La capilla, moderna y por lo tanto fea, está vacía y llena de calor.

Hay ventiladores muertos y un cadáver inmóvil de lo que fue aire.

Sudar es incómodo. Respirar, costoso.

-No se queje, querido amigo. Es de mala educación y es una falta grave de agradecimiento al buen Dios.

El monje está allí pero no suda. Y me observa muy serio. Casi nunca lo he visto tan serio.

-Usted va por la vida en sus mundos de fantasía y no ve al prójimo y pierde oportunidades y desprecia regalos. ¿Por qué no le ha dado limosna a la pobre señora tendida en el suelo del horno que era el reducido espacio del cajero automático? ¿Por qué no le ha comprado una botella de agua? ¿No se le ha ocurrido? No presuma nunca más de ser creativo. Y no me mire así. Aquella mujer está enferma y no se queja del calor. Usted se puede duchar, ella no. Usted cenará, ella no. ¿En qué universos busca usted a Cristo? ¿En las redes sociales? Temo que haya caído en las redes del abismo, como dice el salmo. Y ahora, ¿reza o mira a la chica morena que acaba de llegar? ¿Y se queja del calor? Todavía no se ha quemado la mano ante una meretriz, como hizo uno de los Padres del Desierto; y tampoco ha invitado a la que entró en su celda a echarse los dos sobre las brasas del fuego. ¿No se da cuenta? El calor es una bendición del buen Dios. Le regala la expiación inmediata de sus pecados, le ahorra un poco de Purgatorio, le invita a que compruebe si es capaz de soportar el verdadero fuego de la pasión, le acaricia con delicadas llamitas de ternura… Y usted se queja del calor.

-Perdone.

-No, mire, no pida perdón. Implore la misericordia del buen Dios y, por favor, deje de quejarse. Es usted un flojo. Usted que sueña con guerras, sume a este calor, el polvo y los obuses, el compañero caído y el amigo sin cabeza; sume las balas y los gritos; sume las blasfemias y el disparo que revienta el corazón de aquel que llama a su madre porque se ha quedado sin piernas y es mejor que no sufra más. ¿No ha leído el “Diario de guerra” del beato Pere Tarrés? ¿No ha leído que se quejaba de no llevar bien su vida interior y la oración? No se quejaba de las bombas, por Dios. ¿Lo entiende o no?

-No se enfade.

-Usted cree que los monjes somos pacíficos y calmados. Y que los monjes melancólicos como yo aún lo somos más. No, escuche bien: no estoy aquí para tener paz. Que la transmita en mis escritos no significa que no viva en guerra permanente, una guerra cruel donde no se hacen prisioneros. En el monasterio tengo la paz del campamento y de la cabaña-enfermería de Tarrés. Una paz terrible, cuajada de maravillas y de monstruosidades. El silbo del pájaro y el rugido de la aviación. No se queje nunca más, amigo mío. Y confiese este pecado de tibieza, de cobardía y de egoísmo. Es muy grave. Y aunque le impongan la escasa penitencia de tres Avemarías, en cuanto salga, regrese al cajero y compre algo de comida y bebida para la mujer enferma. Se arrodilla ante ella y sufre el mal olor de la miseria. Ella es Cristo. Y la hediondez procede del alma de usted.

 

Se fue el monje. Como desapareció el ángel tras el anuncio a la Virgen. Sin más. Porque no había más que decir.