los extremos. Hace posible que se puedan unir el mundo de Dios y mi mundo tan humano. Dios y yo. Dios y mis problemas. Dios y mis tentaciones. Todo unidos en mi batalla diaria por vivir. Quiero ser más humano y menos apegado al mundo. Más de Dios y con menos miedo a la muerte. Pero no me alejo del mundo como si todo en él fuera malo. Jesús vino a redimir lo que estaba perdido. Vino a salvarme a mí en el mundo. Vino a salvar el mundo. En sus manos humanas la vida cobró un sentido nuevo. Comió con pecadores. Curó en sábado. Cambió normas que parecían irrenunciables. Habló con palabras llenas de vida eterna. Me mostró el camino del anonadamiento que pasa por la cruz, por el rechazo, por la renuncia. Como un paso necesario para tocar la vida. No se dejó encasillar en los sueños de los unos y de los otros. No buscó halagar. No quiso responder a todas las expectativas humanas. No quiso complacer. Redimió la tierra y al hombre con su sangre. Se hizo Él hombre entre los hombres. Abrazando desde sus heridas al hombre caído. Levantó la fragilidad humana. En Jesús mi mundo y el suyo se unen. En ese lugar a veces confuso de mi corazón todo cobra sentido. Quiero levantar la losa que cubre mi muerte. El sepulcro queda vacío de muerte cuando dejo entrar a Dios en mí. Todo se llena de vida. Dejo de temer la fragilidad de mi mundo. Dejo de angustiarme por la fugacidad del tiempo. Estoy llamado a una vida eterna, a la vida plena. En Jesús mi vida cobra sentido. El otro día leía: «El hombre está dispuesto hasta a aceptar el sufrimiento, siempre que ese sufrimiento atesore un sentido. Pero permítaseme dejar bien sentado que el sufrimiento no es en absoluto necesario para otorgarle un sentido a la vida. El sentido es posible sin el sufrimiento o a pesar del sufrimiento. Para que el sufrimiento confiera un sentido ha de ser un sufrimiento inevitable, absolutamente necesario. El sufrimiento evitable debe combatirse con los remedios oportunos; el no hacerlo así sería síntoma de masoquismo, no de heroísmo»[3]. Jesús sufrió por mí ese dolor de la cruz y abre la puerta de la vida. Mi vida en Él en la tierra es verdadera. Hay sufrimiento y muerte. Me pesa mucho la cruz. Y no sé cómo hacer que tenga sentido. Pero hoy miro a Jesús en la cruz, toco sepulcro vacío, y todo cobra un sentido. Mi vida en Jesús tiene sentido. El sufrimiento y la cruz. Las caídas y la persecución. Da sentido a todo lo mío.
Quiero correr esta mañana a la tumba vacía. Como lo hizo María, como lo hicieron Pedro y Juan: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Fueron y vieron. Y creyeron. Encontraron la tumba vacía. El sudario recogido. La ausencia de la muerte. Un sepulcro vacío es la mejor razón para la esperanza. El mejor argumento para ahuyentar la duda. Temen los fariseos. Han robado el cuerpo. La peor de las mentiras. Decir que está vivo el que ha muerto. Tal vez un tiempo sería posible mantener una mentira así. Pero no tanto tiempo. Jesús está vivo. Y cuando en Tierra Santa entro en el sepulcro vacío, me conmuevo. Toco el lugar donde estuvo. Pero allí ya no está Él. Esa tumba vacía es el fundamento más firme de mi fe. Me sostiene en mi camino. Un sepulcro vacío. La losa en la que reposó su cuerpo sin vida. Corro hasta la tumba vacía. Para saber, igual que Pedro y Juan, si es todo verdad o mentira. Y lo sé. Porque lo he visto. Mi alegría no está vacía. Tengo pruebas en mi vida. Jesús resucita para llegar hasta mí. Para darme una paz duradera. No quiero quedarme en la alegría del domingo de ramos. Una alegría llena de triunfos humanos, de alabanza y gratitud. Es necesaria esa alegría. Pero quiero más. A menudo sólo soy feliz si cumplo mis objetivos. Si Dios no me quita nada de lo que tengo. Si mis