No soy muy dado a escribir en primera persona; sin embargo, como voy a contar una experiencia personal, haré una excepción a la regla. El fondo de lo que contaré: un amanecer, el sagrario, la lámpara y la mirada de Sto. Domingo de Guzmán.
¿Qué pasó aquella mañana de sábado? Teníamos que estar para el rezo de Laudes a las 7:30AM, pero por alguna extraña razón, me levanté antes de las 6, de manera que me dio tiempo de alistarme. Vi el reloj y faltaba hora y media para reunirnos. Entonces, dije: ¿qué haré? En el convento todo era silencio todavía. Fue ahí que pensé: “ve a la capilla, aprovecha, ¿cuántas veces en la vida tienes la oportunidad de ver el amanecer frente a Jesús en el sagrario? La capilla cuenta con un enorme ventanal hacia el bosque. De ahí lo de mirar cómo amanecía y hacerlo en oración. Sí, ¡oración!, justo lo que nos falta con tantos pendientes en el trabajo.
Fue un momento sin palabras. Tardó en salir el sol. La escena era especial, pues solo iluminaba la lámpara color rojo que recuerda la presencia de la hostia consagrada en el Sagrario. A mi derecha, ese destello dejaba entrever la pintura de Sto. Domingo de Guzmán, un ejemplo del gusto de dar a conocer la fe en los más variados contextos.
Estoy convencido de que lo que “engancha” o hace perseverar en la Iglesia no es el activismo, sino los espacios de oración como el que me tocó. Algunas veces solo, otras con el grupo entero. Realmente ayuda a madurar y es que el diálogo con Dios no es para evadir la vida, sino para tomarla, en palabras del papa Francisco, “como viene” y desde ahí, seguir avanzando. Y, por cierto, eso de mirar, de contemplar en silencio, lo aprendí de la Espiritualidad de la Cruz. Vale la pena decirlo pues son los dos carismas que han sido claves para mí.
Ojalá algún lector se anime a escribirnos alguna experiencia parecida.
Capilla del convento. Fuente: perfil del convento en Facebook.
Fue el 3 de agosto de 2013. Estaba pasando un fin de semana de retiro junto con otros jóvenes en el convento de San Luis Beltrán –Agua Viva, Estado de México- de la querida Orden de Predicadores, lo de “querida” es todo menos algo cursi, pues expresa el aprecio por los frailes que supieron enseñarnos, escucharnos y, sobre todo, ayudarnos a decidir qué hacer con nuestra vida. En mi caso, laico.¿Qué pasó aquella mañana de sábado? Teníamos que estar para el rezo de Laudes a las 7:30AM, pero por alguna extraña razón, me levanté antes de las 6, de manera que me dio tiempo de alistarme. Vi el reloj y faltaba hora y media para reunirnos. Entonces, dije: ¿qué haré? En el convento todo era silencio todavía. Fue ahí que pensé: “ve a la capilla, aprovecha, ¿cuántas veces en la vida tienes la oportunidad de ver el amanecer frente a Jesús en el sagrario? La capilla cuenta con un enorme ventanal hacia el bosque. De ahí lo de mirar cómo amanecía y hacerlo en oración. Sí, ¡oración!, justo lo que nos falta con tantos pendientes en el trabajo.
Fue un momento sin palabras. Tardó en salir el sol. La escena era especial, pues solo iluminaba la lámpara color rojo que recuerda la presencia de la hostia consagrada en el Sagrario. A mi derecha, ese destello dejaba entrever la pintura de Sto. Domingo de Guzmán, un ejemplo del gusto de dar a conocer la fe en los más variados contextos.
Estoy convencido de que lo que “engancha” o hace perseverar en la Iglesia no es el activismo, sino los espacios de oración como el que me tocó. Algunas veces solo, otras con el grupo entero. Realmente ayuda a madurar y es que el diálogo con Dios no es para evadir la vida, sino para tomarla, en palabras del papa Francisco, “como viene” y desde ahí, seguir avanzando. Y, por cierto, eso de mirar, de contemplar en silencio, lo aprendí de la Espiritualidad de la Cruz. Vale la pena decirlo pues son los dos carismas que han sido claves para mí.
Ojalá algún lector se anime a escribirnos alguna experiencia parecida.