Hay acontecimientos que pueden parecer interesantes sólo para un país en concreto y generalmente me abstengo de comentarlos, porque procuro referirme a aquello que pueda afectar a la Iglesia en general. Pero a veces algo que sucede en un país es un síntoma de algo más serio que se manifiesta o se puede manifestar en otros.
Me refiero en este caso al entusiasmo que el Papa Francisco despierta en personajes de dudosa honorabilidad, cuando no abiertamente criminales. Por ejemplo, el venezolano Maduro ha salido en defensa del Pontífice, denunciando que hay un complot contra él porque es muy amigo de los pobres. O el político ultraizquierdista español Pablo Iglesias, se ha descolgado con unas declaraciones en las que manifiesta su simpatía hacia Francisco y, de paso, fustiga a algunos obispos españoles a la vez que reclama que se supriman los acuerdos entre la Iglesia y el Estado español. Que los amigos del Papa sean dictadores de hecho o en potencia, enemigos declarados de la Iglesia y, en un caso al menos, responsables de dejar morir de hambre a millones de personas, a mí me preocupa muchísimo. No creo que haya nada que pueda hacer más daño al Papa y a la Iglesia que esas amistades. Con esto no quiero decir que sean amistades auténticas o que el Papa haya dado pie para que se pueda pensar en eso. Más bien creo que son amistades interesadas por parte de los políticos que se autoproclaman así, para beneficiarse de la gran popularidad de Francisco, sin que les importe hacerle daño con ello.
Junto a eso, me preocupa también la división que se está creando en la Iglesia. Cada vez se ve con más claridad la existencia de dos bandos y eso es lo peor que puede ocurrir. Un sector de los que se proclaman “francisquistas” eran los peores enemigos de los pontífices precedentes y ahora reclaman una fidelidad al Pontífice que ellos no tuvieron en ningún momento con sus predecesores. Más aún, se han convertido en perseguidores de los que, según ellos, son la oposición a Francisco, a los cuales acusan de impedir que el Papa aplique la supuesta reforma que estaría deseando hacer en la Iglesia. Esta agresividad se pone de manifiesto por escrito sobre todo, pero cada vez va más lejos, como ha tenido ocasión de comprobar el cardenal Müller en Trieste, donde había ido para dar una conferencia. Hay un sector eclesial que se radicaliza por momentos y que, en nombre del Papa, ataca verbalmente, y están empezando a cruzar esa barrera, a todos los que supuestamente se oponen a Francisco. ¿Alguien se imagina que esto hubiera sucedido en los pontificados anteriores? Marx -que por cierto sólo ha tenido un nuevo ingreso en su seminario este año-, fue nombrado arzobispo de Munich por Benedicto, lo mismo que Bruno Forte. Kasper fue nombrado cardenal por Juan Pablo II. Había discrepancias en la Iglesia y también había respeto. Los firmantes de la Declaración de Colonia de 1989, contra Juan Pablo II, no fueron represaliados. Ahora, los que se dicen amigos del Papa, se dedican a atacar e insultar a los que ellos han calificado como enemigos del Pontífice. De poco sirve que el Santo Padre tenga detalles de aprecio con los atacados -como hizo recientemente con unas elogiosas declaraciones hacia el cardenal Burke- o que insista en que lo que sus supuestos amigos dicen que quiere hacer no es lo que de verdad él quiere hacer -como ha recordado a los obispos chilenos, al afirmar que su objetivo con el Sínodo no era abrir la puerta a la comunión de los divorciados vueltos a casar-. En contra de sus intenciones y de sus deseos, por desgracia, se ha difundido ya la idea de que el Papa está con gente como Iglesias y Maduro y que el Vaticano es una cueva de corruptos que se oponen a la reforma que el Papa quiere hacer. Repito, todo esto no sirve más que para hacer mucho daño a la Iglesia. Sus enemigos lo saben y están aplicando el viejo principio de “divide y vencerás”, con la novedad de que ahora están utilizando la figura del Papa para conseguirlo.