El doctor J. M. Martí Bonet, profesor de Historia, en su libro Historia de de la Iglesia Antigua cita a un autor del siglo II, quien afirma:
«Los cristianos... pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Y de ahí nace una característica distintiva: la alegría repleta de esperanza y de seguridad, ya que su patria —el cielo— está para ellos muy cercana. Por esto van al martirio alegres perdonando y amando a quienes les quitan esta vida pero les abren la vida de su patria propia.»
Los mártires cristianos de los primeros siglos fueron unas ciento cincuenta mil personas a las que se conocía por su gran alegría. Incluso se los llegó a identificar y a delatar como cristianos por su alegría, porque irradiaban, comunicaban alegría.
Los mártires cristianos —tanto los de los primeros siglos como los mártires actuales— iban y han ido al martirio con gran paz, serenidad e incluso con gozo y alegría, cantando y alabando a Dios y a su Hijo Jesucristo, único y supremo Juez.
Mártir es igual a testigo. Ni los mártires ni los santos manifestaron nunca tristeza ni melancolía, ni abatimiento y menos por cosas materiales, temporales, caducas...
Ellos sí que fueron testigos que vivieron, irradiaron, expandieron la alegría y el gozo de vivir y de morir.
Los mártires y los santos ni siquiera en los momentos más difíciles, en los momentos de las pruebas más duras y oscuras, se dejaron arrebatar la fe y la esperanza que les daba la alegría interior.
Los mártires y los santos, en los sufrimientos más agudos, en los momentos de persecución, de cruz, de calvario... vivían en gran paz, con gran contento y lo manifestaban con cánticos de victoria. Sus enemigos se extrañaban de su comportamiento alegre.
Los mártires y los santos han sido los auténticos portadores de alegría, en una vida difícil, marcada por la incomprensión y a veces bañada de sangre.
Alimbau, J.M. (2001). Palabras para la alegría. Barcelona: Ediciones STJ.