Esta semana el presidente Trump nos volvía a aturdir con su verborrea "antisistema" a la vez que firmaba un decreto que echaba por tierra los compromisos de EE.UU. en la lucha contra el cambio climático. Mejor sería decir los compromisos del gobierno federal de EE.UU., por que estoy bastante seguro que muchos gobiernos estales y locales van a seguir tomándose en serio este problema ambiental. Al margen de la gravedad de la cuestión, la actitud de Trump y de quienes le rien las gracias resulta sonrojante. Que un compromiso firmado por 200 países del mundo se pretenda ahora obviar precisamente por el país más rico del mundo y el que más ha contribuido históricamente al problema es realmente vergonzoso. Apartarse unilateralmente de un acuerdo internacional que tu país
ha firmado es, cuando meno,s una actitud muy poco solidaria. Si además se hace en nombre de una supuesta recuperación de la economía nacional, precisamente en el país más rico del mundo, es moralmente impresentable. Si encima lo hace oponiéndose a la inmensa mayoría de la comunidad científica de su propio país, que le informa de la gravedad del problema y de los impactos que ya está teniendo sobre su propia economía, resulta de una estupidez proverbial.
Es una pena que el cambio climático se haya convertido en un tema partidista en EE.UU., quizá como fruto de un activismo desmedido de quien fuera candidato a la presidencia de uno de los dos grandes partidos. Lo que debería ser una cuestión científica, acaba convirtiéndose en un campo para la pelea ideológica, y para el "tu quitas y yo pongo, o viceversa" de los vaivenes políticos. Un problema global debería enfrentarse globalmente, no ya solo entre los distintos partidos de un país, sino en la comunidad de naciones. Para eso se firmaron los tratado internacionales de cambio climático, de biodiversidad y de desertificación en la cumbre de la Tierra de 1992. Rechazar los acuerdos por los intereses nacionales, muy discutibles por otra parte, suena mucho a egoísmo nacionalista, a egoísmo además miope, porque fomentar la industria del carbón o del resto de los combusibles fósiles en EE.UU. no ayuda nada a la innovación tecnológica, que en cambio está directamente ligada a las energías renovables.
Llevo ya varios años dando conferencias sobre cambio climático, la última esta semana en Avila. Para mi el asunto, dentro de la complejidad de cualquier tema científico, es bastante claro. Un elemental principio de precaución lleva a adoptar medidas contundentes que casi nadie está abordando. No nos queda mucho tiempo. Comentaba en mi última intervención sobre este tema que cuando el cambio climático sea evidente a todo el mundo, será demasiado tarde. Entonces los escépticos (permitanme la profecia, pero eso ocurrirá en menos de 10 años) sugerirán medidas de geoingeniería: reducir artificialmente la temperatura terrestre oscureciendo la luz del sol. Económicamente es más rentable que cambiar nuestra economía carbónica, pero ambientalmente las incertidumbres son inmensas y puede acabar en un desastre planetario, quizá en una nueva glaciación. ¿Por qué no tomamos las medidas ahora? ¿Seremos tan cortoplacistas para relegar la solución de los problemas a nuestros descendientes? ¿Es justo que queramos usar desmesuradamente los recursos del planeta para dejar a quienes vengan después las consecuencias de unos estilos de vida insostenibles?
ha firmado es, cuando meno,s una actitud muy poco solidaria. Si además se hace en nombre de una supuesta recuperación de la economía nacional, precisamente en el país más rico del mundo, es moralmente impresentable. Si encima lo hace oponiéndose a la inmensa mayoría de la comunidad científica de su propio país, que le informa de la gravedad del problema y de los impactos que ya está teniendo sobre su propia economía, resulta de una estupidez proverbial.
Es una pena que el cambio climático se haya convertido en un tema partidista en EE.UU., quizá como fruto de un activismo desmedido de quien fuera candidato a la presidencia de uno de los dos grandes partidos. Lo que debería ser una cuestión científica, acaba convirtiéndose en un campo para la pelea ideológica, y para el "tu quitas y yo pongo, o viceversa" de los vaivenes políticos. Un problema global debería enfrentarse globalmente, no ya solo entre los distintos partidos de un país, sino en la comunidad de naciones. Para eso se firmaron los tratado internacionales de cambio climático, de biodiversidad y de desertificación en la cumbre de la Tierra de 1992. Rechazar los acuerdos por los intereses nacionales, muy discutibles por otra parte, suena mucho a egoísmo nacionalista, a egoísmo además miope, porque fomentar la industria del carbón o del resto de los combusibles fósiles en EE.UU. no ayuda nada a la innovación tecnológica, que en cambio está directamente ligada a las energías renovables.
Llevo ya varios años dando conferencias sobre cambio climático, la última esta semana en Avila. Para mi el asunto, dentro de la complejidad de cualquier tema científico, es bastante claro. Un elemental principio de precaución lleva a adoptar medidas contundentes que casi nadie está abordando. No nos queda mucho tiempo. Comentaba en mi última intervención sobre este tema que cuando el cambio climático sea evidente a todo el mundo, será demasiado tarde. Entonces los escépticos (permitanme la profecia, pero eso ocurrirá en menos de 10 años) sugerirán medidas de geoingeniería: reducir artificialmente la temperatura terrestre oscureciendo la luz del sol. Económicamente es más rentable que cambiar nuestra economía carbónica, pero ambientalmente las incertidumbres son inmensas y puede acabar en un desastre planetario, quizá en una nueva glaciación. ¿Por qué no tomamos las medidas ahora? ¿Seremos tan cortoplacistas para relegar la solución de los problemas a nuestros descendientes? ¿Es justo que queramos usar desmesuradamente los recursos del planeta para dejar a quienes vengan después las consecuencias de unos estilos de vida insostenibles?