deseos se hacen realidad. Y alabo a Dios por las maravillas que ha hecho en mi vida. Sin sufrimiento, sin dolor. Esa alegría es verdadera. Tiene la inocencia del primer amor. Pero ahora este domingo mi alegría tiene mucho de verdad. Jesucristo ha vencido mi muerte. La última palabra no la tiene esa oscuridad del sepulcro. La tumba está vacía. Yo lo he visto en Tierra Santa. Pero lo veo de nuevo en mi vida cuando veo cómo Dios ha cambiado mi tumba vacía, mi alma donde hay muerte y me ha dado su vida plena. Quiero aprender a vivir una vida nueva. Le pido a Dios más fe. Para gritar que Jesús no está muerto, que está vivo. Quiero correr de nuevo a tocar el sepulcro vacío. Quiero resucitar este domingo en los brazos de Jesús. El P. Kentenich comenta: «Al progresar en la vida mística nos vamos sumergiendo más y más en Dios, de tal manera que podemos decir con San Pablo: - No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. El Señor utilizará todas nuestras capacidades para vivir en nosotros y obrar a través de nosotros. Utilizará nuestro entendimiento, memoria, manos y pies. Pero esto no significa caer en el quietismo o la pasividad. Al contrario, nuestra docilidad ante Dios y el ofrecimiento de nuestras capacidades a Dios para que Él obre según su voluntad, constituyen un acto de heroísmo»[4]. Vivir la semana santa en mi corazón es dar un paso más en ese parecerme a Cristo. Estoy llamado a ser otro Cristo entre los hombres. ¡Qué lejos estoy todavía! Mi pecado me pesa. Mi debilidad. Quiero resucitar a una vida nueva. A una vida verdadera y vencer en los brazos de Jesús. La comunión en cada eucaristía es un paso más en esa transformación interior. Jesús cambia mi corazón de piedra. Ensancha los muros de mi alma. Fortalece mis fundamentos. Me vacía para llenarme de su fuerza. Le ofrezco todo lo que soy para que haga en mí un hombre nuevo. La cima de la vida cristiana no consiste en no pecar. Nunca dejaré de pecar. Lo sé. Pero le pido a Dios el milagro más grande. Que surja la vida en mi alma, su vida. Que me asemeje a Jesús. Que viva en Él mi muerte y el paso a la vida. Quiero que su voz se escuche en mi voz. Y sus manos se muevan en mis manos.
Recorro cada día de esta semana santa. Y me doy cuenta de lo único importante en medio de mi camino. Mi alma sólo desea amar y ser amada. Es el deseo más hondo que tengo. El más real. El más herido. Porque tantas veces compruebo que no sé amar. Amo con celos, con envidias. Amo controlando, queriendo cambiar a aquel a quien amo. Amo reteniendo, exigiendo, pidiendo. Amo esperando más de lo que puedo recibir. Soñando con lo que no poseo. Amo queriendo poseer y no lo logro. ¡Cuánto me cuesta amar de forma madura! En Betania Jesús amó hasta el extremo. Amó a sus amigos en esos días de angustia. Cada noche volvía a casa. A su hogar. A tomar aire para el día siguiente. Se acercaba la hora. Y allí amaba y era amado. En Betania María rompió un frasco de perfume a los pies de Jesús. Y todo se llenó de olor a nardos. Cuando el frasco se rompe no se puede retener el perfume. Así suele ser en la vida. Cuando me doy rompiéndome ya no puedo ser egoísta en mi amor. Me rompo. Se derrama la fragancia de mi entrega. Pero a veces soy mezquino. Doy sólo cuando recibo. Me doy sólo en la misma medida en la que me creo amado. Uso una medida pequeña y no me vacío, no me rompo. No se llena la vida de la fragancia de mi amor. La mezquindad huele a sepulcro cerrado. La generosidad es un hogar de puertas abiertas en las que entra la luz de la vida. El olor de una vida que se da sin límites. El amor que no se expresa en gestos languidece y muere. Se enfría. Se enturbia. Decía el P. Kentenich: «El amor es hacer lo que le alegra al amado. El matrimonio