“Contestó él: ‘Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.” (Jn 9, 25)
El relato de la curación del ciego de nacimiento nos puede ayudar para considerar cuál es nuestra propia situación. También nosotros podemos y debemos decir, como aquel hombre: “era ciego y ahora veo”. Sin Jesús somos como ciegos que vamos por la vida andando por caminos desconocidos y, por lo tanto, dándonos golpes. Sin Jesús nos metemos en problemas y caemos en pecados que nos hacen daño y que incluso arruinan las muchas posibilidades que la vida nos ofrecía. Sin Jesús y la luz moral que Él nos da, nos dejamos llevar de nuestros instintos, de la ética ambiental cada vez más permisiva, y no sólo nos convertimos en nuestros principales enemigos, sino que hacemos daño a los que nos rodean, incluso a aquellos a los que más queremos.
En cambio, gracias a Jesús tenemos una noción del bien y del mal que nos ayuda a saber por dónde tenemos que caminar sin equivocarnos. Incluso aunque cayéramos, gracias a Jesús sabemos que podemos volver a empezar pidiendo perdón, y sabemos también cuál es el camino en el que tenemos que situar de nuevo nuestros pasos después de la caída. Démosle gracias a Dios por haber tenido la suerte de conocerle y corramos a contar a los demás que éramos ciegos y que Jesús nos ha curado, nos ha salvado. No hacerlo así será un grave pecado de omisión, pues quizá sea nuestro testimonio lo que ayude a esa persona, que es un ciego como nosotros lo éramos, a buscar y encontrar a Cristo, a tener luz, a dejarse salvar por el Señor. No tengamos miedo a que nos critiquen por defender y vivir una moral que llaman anticuada; en el fondo, todo el mundo admira a los que van contracorriente y, en cada momento de la historia, éstos son los que han salvado al mundo.