Del libro El padre Poveda, escrito por el padre Domingo Mondrone, SJ, (páginas 273 a 285).
En la noche del 26, vigilia del arresto, “parece que el siervo de Dios -declara su hermano Carlos-, preveía que habían de martirizarlo, por lo que me pidió a mí la vida del padre Pro, y estuvo hojeándola. Llamó asimismo a mi mujer, y nos dijo que quería darnos la bendición, por si era la última noche que pasábamos juntos. A mí esto me sobrecogió”. A la repetida invitación de dejar aquella residencia conocida de todos, su respuesta fue la misma de siempre. Hecha una larga visita en su capilla a la Reina de los mártires, se dispuso a pasar su última noche en aquel que había sido el centro piloto de la Institución.
La mañana del 27 lo halló tan agotado de fuerzas que se vio obligado a retardar por alguna hora la celebración de la Misa. Los ornamentos de aquel día eran rojos. La Iglesia conmemoraba a San Pantaleón, un mártir de las persecuciones de Diocleciano. Don Pedro, aunque podía celebrar otra Misa, prefirió celebrar la del mártir. Fijada la hora de las 8, “como de costumbre celebró en su oratorio y allí acudimos a oírla y a recibir la Sagrada Comunión las que estábamos en el Internado”.
Más tarde se nos describirá así aquella Misa:
El Padre tiene la cara intensamente pálida y los ojos profundos. Todo él está abismado en el rito del sacrificio. Le oímos pronunciar lentamente, parándose, acentuando las palabras. En la lectura de la epístola, se detiene, como si quisiera agotar el sentido del texto: Acuérdate de Cristo, por el cual trabajo hasta verme entre cadenas como malhechor, si bien la palabra de Cristo no está encadenada.
Todos se miran, sin acertar a ver claro en las palabras, sin poder escapar al halo tenso que prende en el ambiente. Les gana el presentimiento. Al fondo del retablo se alza la Cruz, erguida sobre los cirios. Al pie, la Virgen Dolorosa enlaza las manos sumisas, maternales, y nos acuna con la mirada. Del texto evangélico salta la invitación sólo sentida por Don Pedro en toda su aguda intensidad: Y así todo el que me reconociere delante de los hombres, también yo le reconoceré delante de mi Padre. Ha rezado el ofertorio. Ha consagrado, despacísimo, lentamente, regaladamente, y ha repartido el Cuerpo de Cristo ¡hasta el fin!
Ite Missa est, ha dicho en alto, y nadie se ha movido. Don Pedro abandona el altar. En el oratorio flota un clima de expectación, como si algo no hubiera concluido. Don Pedro pasa a su despacho y allí continúa la acción de gracias.
Un poco después alguien de la casa se acerca y abre la puerta. El Padre está con el breviario abierto, hundido en la oración. No se atreve a decir nada y espera todavía. Al fin:
-Padre, ¿desea algo?
-Nada. Baja a desayunar…
Hacia las nueve, mientras el padre estaba aún absorto en la acción de gracias, -de aquella última Misa y viático suyo para la eternidad- se oyó golpear con violencia la puerta de la casa. Alguien, al ver que eran milicianos y que habían entrado como dominadores, husmeando de acá para allá, como si fueran a la caza de alguno, advirtió inmediatamente al siervo de Dios por el teléfono interior. Precisamente en aquel momento, su hermano Carlos baja la escalera para dirigirse a su oficina en el Tribunal de Menores. “Al verme salir dijeron: -Venimos buscando a una rata muy gorda, y me hicieron volver sobre mis pasos para que les indicara por dónde había salido. Al tiempo de llegar a nuestro piso, mi hermano salía a la puerta, ya vestido de paisano y se entregó voluntariamente a los milicianos: -Yo soy el que buscáis. Alguien intervino para preguntar a los milicianos si traían la orden de arresto. Respondieron afirmativamente, pero sin exhibir ningún documento escrito.
Obligados a salir a la calle, el padre Poveda y su hermano, encontraron en la puerta a un grupo de teresianas a las cuales el siervo de Dios dijo, con actitud serena e incluso gozosa: -Adiós, yo me voy con estos señores y sonrió en señal de saludo a unos vecinos de la calle. Al ser cacheado extendió los brazos e inmediatamente fue obligado a subir a un coche junto con Carlos. Nos internaron en un coche, -narra Carlos- y frente a nosotros se colocaron tres milicianos con las pistolas al descubierto. Durante el trayecto, mi hermano les dijo.
¿Cómo es que me perseguís, si no me conocéis?
Y ellos replicaron: sí te conocemos, tú eres una rata muy gorda que haces mucho mal a los maestros laicos.
