Dios, pues ubicuo, está a la vez entre los que bendicen la mesa y entre los pucheros. Y, por lo mismo, entre los que oran en la capilla de la Complutense y entre los que oyen la misa de Domingo de Ramos en Alejandría. Es decir, entre los que sufren persecuciones por su causa. Aunque a primera vista no hay comparación posible como factor de riesgo entre una pija descamisada y un yihadista radical, Rita Maestre es más peligrosa que el asesino de católicos coptos porque mientras éste diezma a los fieles sin que se resienta la fe, ella carcome desde dentro la viga maestra de la civilización occidental. En otras palabras, al templo no lo destruyen las bombas, sino la aluminosis.
De hecho, la guerra entre los que ponen la dinamita y los que ponen la mejilla la ganarán los segundos porque la carga expansiva de la mejilla es mayor que la del amonal. Entre otras cosas porque amar al prójimo es una forma de colonizarlo. En cambio, el resultado de la contienda que libra Occidente contra sí mismo es más incierto porque cuando dos ideas están a la greña el que sufre es el cerebro. Máxime si, como sucede, una de ellas pretende imponer por la fuerza el pensamiento único.
Rita Maestre, el pensamiento único, es un caballo de Troya que reniega de Grecia y ataca a Roma. Es también la María José Cantudo de la posverdad, el símbolo erótico de una generación que no ha educado su libido en el destape ni su patriotismo en la Constitución del 78 ni su espiritualidad en Tarancón. Lo que explica que su desnudo no está asociado a la libertad ni su política a la democracia ni su anticatolicismo a la reforma. Para ser Lutero a esta mujer le falta protestantismo y le sobra sujetador.