Los milagros de Cristo, narrados en los evangelios, son la revelación del amor de Dios hacia el hombre; particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene necesidades, el hombre que implora la curación, el perdón, la piedad. Los milagros son, pues, signos del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y, de manera especial, en el Nuevo Testamento.

Curación de la hemorroísa. Fresco en la Catacumba de Marcelino y Pedro, en Roma

La lectura del Evangelio nos hace comprender y nos hace casi sentir que los milagros de Jesús tienen su fuente en un Corazón que ama, que se preocupa, en el Corazón de Cristo, al que acabamos de celebrar con toda solemnidad en este mes de junio, recién terminado. Corazón lleno de misericordia, que vive y vibra dentro de un corazón humano. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, realiza los milagros para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico y el mal moral; es decir, el pecado. Finalmente, para luchar contra aquel que es padre de la mentira, del pecado, en la historia de cada hombre; para luchar y, sobre todo, -que es lo que a nosotros nos tiene que dar seguridad- para vencer a Satanás.

Los milagros, por tanto, son para el hombre. Son obras de Jesús, que, en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa del desorden y del desconcierto. Por eso, en las mayores dificultades, cuando nos encontramos en situaciones difíciles es cuando tenemos que venir a buscar a Cristo, como la mujer hemorroísa del Evangelio o el jefe de la sinagoga. En los momentos de dificultad. Quienes los reciben, quienes son beneficiarios de estos milagros, y quienes los presencian, se dan cuenta de este hecho: del amor misericordioso de Dios. De tal modo que, como afirma San Marcos, sobremanera se admiraban diciendo: Todo lo ha hecho bien. A los sordos hace oír y a los mudos hablar.

Está claro que cuando Jesús, en medio de la aglomeración de la gente que se roza con Él por todas partes, se vuelve y pregunta: ¿Quién me ha tocado?, es porque Él mismo percibe que se está tratando de una forma especial de contacto. La hemorroísa, a la que ningún médico había podido ayudar, había tocado con fe el borde de su vestido, y Jesús la despide diciéndole: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz. Cuando habla de fe, Jesús lo hace siempre en sentido teológico: fe en el poder de Dios, en lo que Dios puede hacer en esa mujer que, desesperada, después de haber ido por todas partes, después de haber acudido a los médicos y a todos los remedios..., al final se acerca a Jesús. Y es entonces cuando, por su fe, recibe la sanación. La Biblia no conoce nada parecido a la fe en los poderes mágicos de un hombre, sino que habla de los milagros de Cristo el Señor, y esta fe es el recipiente en el que la fuerza contenida en Jesús se puede verter. Jesús tiene la fuerza, tiene el poder de salvarnos, física y moralmente, de nuestras debilidades, y nosotros nos acercamos para recibir ese poder.

Pero, al decir al mismo tiempo que una fuerza ha salido de Él, queda claro que esta no se derrama simplemente a través de su humanidad, sino que es la fuerza de su humanidad divina, cuya salida representa una especie de pérdida, un debilitamiento. La pregunta que Jesús hace demuestra que no ha sido Él quien ha dejado salir de sí la fuerza, sino que la fe de la mujer se la ha sustraído, ha ejercido sobre Él un poder desconocido para ella. Desde luego, esto no significa -explica el cardenal Von Balthasar[1]- que los hombres le puedan arrebatar a Cristo nada contra su voluntad, sino que en Él existía una voluntad más profunda de estar a disposición de los hombres con toda su humanidad divina.

Es lo que Jesús quiere hacer en tu vida, en la vida de cada uno de nosotros. Nos está pidiendo que nos acerquemos a Él. Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados por el peso de los pecados, por las dificultades de la enfermedad, por vuestros problemas... Los que estáis agobiados. Y Yo os aliviaré. Este es el Corazón de Cristo, que, lejos de dejarse arrebatar nada casi sin darse cuenta, lo que quiere provocar es esta entrega que Él mismo nos da. Pero nos pide la fe. Tal apertura de Jesús que se ofrece queda clara en el pasaje donde una gran muchedumbre del pueblo... había venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Toda la gente procuraba tocarlo, porque salía de Él una fuerza (Lc 6, 17ss).

Es necesaria la potenciación de esta fe en nuestra vida. Escuchad lo que afirmaba San Serafín de Sarov, monje ruso (1759-1833), que durante dieciséis años vivió en una clausura absoluta. Dotado de gran carisma, después se dedicó a ser guía espiritual y confesor de los monjes más jóvenes de su comunidad. Y además socorría y confortaba a gran cantidad de gente.

Este texto fue escrito hace casi doscientos años, pero tiene la vitalidad con la que nosotros tenemos que revisar nuestra vida de fe ante Jesús.

«En nuestros días, la santa fe en nuestro Señor Jesucristo se ha hecho tan tibia, y la insensibilidad e indiferencia por la comunión con Dios ha crecido tanto, que realmente se ha de decir que nos hemos alejado casi por entero de la verdadera vida cristiana. Muchos pasajes de la Sagrada Escritura se han hecho hoy completamente extraños para nosotros; hay gente que la califica de incomprensible: ¿cómo ha de ser posible que los hombres contemplen a Dios de manera tan concreta? Pero esto no es en absoluto tan incomprensible; el hecho de que ya no entendamos las cosas se debe a que nos hemos alejado de la sencillez original del conocimiento cristiano, y nos vemos arrastrados a tal oscuridad de ignorancia por una supuesta ilustración: hoy en día consideramos inconcebible todo aquello de lo que los antiguos tenían un concepto lo bastante claro como para hablar entre ellos de la revelación de Dios al hombre como de un hecho generalmente aceptado».