De allí a pocos minutos estaban en la calle de la Luna (sobre estas líneas), donde se encontraba la CNT. Fueron presentados con estas palabras. Aquí os traemos un cura y un fascista. ¡Que los maten! Don Pedro Poveda, al ser interrogado respondió: Soy un ministro del Señor. Después de una breve espera, de nuevo al coche en dirección a la UGT, en la calle Piamonte, donde pasaron de una secretaría a un tribunal y de un tribunal a una secretaría. Mi hermano, al ser interrogado, -dice Carlos-, daba siempre la misma respuesta. Soy un ministro del Señor. Aquí sobrevino una llamada telefónica, procedente del Tribunal de Menores y provocada por la mujer de Carlos o por las Teresianas. Con ella se reclamaba que los dos detenidos fueran conducidos a dicho Tribunal. Los milicianos respondieron que sí, pero siguieron sus planes. Pasaron a los dos por un teatro lleno de gente y de nuevo la representación: Un cura y un fascista. Soy un sacerdote de Cristo, respondía con valentía el padre Poveda en medio de los gritos y blasfemias de la multitud.
Después de un largo recorrido en automóvil, volvieron a la calle de la Luna, no ya a la CNT, sino a un modesto local en el número 7, donde aún hoy existe un pequeño bar. Esta parada se debió a una avería del coche, que hubo de ser cambiado. Carlos aprovechó para preguntar, en tono de protesta, por qué no les llevaban al Tribunal de Menores, como habían prometido por teléfono y a la vez dejó entrever con sus palabras una oferta de dinero. El interrogatorio fue explícito y franco: a Ti no te pasará nada, pero a tu hermano no hay más remedio que llevarlo a la Dirección General de Seguridad, porque hemos recibido estas órdenes del Ministerio, y si no lo hacemos, nos matan a nosotros.
Llegado el coche de repuesto, sin matrícula y con hombres armados, ordenaron al Siervo de Dios que subiera él y ya no permitieron a Carlos acompañarlo. Entonces mi hermano se despidió de mí con un abrazo y con estas palabras: Tú no tengas miedo, a ti no te pasará nada, pero Dios quiere que tengas un hermano fundador y mártir. Intentó darme el reloj, pero los milicianos lo impidieron y únicamente pude recibir de él la pluma estilográfica que he entregado a la IT. Pensando yo que lo llevarían a la Dirección General de Seguridad, como me dijeron, me dirigí a ese organismo, hice distintas gestiones ante las personas conocidas, quienes me prometieron interesarse para que no le sucediera nada a mi hermano.
Carlos no se movió de allí durante casi todo el día. Hacia las tres de la tarde las teresianas supieron estas tristes noticias; pero por más que hicieron para averiguar el paradero del P. Poveda, no lograron dar con ninguna huella. Sólo más tarde, hacia fines de 1939, se pudo en cierto modo, reproducir cómo y dónde el siervo de Dios pasó el tiempo desde el momento en que su hermano lo perdió de vista hasta su muerte. Estos ulteriores detalles los recogió el mismo Carlos, de boca de un sacerdote, hoy difunto: don Julio Barcía que, en la tarde del 27 de julio, entre las ocho y media y las nueve, vino a encontrarse juntamente con don Pedro Poveda, encarcelado en uno de los locales de la CNT, lo que hace suponer que no fue llevado a la Dirección General de Seguridad, sino a la Casa del Pueblo.
En la declaración de Carlos se lee:
“Mi hermano, que sin duda conocía a aquel sacerdote, se le acercó, según me dijo D. Julio y le manifestó: ¿Es Vd. sacerdote? Porque quisiera reconciliarme. Se confesó con él y después fue sometido a un simulacro de juicio. Según el mismo don Julio, le acusaron de que era medio obispo y que él y un grupo de mujeres hacían mucho mal a los maestros y maestras laicos. Después debió salir conducido por los milicianos y dice que mi hermano se despidió de él muy amablemente.
En confirmación de estos detalles, debidos a Carlos, tenemos una carta de don Juan José Marcos, que era Secretario de Cámara del Obispo de Madrid. Está dirigida a María de Echarri: “He hablado detenidamente con D. Julio Barcía, compañero de prisión del P. Poveda. Es muy interesante lo que relata del mismo. Recibió su confesión, le hizo promesa a él de que no le pasaría nada, y efectivamente, le dieron la libertad y no le volvieron a molestar. Afirma que el padre Poveda dio muestras de una gran serenidad y presencia de ánimo. Hablo con gran entereza del juicio de Dios, de su deseo de martirio, etc.” La fecha de la carta es del 13 de enero de 1942. El mismo D. Julio Barcía refirió después que en uno de los interrogatorios preguntaron al padre Poveda si era un fundador. Él lo afirmó y agregó que su obra estaba destinada a la defensa de la enseñanza católica.
Sobre estas líneas, fotograma de la excelente película Poveda, de Pablo Moreno. Las primeras imágenes se corresponden con la detención de san Pedro Poveda Castroverde.
