Del libro El padre Poveda, escrito por el padre Domingo Mondrone, SJ, (páginas 273 a 285). Uno de los últimos capítulos se titula “Haec est hora vestra” (haciendo referencia a las horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, cuando Él mismo afirma en Lucas 22, 53: “pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”). El padre Mondrone recoge aquí los testimonios para la causa en 1965.
Al ver que a lo largo de más de veinte años, ni los ataques venenosos de la prensa, ni las repetidas amenazas que le llegaban, incluso por medio de anónimos, ni las calumnias habían logrado hacer retroceder un solo paso a este campeón de la enseñanza católica, a los adversarios no les quedaba sino un solo partido posible: desembarazarse de él. A través del modo como se desarrollaron las cosas, aparece patente que esa decisión se había tomado desde hacía tiempo. Pero mientras un resquicio de Ley defendiera a los ciudadanos libres no era posible llevar a cabo tal determinación. Se condujeron como los enemigos de Jesús: esperaron, esperando el momento oportuno quomodo eum…traderent et occiderent (Mc, 14, 1-2).
La oportunidad se presentó con el 18 de julio, cuando el estallido de la Guerra Civil se extendió por toda España, con horror y estremecimiento. Don Pedro Poveda permaneció allí, en su conocido puesto de la calle Alameda. El continuo agravarse de la situación, de hora en hora, mantenía a todos frente a una trágica incertidumbre. Invitado una vez más a buscar refugio en casa de alguna de sus amistades, se opuso. Lo que le hacía descartar la idea era el temor a no poder celebrar la Santísima Misa. Tampoco le sufría el corazón abandonar la Institución Teresiana. Por otra parte, donde quiera que se hubiera refugiado habría comprometido a los generosos protectores, “ya que si encontraban en alguna casa a algún sacerdote, declara su hermano Carlos, encarcelaban y mataban a todos los varones, incluso los porteros”. Además su salud estaba tan quebrantada que le repugnaba muchísimo tener que dar molestias.
Alguien propuso que se refugiara en la Nunciatura Apostólica y se dieron algunos pasos para conseguirlo, pero la cosa se presentó muy difícil. Se le ofreció la posibilidad de instalarse en el domicilio del portero del mismo edificio, que gozaba de protección diplomática. El siervo de Dios, apenas se enteró de estas gestiones, rehusó también la proposición. Allí hubieran subsistido las dificultades mencionadas y prefirió quedarse en su residencia y pasar aquellos últimos días de su vida junto al Sagrario.
Desde el día 8 de julio, María Josefa Segovia se encontraba en Ávila, a donde la había enviado el P. Poveda, para que descansase. La separación de aquellas dos almas, la del Fundador y la de su gran colaboradora debió de ser muy dolorosa. