En mis años universitarios admiraba a un grupo de profesores, muy bien preparados, que ejercían su profesión con una actitud curiosa. Se movían en un terreno ciertamente trágico: un salón lleno de alumnos sumergidos en su tiempo; pero eran optimistas: estos profesores nos miraban con cariño, confiaban y esperaban en nosotros. En ellos vi lo que Viktor Frankl llama un «optimismo trágico».
En un mundo movido por el afán de seguridad no es extraño encontrarse en la red con cartas de profesores universitarios que tiran la toalla. Por un lado, ejercen una profesión a veces mal pagada, a veces mal reconocida, que suele ir en contra de valores como el éxito profesional y el consumismo. Por otro, se encuentran con una generación de jóvenes apegados a gratificaciones instantáneas, a sensaciones que evitan que se propongan alcanzar metas altas como el saber, el estudio, etc.
En un mundo entonces que ha cambiado la confianza por la seguridad, tiende a desaparecer aquella fe, aquel optimismo por una libertad que se sitúa en el terreno de los valores y no en el de las causas. Aparece la docencia como una labor titánica en la que sobreviven solo unos cuantos. En este sentido, esta extraña actitud, es a su vez una actitud de rebeldía frente aquello que ya está y parece definitivo. Es una posición que parte del enunciado dado por Goethe: «Si tomas al hombre por lo que es, lo harás peor de lo que es, si lo tomas por lo que debe ser lo llevarás a donde debe ser llevado»
Uno de aquellos docentes, con una profunda actitud de optimismo trágico, nos impartió una materia marcada especialmente por la fatalidad: antropología cultural. Ya el salón era el escenario de un mundo imposible, donde solo cinco prestábamos atención y los demás conversaban, chateaban o trabajaban desde sus computadoras. Pero los temas de la clase aumentaban el sentido de tragedia. Recuerdo especialmente la explicación de la profesora sobre la modernidad líquida de Zygmunt Bauman.
Para Bauman, explicaba la profesora, vivimos en una sociedad donde la gente no asume vínculos a largo plazo; el compromiso con el saber, con el amor, con la sociedad, es líquido, y evita que se construyan cosas sólidas: proyectos comunes, etc. Llegados a este punto la profesora me dejó una enseñanza:
Levanté la mano y le pregunté: “Y entonces qué podemos hacer”. Y ella respondió: “el autor no plantea nada”. No entendía cómo una profesora tan bien preparada no podía darme respuesta a esta pregunta, pero años después entendí que se trató de una prueba de confianza, que me dijo indirectamente: “búscala tú”.
En estos últimos años me ha tocado ejercer como docente y he aprendido la importancia de confiar en la libertad y en la responsabilidad de mis alumnos. Recuerdo que uno de ellos un día me planteó un problema muy grande y yo, que no sabía qué responder, me recordé del método de la profesora. Tomé un libro del Principito y le dije al alumno: “léelo, aquí encontrarás las respuestas”.
Dentro de esta «modernidad líquida», dentro de la fluidez, de ese río que arrastra hacia un “destino fatal”, mi alumno descubrió de dónde apoyarse. La lectura se convirtió para él en uno de los primeros escalones de una vida en subida, en busca de cosas valiosas que enriquezcan su propia vida.
Como docentes no podemos quedarnos en el terreno de lo trágico, debemos superarlo, o, como dice Frankl, utilizarlo como “ocasión para algo”. Es cierto que esta generación podrá vivir en el terreno líquido del poco esfuerzo, de sensaciones intensas, de gratificaciones instantáneas, pero sigue teniendo una inquietud: “la angustia existencial de llenar su vida de contenido” (Frankl). Ellos también se enfrentan a lo trágico y, en nosotros, y a veces sólo en nosotros, podrán encontrar el apoyo que le ayude a conquistar lo verdaderamente valioso.
Gabriel Capriles
Twitter: @gabcapriles
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