En la noche del 26, vigilia del arresto, “parece que el siervo de Dios -declara su hermano Carlos-, preveía que habían de martirizarlo, por lo que me pidió a mí la vida del padre Pro, y estuvo hojeándola. Llamó asimismo a mi mujer, y nos dijo que quería darnos la bendición, por si era la última noche que pasábamos juntos. A mí esto me sobrecogió”. A la repetida invitación de dejar aquella residencia conocida de todos, su respuesta fue la misma de siempre. Hecha una larga visita en su capilla a la Reina de los mártires, se dispuso a pasar su última noche en aquel que había sido el centro piloto de la Institución.
La mañana del 27 lo halló tan agotado de fuerzas que se vio obligado a retardar por alguna hora la celebración de la Misa. Los ornamentos de aquel día eran rojos. La Iglesia conmemoraba a San Pantaleón, un mártir de las persecuciones de Diocleciano. Don Pedro, aunque podía celebrar otra Misa, prefirió celebrar la del mártir. Fijada la hora de las 8, “como de costumbre celebró en su oratorio y allí acudimos a oírla y a recibir la Sagrada Comunión las que estábamos en el Internado”.
Más tarde se nos describirá así aquella Misa:
El Padre tiene la cara intensamente pálida y los ojos profundos. Todo él está abismado en el rito del sacrificio. Le oímos pronunciar lentamente, parándose, acentuando las palabras. En la lectura de la epístola, se detiene, como si quisiera agotar el sentido del texto: Acuérdate de Cristo, por el cual trabajo hasta verme entre cadenas como malhechor, si bien la palabra de Cristo no está encadenada.
Todos se miran, sin acertar a ver claro en las palabras, sin poder escapar al halo tenso que prende en el ambiente. Les gana el presentimiento. Al fondo del retablo se alza la Cruz, erguida sobre los cirios. Al pie, la Virgen Dolorosa enlaza las manos sumisas, maternales, y nos acuna con la mirada. Del texto evangélico salta la invitación sólo sentida por Don Pedro en toda su aguda intensidad: Y así todo el que me reconociere delante de los hombres, también yo le reconoceré delante de mi Padre. Ha rezado el ofertorio. Ha consagrado, despacísimo, lentamente, regaladamente, y ha repartido el Cuerpo de Cristo ¡hasta el fin!
Ite Missa est, ha dicho en alto, y nadie se ha movido. Don Pedro abandona el altar. En el oratorio flota un clima de expectación, como si algo no hubiera concluido. Don Pedro pasa a su despacho y allí continúa la acción de gracias.
Un poco después alguien de la casa se acerca y abre la puerta. El Padre está con el breviario abierto, hundido en la oración. No se atreve a decir nada y espera todavía. Al fin:
-Padre, ¿desea algo?
-Nada. Baja a desayunar…
Hacia las nueve, mientras el padre estaba aún absorto en la acción de gracias, -de aquella última Misa y viático suyo para la eternidad- se oyó golpear con violencia la puerta de la casa. Alguien, al ver que eran milicianos y que habían entrado como dominadores, husmeando de acá para allá, como si fueran a la caza de alguno, advirtió inmediatamente al siervo de Dios por el teléfono interior. Precisamente en aquel momento, su hermano Carlos baja la escalera para dirigirse a su oficina en el Tribunal de Menores. “Al verme salir dijeron: -Venimos buscando a una rata muy gorda, y me hicieron volver sobre mis pasos para que les indicara por dónde había salido. Al tiempo de llegar a nuestro piso, mi hermano salía a la puerta, ya vestido de paisano y se entregó voluntariamente a los milicianos: -Yo soy el que buscáis. Alguien intervino para preguntar a los milicianos si traían la orden de arresto. Respondieron afirmativamente, pero sin exhibir ningún documento escrito.
Obligados a salir a la calle, el padre Poveda y su hermano, encontraron en la puerta a un grupo de teresianas a las cuales el siervo de Dios dijo, con actitud serena e incluso gozosa: -Adiós, yo me voy con estos señores y sonrió en señal de saludo a unos vecinos de la calle. Al ser cacheado extendió los brazos e inmediatamente fue obligado a subir a un coche junto con Carlos. Nos internaron en un coche, -narra Carlos- y frente a nosotros se colocaron tres milicianos con las pistolas al descubierto. Durante el trayecto, mi hermano les dijo.
¿Cómo es que me perseguís, si no me conocéis?
Y ellos replicaron: sí te conocemos, tú eres una rata muy gorda que haces mucho mal a los maestros laicos.