en el cual tenga cabida la ternura, la caricia desinteresada, un pequeño gesto de amor, un saludo cariñoso, una palabra benevolente, un piropo halagador, verá cómo florece su amor y se mantiene siempre joven y lozano». Cuando faltan esos gestos, el amor no sobrevive. El corazón se llena de oscuridad. Desaparecen los colores y la fragancia del perfume. Me cuesta amar. Demostrar que amo. Y también me cuesta recibir amor sin exigir. Recibirlo como un niño. Con el corazón abierto. Sin pedir nada. Sin reproches. Me cuesta dejarme amar. Miro a Jesús siendo amado por María en Betania. Veo esa generosidad de gestos. El olor del perfume derramado. La sobreabundancia. Tanto amor me parece exagerado. Me incomoda. Me cuesta recibir el amor de los demás. El amor de amistad. El amor desinteresado. Aceptar los gestos de amor. El abrazo. La caricia. La ternura. Tal vez es más fácil no recibir amor. O tal vez me endurezco al no haberlo recibido y prefiero permanecer encerrado dentro de mi sepulcro. Sin amar. Sin ser amado. Es el misterio de los días de la semana santa. Aprender de Jesús que me ama hasta dar la vida. En un gesto de amor excesivo. Se deja matar. Deja que lo odien hasta su muerte. No logra cambiar los corazones. Y Él, en silencio, los sigue amando. Leía el otro día: «Jesús no está alentando la pasividad. No conduce a la indiferencia ni a la rendición cobarde ante la injusticia. Invita más bien a ser dueños de la situación tomando la iniciativa y realizando un gesto positivo de amistad y de gracia que puede desconcertar al adversario»[1]. Desde la cruz en un gesto último Jesús me ama. Me conmueve. Me duele. Me cuesta recibir amor cuando estoy herido. Me revuelvo. No quiero. El corazón de Jesús estaba herido. Y en la cruz acogía el amor de los pocos que a sus pies entregaban su perfume en esa hora última. Esas pocas mujeres. Juan. Nicodemo. José de Arimatea. Pocos amando a Jesús en esa noche ciega. En esa noche de ruidos y de odios. De pocas palabras. De mucho rencor. Cuando algunos pensaban que hacían el bien al matar a un hombre. Y otros creían que en esa tragedia la vida dejaba de tener sentido. El principio de una época nueva para algunos. El final de muchos sueños para otros. Quiero detenerme ante este Cristo llagado en estos días. Sus heridas me hablan de mis heridas. Me duele el alma. Quizás me falta la capacidad de amar. Esa madurez para vivir el amor en exclusividad, el amor de amistad, del amor de hijo, el amor de padre. Las heridas me impiden amar bien tantas veces. Me busco tanto a mí mismo al pretender entregar la vida. Busco moldear a mi medida a los que amo. Que sean como yo quiero. Para que cumplan mis planes. Para que se adapten a mis deseos. Me incomoda la excesiva originalidad de mis amigos. Los rechazo cuando no se acomodan a la forma de vivir que yo he elegido. A mis gestos de amor. A mi forma de entregarme. Jesús me ha enseñado otro camino y no acabo de recorrerlo. Ese amor que acoge en la diferencia. Que no exige. Que no quiere cambiar al amado. Ese amor que no tiene límites. Que no lleva cuentas del mal recibido. Menos aún del bien realizado. Un amor que ama a todos. No sólo a los que me aman. Ese amor me parece imposible. Comer con pecadores. Amar al que me rechaza. Aceptar al que está roto. Besar al que busca mi muerte. Al que no quiere mi vida, ni mis logros. Y se alegra con mis caídas. Amar con gestos firmes. No con huecas palabras. Con abrazos sinceros. Amar en la verdad. Sin querer cambiar la realidad. Aceptando el camino como es. Sin miedo a sufrir en la entrega. Amar sirviendo. A los pies de la persona amada. Con perfume. Con agua y un paño para lavarle los pies. No es tan sencillo amar desde abajo. Con humildad. Como un mendigo. Como esa última cena en la que se puso a los pies de los suyos para enseñarles un camino.