Hoy nosotros nos empeñamos en nuestra soberbia intelectual. Hemos reducido tanto la acción de Dios, que solo puede ser lo que nosotros vemos, entendemos, tocamos, palpamos. Y el Señor nos presenta -y ya lo hemos meditado- el ejemplo de Tomás. Es la fe, junto con nuestras obras. Lo hemos escuchado en la segunda lectura de una manera exigente que también nos tiene que hacer reflexionar. Dice Pablo: Es necesaria una nivelación entre nosotros, que tenemos, entre nuestras posibilidades -no se trata tanto del baremo económico, de nuestro dinero particular- y aquellos que necesitan. A lo mejor en un momento determinado serán los pobres materiales, los que no tienen dinero. Pero también tiene que haber una nivelación en nuestra entrega. No me puedo sentar cómodamente a escuchar la Eucaristía, y ya está, y con eso cumplir con mi vida cristiana. Por eso se pide el aumento de la fe.

Si ese ejemplo de San Serafín nos puede parecer lejano podemos recordar al beato Pier Giorgio Frassati, joven de nuestro tiempo, fallecido a los 24 años en 1925. Su vida no fue insólita en hechos externos; es más, se considera una vida normal, pero extraordinariamente animada por el espíritu del Evangelio. De eso se trata: de una vida extraordinariamente animada por el espíritu del Evangelio. San Juan Pablo II lo llamó “el hombre de las ocho bienaventuranzas”. Fue beatificado en 1990. Deportista, lleno de vida, siempre rodeado de amigos en los que infundía su ánimo alimentado sobrenaturalmente con la oración y la Eucaristía, Pier Giorgio fue y sigue siendo un perfecto modelo de santidad cotidiana, al alcance de todos; modelo para los laicos cristianos, como fascinante camino de santidad.

Esta es la medida. En una vida absolutamente normal. Y en sus tiempos libres, la dedicación a los pobres, a los enfermos, a los que nos necesitan. Y cuando muere Pier Giorgio, su propia hermana, ante las colas que se forman delante de su sepulcro, afirma: Ese día nos dimos cuenta de que nuestro hermano era un santo.

Esto es lo extraordinario: hacer las cosas -como nos dice Jesús en el Evangelio- sin que nadie las vea. Solo Dios, que ve en lo escondido y que es el que premia. Es necesario que hoy le escuchemos decir a Jesús: Talita qumi. Levántate. Porque el Señor quiere sacarnos de la tibieza que muchas veces envuelve nuestra vida cristiana, y enviarnos a los demás para predicar en el nombre de Cristo la verdad del Evangelio; en la sociedad, en medio de nuestro mundo.

Que aprovechemos este tiempo del verano, de nuestras vacaciones, para leer sin prisas cualquiera de los evangelios, el Catecismo, la vida de un santo, escritos de la Iglesia que nos ayuden a fortalecer nuestra vida cristiana. Y si a lo largo del año tenemos mayor dificultad para acudir entre semana a la celebración de la Santa Misa, a recibir el Cuerpo del Señor, hagámoslo también estos días. La fe se tiene que potenciar en el trato con Cristo. Depende de nosotros. Luego vendrá la realización de obras magníficas que incluso a nosotros mismos nos asombrarán. Serán fruto de la fe. Tu fe te ha salvado. Vete en paz.

El viernes celebramos, con la ocasión de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el Día del Papa. Fieles y personas de buena voluntad de todo el mundo ofrecerán al Santo Padre su ayuda económica como expresión de apoyo a la solicitud del Sucesor de Pedro por las múltiples necesidades de la Iglesia Universal y las obras de caridad en favor de los más necesitados.

Por ello, el sostenimiento de los fieles -el Óbolo de San Pedro- constituye una verdadera participación en la acción evangelizadora, especialmente si se consideran el sentido y la importancia de compartir concretamente la solicitud de la Iglesia Universal.

Junto al cristianismo nació la práctica de ayudar materialmente a quienes tienen la misión de anunciar el Evangelio, para que puedan entregarse enteramente a su ministerio, atendiendo también a los necesitados (cf. Hch 4, 34; 11, 29).

Pueblos anglosajones, tras su conversión, a finales del siglo VIII, se sintieron tan unidos al obispo de Roma que decidieron enviar de manera estable una contribución anual al Santo Padre. Así nació el Denarius Sancti Petri (Limosna a San Pedro), que pronto se difundió por los países europeos.

La colecta se realiza actualmente en todo el mundo católico, el 29 de junio o el domingo más próximo a la solemnidad de San Pedro y San Pablo.

El óbolo se puede enviar en cualquier momento por correo a nombre de Su Santidad, a la Ciudad del Vaticano.

 

PINCELADA MARTIRIAL

De nuevo, en un primero de julio, recordamos los que los Obispos españoles dijeron en su Carta Colectiva un 1 de julio de 1937:

El Episcopado[2], desde 1931, «ajustándose a la tradición de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y, a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia de tiempo atrás establecido».

«La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos extranjeros se ha censurado a la Iglesia en España. Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristianas que secularmente habían informado la vida de la nación; pero quien le acuse de haber provocado esta guerra o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad».

«No nos hemos atado con nadie -personas, poderes o instituciones-, aun cuando agradezcamos el amparo de quienes han podido librarnos del enemigo que quiso perdernos y estemos dispuestos a colaborar, como obispos y españoles, con quienes se esfuercen en reinstaurar en España un régimen de paz y de justicia. Ningún poder político podrá decir que nos hayamos apartado de esta línea en ningún momento».

También pueden recordar este artículo:

https://www.religionenlibertad.com/blog/47945/contamos-los-martires-por-millares-carta-colectiva.html

 

[1] Hans Urs Von BALTHASAR, Tú tienes palabras de vida eterna, página 129 (Madrid, 1998).

[2] Carta colectiva, número 3, Nuestra posición ante la guerra.