La semana pasada tuve el placer de asistir a una nueva jornada de estudio organizada por la Fundació Casa de Misericòrdia de Barcelona (FCMB). Hasta el momento no me he perdido ninguna y varias -especialmente la que trató sobre el transhumanismo- me parecieron espectaculares. El tema de esta última, enfermedades raras, no me llamaba tanto la atención, pero no fallé a la cita. ¡Y acerté plenamente!
No sabía que había tantísimas enfermedades raras (entre 5.000 y 7.000) y que el principal drama de todas ellas es que podríamos decir –en términos mundanos- que no están catalogadas. Es decir que, a pesar de ser genéticas y crónicas, además de manifestarse primordialmente en la infancia, no reciben atención en la investigación clínica y experimental, quedando huérfanas del interés del mercado y de las políticas de salud públicas.
A diferencia de las anteriores, lo que más me impactó de esta jornada fue el aspecto testimonial. Porque es muy diferente que te hablen de síntomas, a que te los explique en primera persona un paciente o la madre de un pequeño afectado, que lucha cada día contra una enfermedad desconocida y terrorífica.
Y entonces me vino a la memoria la imagen de mi hermano, Ángel, que murió hace justo cinco años. Nació con falta de corteza cerebral (caso también raro) con lo que no llegó mentalmente ni a catorce meses de edad. Sin embargo, era un tío muy alegre, que imitaba sonidos y cantaba, inundando de alegría el Centro de Disminuidos Psíquicos de Can Ruti, donde siempre lo atendieron de maravilla.
Personas como Ángel pueden tener una disminución física y mental, pero nos dan mil vueltas en el aspecto espiritual, que desgraciadamente está tan olvidado en la actualidad.
Como explicaba uno de los ponentes, Felio Vilarrubias, de la Fundación Talita, padre de un chico –Pablo- que nació con síndrome de Down: “Ellos humanizan a quienes les rodean”.
Y entonces me vino a la mente otra imagen, directamente relacionada con el fútbol americano - donde he trabajado prácticamente toda mi vida-, la de aquella generación de quarterbacks de los años ochenta, pero cuyo espectacular juego continuó hasta bien entrada la siguiente década. En concreto el de cuatro pasadores que, sumando esfuerzos, fueron incapaces de ganar una sola Super Bowl, aunque disputaron seis: Jim Kelly, Boomer Esiason, Dan Marino y Doug Flutie. Todos ellos tenían en común una cosa: un hijo con una dolencia poco común. El de Kelly padecía la enfermedad de Krabbe, el hijo de Esiason, fibrosis quística, los de Flutie y Marino, autismo, aunque el del primero mucho más severo que el del segundo.
Los cuatro fueron muy importantes deportivamente para su generación. Marino fue el primer jugador en la historia en superar las 5.000 yardas de pase en una temporada, toda una hazaña en aquella época, en que se lanzaba el balón mucho menos que ahora. Kelly llevó a los Buffalo Bills a cuatro Super Bowls seguidas, mostrando por primera vez el ataque no huddle que ahora utilizan prácticamente todos los equipos de la NFL. Esiason fue el artífice de la temporada mágica de los Cincinnati Bengals de 1988, que solo pudo claudicar ante el espectacular avance que concluyó con un pase de Joe Montana a John Taylor en los últimos segundos de la Super Bowl XXIII. Tras reescribir los libros de récords de la liga universitaria, Flutie no tuvo sitio en la NFL. Los expertos argumentaban que era muy bajito. Sin embargo, después de poner patas arriba la liga canadiense, fue fichado por los Bills, donde no solo salvó al equipo de la desaparición, sino que los llevó dos años seguidos a playoffs, algo que no ha conseguido ningún otro quarterback en veinte años.
Pero sus hazañas se multiplicaron por límites insospechados gracias a su trabajo fuera del terreno de juego. Todos hablaron abiertamente de las enfermedades de sus hijos, convirtiendo la NFL en una liga más humana, más cercana al aficionado medio, gracias a mostrar que también eran hombres de carne y hueso que sufrían como cualquier mortal.
La implicación de estos quarterbacks con la sociedad fue total. Ninguno dudaba en afirmar que las enfermedades de sus hijos los habían hecho mejores personas. Jim lanzó la fundación Hunter’s Hope que, a pesar del fallecimiento de su hijo en 2005, sigue activa ayudando a todos aquellos carentes de recursos para afrontar una carga de este calibre. El que fuera quarterback de los Bengals fundó la Boomer Esiason Foundation para apoyar a la comunidad afectada por fibrosis quística. El pequeño astro lanzó la Doug Flutie Jr. Foundation, cuyo estandarte fueron los famosos cereales Flutie Flakes, cuyas ganancias se dedicaron íntegramente a combatir el autismo.
Mientras otras ligas profesionales americanas afrontaron enormes problemas a finales del siglo pasado (positivos en controles antidopaje, desencuentros laborales…), la NFL afianzó su posición de deporte número 1 en Estados Unidos. Se pueden buscar miles de motivos, pero creo que una de las principales razones fue la sensacional imagen proyectada por sus mejores jugadores, imagen que, curiosamente, en una liga de hombres duros, se aportó desde la debilidad.
Por cierto: no dejéis de rezar por Iñaki, aquejado del síndrome de Sanfilippo. Su madre, Janette Ojeda, explicó valientemente su testimonio en la jornada del miércoles pasado.