Jesús toca el fracaso como lo he tocado yo tantas veces. Lo toca antes del domingo de ramos, mucho antes. No todos lo quieren. Muchos lo juzgan. Lo rechazan. Hablan de Él. Malinterpretan todos sus gestos de amor. Lo condenan por sus palabras que son palabras de vida eterna. Él, que lo ha dejado todo por los hombres y ha pisado sus mismos caminos. Él, que se ha dejado el corazón hecho jirones en tantas vidas que ha tocado. Él, que sólo ha pensado en mi bien, en el de los heridos y ha pasado haciendo el bien. Sólo eso. Es injusto. El juicio de los hombres es injusto. Me duele muy hondo. Pienso en su dolor del alma. Ese dolor más agudo que todo el dolor físico que le tocó padecer. Pienso en lo que sentiría Jesús al entrar en Jerusalén. Hay en allí un lugar llamado «Dominus Flevit». Allí Jesús lloró. Allí se detuvo y su corazón se llenó de lágrimas. Sufrió por los hombres a los que había acompañado. Sufrió y lloró por tantos hombres heridos. Lloró por su dureza de corazón. Una persona me decía hace poco: «Yo ya no creo en Dios, ni en su Iglesia. Y han pasado cosas que me dan la razón. Yo no rezo por nadie». Me dio pena su dureza, su amargura. Decidí rezar por él. Por su corazón herido. Jesús lloró por los heridos. Lloró mirando Jerusalén, su ciudad tan amada. Lloró al entrar el domingo de ramos. Lloró al escuchar sus juicios y condenas contra Él. Lloró al sentirse atado de manos, clavado en sus manos. No podía abrazar, sólo llorar. No cabían las sonrisas, sólo la pena. Había fracasado con los hombres. Les había hablado de amor y ahora recibía odio. Les había hablado de esperanza y veía la oscuridad dibujada en sus ojos. Les había hecho mirar las estrellas, y los veía mirando la noche de sus almas. ¡Cuánto fracaso! Había devuelto la vista a un ciego, había dado esperanza a los pecadores, había salvado a una mujer adúltera, había levantado al cojo y devuelto el habla al mudo. Había dado la vida a un muerto. Y ahora quieren acabar con tanto milagro. No es posible soportar tanto amor. Eso me impresiona. Jesús no quiere morir. Pero es el Hijo obediente y no teme entrar en Jerusalén. No quiere morir ni que le hagan daño, pero no huye. ¿Por qué no huye? Jesús ama a los hombres. Y siente que ha llegado su hora. Él es el hombre libre por dentro. El hombre más libre. Hace lo mismo que hizo cada Pascua. Va a Jerusalén con los suyos. No cambia nada. No se cierra. Cena esa última noche la Pascua con sus amigos. No cambia sus costumbres. Comparte la intimidad de la comida. Como si no tuviera miedo. Yo admiro esa libertad de Jesús. Oye en su corazón la voz de su Padre, la voz de sus amigos, de los que quieren proteger su vida. Pero no se detiene ante el miedo que siente. Ante la presión. Ante la persecución. Camina a la luz del día por las calles de Jerusalén. Y será prendido en la oscuridad de un huerto. Pasa por una de las puertas a plena luz del día, delante de todos. Con sus amigos. Con paz. Pero será juzgado en la oscuridad de la noche, sin nadie que lo defienda. Jesús fracasó. Es cierto que Él tiene su hogar en el corazón del Padre siempre. De ahí le venía la paz. Cuando lo rechazan y cuando lo alaban mantiene la calma. Él ama a los hombres con la misma ternura, compartiendo la alegría o el dolor. Tengo miedo de no saber acompañarlo estos días y que fracase conmigo como lo hizo con sus apóstoles. Sólo Juan se mantuvo fiel en la cruz. ¿Acaso no fue un fracaso? En realidad ya no lo sé. No sé si Jesús veía este mismo fracaso que yo veo. Su mirada no es la mía. Yo interpreto que su vida hubiera sido un éxito si en vida muchos hubieran seguido sus pasos. Pero no es así. El éxito de