A inicios de los años sesenta se publicó uno de los libros que ha tenido mayor impacto en la concienciación ambiental de la sociedad. Lo tituló su autora, Rachel Carson, con la significativa expresión: "La primavera silenciosa", aludiendo al impacto que tendría sobre la avifauna el uso generalizado de insecticidas organoclorados (singularmente el DDT). Tras agrios debates con la industria química, finalmente se concluyó que efectivamente ese compuesto se acumulaba en los tejidos grasos de los distintos animales que la forman la cadena alimenticia, provocando deformaciones graves o la muerte. Eventualmente ese libro generó uno de los primeros debates públicos sobre el papel del ser humano en la alteración masiva de los sistemas naturales, afectando finalmente a su propia salud, lo que llevó a prohibir el DDT y a crear una de las primeras agencias de protección ambiental del mundo, la EPA.
Me venía a la cabeza esta idea en los últimos días, en los que he estado disfrutando del paseo en bicicleta a lo largo de dos vías verdes que atraviesan el centro-oeste de la Península: el camino natural de las Vegas del Guadiana y la vía verde de la Jara. Ambas son muy recomendables para quienes aprecian el paisaje, en España casi siempre imbricado de acción humana y presencia natural. Las dehesas de un verdor agradecido en esta época del año, las encinas recien rebrotadas, los matorrales mediterráneos -la jara, el espliego, la retama-, adornadas con sus mejores flores. Todo eso es evidente a la vista, incluso al viajero menos contemplativo. Sin embargo, no resulta tan obvio apreciar la belleza de los sonidos, quizá porque vivimos en una sociedad que huye despavorida del silencio. Una primavera silenciosa sería ciertamente muy trágico: sin las aves que nos observan desde la altura, se interrumpirían muchos ciclos naturales que nos acabarían afectando irremediablemente. Pero las aves, como cualquier otro elemento de la naturaleza, no sólo sirven para servirnos. Está ahí porque Dios ha querido que estén, porque forman una parte imprescindible del concierto de la vida: sin ellas no habría orquesta, nada sonaría igual. Necesitamos apreciarlas, escucharlas, pensar en lo que nos transmiten. Deberíamos escuchar más a menudo, no sólo a otras personas, no sólo a músicas grabadas en aparatos más o menos sofisticados. Escuchar los sonidos del ambiente, abrirnos al exterior, reconocer que hay belleza, vida, complemento de nuestra propia existencia más allá de nosotros mismos, de nuestros limitados intereses.
Me encanta la bicicleta porque es un medio silencioso, que permite recorrer distancias notables sin aislarte del entorno. Puedes escuchar, mirar, pararte, oler... También a pie, pero es difícil llegar tan lejos. Han sido 110 km de una experiencia excelente. Desde aquí agradezco a quienes mantienen esas vías verdes, esos paseos naturales, que nos permiten conocer la belleza de nuestros paisajes, apreciar lo que nos rodea y disfrutar lo que Dios nos regala.
Me venía a la cabeza esta idea en los últimos días, en los que he estado disfrutando del paseo en bicicleta a lo largo de dos vías verdes que atraviesan el centro-oeste de la Península: el camino natural de las Vegas del Guadiana y la vía verde de la Jara. Ambas son muy recomendables para quienes aprecian el paisaje, en España casi siempre imbricado de acción humana y presencia natural. Las dehesas de un verdor agradecido en esta época del año, las encinas recien rebrotadas, los matorrales mediterráneos -la jara, el espliego, la retama-, adornadas con sus mejores flores. Todo eso es evidente a la vista, incluso al viajero menos contemplativo. Sin embargo, no resulta tan obvio apreciar la belleza de los sonidos, quizá porque vivimos en una sociedad que huye despavorida del silencio. Una primavera silenciosa sería ciertamente muy trágico: sin las aves que nos observan desde la altura, se interrumpirían muchos ciclos naturales que nos acabarían afectando irremediablemente. Pero las aves, como cualquier otro elemento de la naturaleza, no sólo sirven para servirnos. Está ahí porque Dios ha querido que estén, porque forman una parte imprescindible del concierto de la vida: sin ellas no habría orquesta, nada sonaría igual. Necesitamos apreciarlas, escucharlas, pensar en lo que nos transmiten. Deberíamos escuchar más a menudo, no sólo a otras personas, no sólo a músicas grabadas en aparatos más o menos sofisticados. Escuchar los sonidos del ambiente, abrirnos al exterior, reconocer que hay belleza, vida, complemento de nuestra propia existencia más allá de nosotros mismos, de nuestros limitados intereses.
Me encanta la bicicleta porque es un medio silencioso, que permite recorrer distancias notables sin aislarte del entorno. Puedes escuchar, mirar, pararte, oler... También a pie, pero es difícil llegar tan lejos. Han sido 110 km de una experiencia excelente. Desde aquí agradezco a quienes mantienen esas vías verdes, esos paseos naturales, que nos permiten conocer la belleza de nuestros paisajes, apreciar lo que nos rodea y disfrutar lo que Dios nos regala.