El pasado lunes se conmemoró el centenario de nacimiento de San Juan Pablo II. Al ver en el tiempo turbulento en el que vivió y en el que vivimos ahora como humanidad pienso en cómo muchos de los grandes hombres de la historia se han forjado en el dolor.
Justo el día de su centenario leí en el portal Vatican News que su hermano, Edmundo Wojtyla, murió a los 26 años luego de tratar a un paciente durante una epidemia de escarlatina, solo un año después de haber obtenido el título de médico en la universidad Jaguellónica de Polonia. “El joven doctor sabía de las posibles consecuencias (de atender pacientes con esta enfermedad) pero como el Buen Samaritano, no se preocupó por el costo para sí mismo sino que se empeñaba en atender a los más necesitados”, dice el artículo dedicado a Edmundo. ¡Cuántas historias similares vemos hoy de médicos que han dado la vida por sus pacientes! Es lo que se llama, vivir el “martirio del deber”.
Pienso en la aparentemente trágica infancia y juventud de Karol Wojtlyla. A los ocho años perdió a su madre y solo cuatro años después murió Edmundo, su único hermano. Y cuando tenía 21 años su padre murió repentinamente de un infarto. “Lolek (como le llamaban cariñosamente a Juan Pablo II en su juventud) pasó toda la noche de rodillas frente al cuerpo de su padre (…) el joven huérfano recordaría más tarde: ‘nunca me he sentido tan solo’”, cuenta su biógrafo George Weigel en el libro Testigo de esperanza.
En esa soledad tuvo que enfrentar momentos tan dolorosos como la ocupación Nazi en Polonia, que pretendía acabar con cualquier rastro de cultura de su país y en la que murieron muchos de sus amigos.
Wojtyla pudo haber perdido la fe y haberse limitado a ser un escritor o dramaturgo cargado de desesperanza, resentimiento y odio. Sin embargo, este hombre supo encarnar las virtudes contrarias: esperanza, sanación y amor, las cuales se ven reflejadas tanto en los poemas y obras de teatro escritas por él como en su teología. “Sin la esperanza se apaga el entusiasmo, decae la creatividad y mengua la aspiración hacia los más altos valores”, dijo una vez siendo papa.
De San Juan Pablo II podemos aprender hoy a no temer al sufrimiento, a permitirnos llorar cuando sea necesario, pero mirando el dolor con valentía y con la confianza de que aún el dolor más agudo se puede transformar en la mejor escuela para forjar una esperanza que no es ingenua ni inmadura sino que está sostenida por Dios, quien nunca abandona a sus hijos.
“También la crisis del sentido de la existencia y el enigma del dolor y de la muerte vuelven con insistencia a llamar a la puerta del corazón de nuestros contemporáneos”, dijo el hoy santo en una audiencia general en 1998. “La esperanza nos sostiene y protege en el buen combate de la fe … Hoy no basta despertar la esperanza en la interioridad de las conciencias; es preciso cruzar juntos el umbral de la esperanza”.