Jesús soy yo hoy consagrando su cuerpo y su sangre, haciendo milagros al perdonar los pecados. Su triunfo son tantos mártires que hoy siguen viviendo una semana santa en sus vidas al ser perseguidos y dar la vida por fidelidad a Cristo. Su triunfo son tantos santos reconocidos y anónimos que amaron a Dios hasta el extremo dando la vida por sus amigos. Ese éxito a veces no lo valoro. Porque veo mis caídas y pienso que ya fracaso de nuevo y soy más de huir ante el dolor que de permanecer fiel en la cruz. El otro día escuché que el dolor es inevitable, pero que el sufrimiento es opcional. El dolor tiene algo de objetivo. El sufrir está en mis manos. Yo decido cómo miro mi vida, mi realidad. Y sé que «el valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento»[2]. Decido qué hacer cuando caigo. Como decía Travis Bradberry: «Los errores son consecuencia de haber corrido riesgos o de haber intentado conseguir algo que no era fácil. Recuerda que el éxito reside en la capacidad para levantarse después de un fracaso». No quiero frustrarme. Pero yo a veces tengo otras categorías. Caigo y me cuesta volver a levantarme. Estoy seguro de que Jesús sabe más que yo. Y en medio de esa noche de la última cena. Y en la oscuridad de su vía dolorosa y el Calvario. Jesús guarda una certeza: su vida había merecido la pena. Me parece increíble, ve más lejos que yo. Seguro que sus ojos ese día veían más que yo. Donde yo veo abandono, Él ve corazones enamorados con miedo. Donde yo veo traición, Él ve sólo decepción, fragilidad y amargura. Donde yo veo injusticia, Él ve terquedad y dureza del alma. Esa mirada suya me sorprende. Su triunfo es el amor que sembró en algunos corazones. Eso basta. Y yo mido el éxito en otra categoría. Jesús opta por abrazar todo lo humano, todo lo mío, la alegría de hoy y el dolor de mañana. Ve en mis fracasos una semilla de éxito. Este domingo de esperanza escucho: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta». Jesús se levanta de su fracaso humano. Vence la muerte. Jesús me enseña a cambiar mi mirada, mi corazón. Él descubre en mi pecado un rayo de pureza. En mi alma impura ve la inocencia más bella. Me impresiona. Jesús acoge la nostalgia que sufro y la ilusión que me levanta. La alegría de la amistad y el áspero sabor de la soledad. Pienso que Jesús no pudo llegar a todos en su corta vida de hombre. Es verdad. Pero a la vez veo cómo la Iglesia ha sido hogar para tantos. También hoy a Jesús le cierran la puerta. Como a mí tantas veces. Saboreo su fracaso al chocar con la cerrazón del corazón humano. Miro más allá de mi fracaso. Yo sólo siembro. Dios recoge. Le pido en estos días otra mirada para ver la luna llena que brilla en medio de la noche más oscura de un huerto. Y mi alma se llena de un amanecer que sólo imagino. Me gusta su mirada desde su cruz, desde mi cruz. Cuando mira mi vida exitosa aunque yo crea que está llena de fracasos. En mis caídas ve oportunidades. En mis pecados, un milagro de misericordia. Esa forma de vivir es la que deseo en este tiempo de Pascua. Quiero tener más vida en mis días. Y menos muerte. Quiero vivir con más esperanza. Y desterrar la amargura.
Esta semana me miro en Pedro. Como él siento muchas veces que soy capaz de todo. Le digo a Jesús que lo quiero con locura. Que estoy dispuesto a seguir sus pasos en la cruz. Pero luego me entra el miedo. Dudo. Digo que no lo conozco. Que no sé de qué me hablan. Que no soy de los suyos. El miedo me vuelve cobarde y huidizo. No estoy dispuesto a seguirlo sufriendo. Me pasa también como a Judas. Que me he enamorado de un Jesús poderoso y no tolero su debilidad, su vulnerabilidad, su impotencia. Y mi amor deja paso a la traición. No de golpe. Poco a poco. Porque una