De allí a pocos minutos estaban en la calle de la Luna (sobre estas líneas), donde se encontraba la CNT. Fueron presentados con estas palabras. Aquí os traemos un cura y un fascista. ¡Que los maten! Don Pedro Poveda, al ser interrogado respondió: Soy un ministro del Señor. Después de una breve espera, de nuevo al coche en dirección a la UGT, en la calle Piamonte, donde pasaron de una secretaría a un tribunal y de un tribunal a una secretaría. Mi hermano, al ser interrogado, -dice Carlos-, daba siempre la misma respuesta. Soy un ministro del Señor. Aquí sobrevino una llamada telefónica, procedente del Tribunal de Menores y provocada por la mujer de Carlos o por las Teresianas. Con ella se reclamaba que los dos detenidos fueran conducidos a dicho Tribunal. Los milicianos respondieron que sí, pero siguieron sus planes. Pasaron a los dos por un teatro lleno de gente y de nuevo la representación: Un cura y un fascista. Soy un sacerdote de Cristo, respondía con valentía el padre Poveda en medio de los gritos y blasfemias de la multitud.
Después de un largo recorrido en automóvil, volvieron a la calle de la Luna, no ya a la CNT, sino a un modesto local en el número 7, donde aún hoy existe un pequeño bar. Esta parada se debió a una avería del coche, que hubo de ser cambiado. Carlos aprovechó para preguntar, en tono de protesta, por qué no les llevaban al Tribunal de Menores, como habían prometido por teléfono y a la vez dejó entrever con sus palabras una oferta de dinero. El interrogatorio fue explícito y franco: a Ti no te pasará nada, pero a tu hermano no hay más remedio que llevarlo a la Dirección General de Seguridad, porque hemos recibido estas órdenes del Ministerio, y si no lo hacemos, nos matan a nosotros.
Llegado el coche de repuesto, sin matrícula y con hombres armados, ordenaron al Siervo de Dios que subiera él y ya no permitieron a Carlos acompañarlo. Entonces mi hermano se despidió de mí con un abrazo y con estas palabras: Tú no tengas miedo, a ti no te pasará nada, pero Dios quiere que tengas un hermano fundador y mártir. Intentó darme el reloj, pero los milicianos lo impidieron y únicamente pude recibir de él la pluma estilográfica que he entregado a la IT. Pensando yo que lo llevarían a la Dirección General de Seguridad, como me dijeron, me dirigí a ese organismo, hice distintas gestiones ante las personas conocidas, quienes me prometieron interesarse para que no le sucediera nada a mi hermano.
Carlos no se movió de allí durante casi todo el día. Hacia las tres de la tarde las teresianas supieron estas tristes noticias; pero por más que hicieron para averiguar el paradero del P. Poveda, no lograron dar con ninguna huella. Sólo más tarde, hacia fines de 1939, se pudo en cierto modo, reproducir cómo y dónde el siervo de Dios pasó el tiempo desde el momento en que su hermano lo perdió de vista hasta su muerte. Estos ulteriores detalles los recogió el mismo Carlos, de boca de un sacerdote, hoy difunto: don Julio Barcía que, en la tarde del 27 de julio, entre las ocho y media y las nueve, vino a encontrarse juntamente con don Pedro Poveda, encarcelado en uno de los locales de la CNT, lo que hace suponer que no fue llevado a la Dirección General de Seguridad, sino a la Casa del Pueblo.
En la declaración de Carlos se lee:
“Mi hermano, que sin duda conocía a aquel sacerdote, se le acercó, según me dijo D. Julio y le manifestó: ¿Es Vd. sacerdote? Porque quisiera reconciliarme. Se confesó con él y después fue sometido a un simulacro de juicio. Según el mismo don Julio, le acusaron de que era medio obispo y que él y un grupo de mujeres hacían mucho mal a los maestros y maestras laicos. Después debió salir conducido por los milicianos y dice que mi hermano se despidió de él muy amablemente.
En confirmación de estos detalles, debidos a Carlos, tenemos una carta de don Juan José Marcos, que era Secretario de Cámara del Obispo de Madrid. Está dirigida a María de Echarri: “He hablado detenidamente con D. Julio Barcía, compañero de prisión del P. Poveda. Es muy interesante lo que relata del mismo. Recibió su confesión, le hizo promesa a él de que no le pasaría nada, y efectivamente, le dieron la libertad y no le volvieron a molestar. Afirma que el padre Poveda dio muestras de una gran serenidad y presencia de ánimo. Hablo con gran entereza del juicio de Dios, de su deseo de martirio, etc.” La fecha de la carta es del 13 de enero de 1942. El mismo D. Julio Barcía refirió después que en uno de los interrogatorios preguntaron al padre Poveda si era un fundador. Él lo afirmó y agregó que su obra estaba destinada a la defensa de la enseñanza católica.
Sobre estas líneas, fotograma de la excelente película Poveda, de Pablo Moreno. Las primeras imágenes se corresponden con la detención de san Pedro Poveda Castroverde.