gran traición o infidelidad va precedida de pequeños actos u omisiones que debilitan mi amor. Me cuesta admirar a Jesús frágil. No puede hacer nada por mí. Me alejo. No me da seguridad. Judas tuvo miedo del fracaso. Me pasa a veces como a él, dudo y niego. Quiero sólo la gloria, la fama o el éxito. Me asusta la soledad de la cruz. La dureza del madero. La angustia de esos clavos que destrozan mi piel. Una persona rezaba: «He entregado, Jesús, mis negaciones. Las que me alejan de ti. Las que me duelen. Me siento débil cuando pienso en ello. Me gustaría ser fuerte siempre. No dudar nunca. No caer. Vencer los miedos. Tocar los cielos. Las alturas. Te he negado muchas veces. Más de tres seguro. No quiero correr riesgos. Necesito encontrar tu mano. Volver a empezar. Desde cero. Me da miedo caer y no levantarme. Negarte. No quiero. ¿Me amas? Dudo. Tú lo sabes todo. Pero no me siento capaz de amarte bien. Con toda mi alma. Sin cansarme. Conoces mi alma. Lo que soy. Pobre. Te quiero. Te amo. Pero caigo y claudico. Me olvido de mis buenas intenciones». Me veo coronado de espinas, objeto de burlas, de desprecios, y tengo miedo. Yo que me creo a veces tan importante luego soy débil. Me da miedo la cruz. Decía Jean Vanier: «Tenemos que ir descubriendo dónde están nuestros miedos. No tengan miedo de conocerlos». Necesito ponerle nombre a mis miedos. No quiero perder lo que poseo. No quiero el sufrimiento, me da miedo. La soledad. El abandono. Y me da miedo a veces ese Dios que sólo me pide que lo quiera y acompañe. Decía Jean Vanier: «Tengo miedo de rezar porque me da miedo que Dios me pida cosas que yo no quiero hacer. ¿Qué imagen tengo de Dios? No es así cómo funciona. Jesús necesita que yo venga. Necesita ser consolado. Porque Jesús está muy herido. Porque mucha gente no lo quiere. Porque mucha gente se burla de Él. Mucha gente no se da cuenta de la vulnerabilidad del corazón de Jesús. Nos cuesta reconocer la vulnerabilidad del corazón de Dios. Que tiene tantas ganas de dar la vida, de liberarnos, de que seamos hombres maduros, felices». Jesús quiere mi felicidad, quiere la luz de la gloria. Me da miedo a mí la oscuridad del túnel. Ese paso delicado y duro que recorro en sus clavos, en la lanzada que abre mi costado. Tengo miedo de abrazar mi cruz poniéndole nombre. Reconociendo mi miedo. Miro a Pedro que se esconde y niega, y canta el gallo, y llora en esa noche de tormenta. Y su alma valiente toca su vulnerabilidad. Y se asusta de su propio vacío. De su pecado inconfesable. Jesús lo miró esa noche desde lejos. Sin reproche, sin amargura. Una mirada de cariño. Como cuando los encontró dormidos mientras Él oraba. No fueron capaces de velar una hora. Pedro no fue capaz de dar su vida por sus amigos. Tenía miedo. Como yo tantas veces que me lleno la boca de vacuas promesas. Y luego me quedo frío ahogado por mis miedos, por mis esclavitudes y egoísmos. Jesús me pide que coja mi cruz. Que no lo niegue y no deje de seguir sus pasos con los pies heridos, con las manos abiertas, con la voz quebrada. Apenas un poco de fuego en mi alma. Le pido ver su rostro. Tocar la luz que sale de su herida. Me conmueve pensar esta noche santa en la luz de la vida. La muerte no tiene la última palabra. Ni el miedo. Ni la herida. Ni la fragilidad. Ni sus cinco llagas. La última palabra la tiene el amor de Dios sobre mi vida. Me quiere tanto Jesús y desea que viva. No que me encierre debajo de la lápida corrida. En la oscuridad de una gruta escondida. Quiero recorrer el camino a la cruz con Jesús. Hacerlo en tantos que sufren cruces dolorosas. Decía el papa Francisco: «Jesús eligió identificarse con estos hermanos que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz». Jesús sufre con los que sufren. Yo quiero sufrir con los que sufren, con los que cargan cruces pesadas. Quiero besar sus cruces. Besar la cruz de aquellos a los que amo. Miro con misericordia a los que viven la amargura de sus vidas en la herida abierta de Jesús. Quiero recordar hoy sus nombres y clavarlos en el madero de la cruz. Me duelen sus heridas, su dolor. Miro ese madero del que brota la vida. Jesús abrazado a su madero. Yo abrazando al que sufre, al Cristo sufriente. La última palabra la tiene siempre el amor. Es una palabra de esperanza, de vida. Beso la cruz. Beso hoy la de Jesús. Beso también mi propia cruz.
Pasar por la muerte es parte del don de vivir. Creo que necesito aprender a vivir para saber morir. O aprender un poco a morir a muchas cosas para vivir de verdad. Me da miedo quedarme en una forma de vivir vacía y superficial. Cuando lo que Jesús me promete es una vida plena. Hoy escucho «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». Necesito aprender a morir a tantas cosas del mundo. Quiero ser humano, pero no mundano. Y me vuelvo mundano cuando adopto los criterios del mundo. Cuando dejo de ser humano al alejarme de los hombres pretendiendo buscar sólo a Dios. No miro con las categorías de Dios, mido todo con el pensamiento del mundo. Y vivo incluso entre los extremos. Mucha oración en soledad y mucho mundo que se me pega a la piel. Dos extremos que no se tocan. Vivo roto por dentro. Atado a dos mundos separados. Como si fueran irreconciliables. Y de repente comprendo que en su encarnación Jesús reconcilia los extremos. Hace posible que se puedan unir el mundo de Dios y mi mundo tan humano. Dios y yo. Dios y mis problemas. Dios y mis tentaciones. Todo unidos en mi batalla diaria por vivir. Quiero ser más humano y menos apegado al mundo. Más de Dios y con menos miedo a la muerte. Pero no me alejo del mundo como si todo en él fuera malo. Jesús vino a redimir lo que estaba perdido. Vino a salvarme a mí en el mundo. Vino a salvar el mundo. En sus manos humanas la vida cobró un sentido nuevo. Comió con pecadores. Curó en sábado. Cambió normas que parecían irrenunciables. Habló con palabras llenas de vida eterna. Me mostró el camino del anonadamiento que pasa por la cruz, por el rechazo, por la renuncia. Como un paso necesario para tocar la vida. No se dejó encasillar en los sueños de los unos y de los otros. No buscó halagar. No quiso responder a todas las expectativas humanas. No quiso complacer. Redimió la tierra y al hombre con su sangre. Se hizo Él hombre entre los hombres. Abrazando desde sus heridas al hombre caído. Levantó la fragilidad humana. En Jesús mi mundo y el suyo se unen. En ese lugar a veces confuso de mi corazón todo cobra sentido. Quiero levantar la losa que cubre mi muerte. El sepulcro queda vacío de muerte cuando dejo entrar a Dios en mí. Todo se llena de vida. Dejo de temer la fragilidad de mi mundo. Dejo de angustiarme por la fugacidad del tiempo. Estoy llamado a una vida eterna, a la vida plena. En Jesús mi vida cobra sentido. El otro día leía: «El hombre está dispuesto hasta a aceptar el sufrimiento, siempre que ese sufrimiento atesore un sentido. Pero permítaseme dejar bien sentado que el sufrimiento no es en absoluto necesario para otorgarle un sentido a la vida. El sentido es posible sin el sufrimiento o a pesar del sufrimiento. Para que el sufrimiento confiera un sentido ha de ser un sufrimiento inevitable, absolutamente necesario. El sufrimiento evitable debe combatirse con los remedios oportunos; el no hacerlo así sería síntoma de masoquismo, no de heroísmo»[3]. Jesús sufrió por mí ese dolor de la cruz y abre la puerta de la vida. Mi vida en Él en la tierra es verdadera. Hay sufrimiento y muerte. Me pesa mucho la cruz. Y no sé cómo hacer que tenga sentido. Pero hoy miro a Jesús en la cruz, toco sepulcro vacío, y todo cobra un sentido. Mi vida en Jesús tiene sentido. El sufrimiento y la cruz. Las caídas y la persecución. Da sentido a todo lo mío.
Quiero correr esta mañana a la tumba vacía. Como lo hizo María, como lo hicieron Pedro y Juan: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Fueron y vieron. Y creyeron. Encontraron la tumba vacía. El sudario recogido. La ausencia de la muerte. Un sepulcro vacío es la mejor razón para la esperanza. El mejor argumento para ahuyentar la duda. Temen los fariseos. Han robado el cuerpo. La peor de las mentiras. Decir que está vivo el que ha muerto. Tal vez un tiempo sería posible mantener una mentira así. Pero no tanto tiempo. Jesús está vivo. Y cuando en Tierra Santa entro en el sepulcro vacío, me conmuevo. Toco el lugar donde estuvo. Pero allí ya no está Él. Esa tumba vacía es el fundamento más firme de mi fe. Me sostiene en mi camino. Un sepulcro vacío. La losa en la que reposó su cuerpo sin vida. Corro hasta la tumba vacía. Para saber, igual que Pedro y Juan, si es todo verdad o mentira. Y lo sé. Porque lo he visto. Mi alegría no está vacía. Tengo pruebas en mi vida. Jesús resucita para llegar hasta mí. Para darme una paz duradera. No quiero quedarme en la alegría del domingo de ramos. Una alegría llena de triunfos humanos, de alabanza y gratitud. Es necesaria esa alegría. Pero quiero más. A menudo sólo soy feliz si cumplo mis objetivos. Si Dios no me quita nada de lo que tengo. Si mis deseos se hacen realidad. Y alabo a Dios por las maravillas que ha hecho en mi vida. Sin sufrimiento, sin dolor. Esa alegría es verdadera. Tiene la inocencia del primer amor. Pero ahora este domingo mi alegría tiene mucho de verdad. Jesucristo ha vencido mi muerte. La última palabra no la tiene esa oscuridad del sepulcro. La tumba está vacía. Yo lo he visto en Tierra Santa. Pero lo veo de nuevo en mi vida cuando veo cómo Dios ha cambiado mi tumba vacía, mi alma donde hay muerte y me ha dado su vida plena. Quiero aprender a vivir una vida nueva. Le pido a Dios más fe. Para gritar que Jesús no está muerto, que está vivo. Quiero correr de nuevo a tocar el sepulcro vacío. Quiero resucitar este domingo en los brazos de Jesús. El P. Kentenich comenta: «Al progresar en la vida mística nos vamos sumergiendo más y más en Dios, de tal manera que podemos decir con San Pablo: - No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. El Señor utilizará todas nuestras capacidades para vivir en nosotros y obrar a través de nosotros. Utilizará nuestro entendimiento, memoria, manos y pies. Pero esto no significa caer en el quietismo o la pasividad. Al contrario, nuestra docilidad ante Dios y el ofrecimiento de nuestras capacidades a Dios para que Él obre según su voluntad, constituyen un acto de heroísmo»[4]. Vivir la semana santa en mi corazón es dar un paso más en ese parecerme a Cristo. Estoy llamado a ser otro Cristo entre los hombres. ¡Qué lejos estoy todavía! Mi pecado me pesa. Mi debilidad. Quiero resucitar a una vida nueva. A una vida verdadera y vencer en los brazos de Jesús. La comunión en cada eucaristía es un paso más en esa transformación interior. Jesús cambia mi corazón de piedra. Ensancha los muros de mi alma. Fortalece mis fundamentos. Me vacía para llenarme de su fuerza. Le ofrezco todo lo que soy para que haga en mí un hombre nuevo. La cima de la vida cristiana no consiste en no pecar. Nunca dejaré de pecar. Lo sé. Pero le pido a Dios el milagro más grande. Que surja la vida en mi alma, su vida. Que me asemeje a Jesús. Que viva en Él mi muerte y el paso a la vida. Quiero que su voz se escuche en mi voz. Y sus manos se muevan en mis manos.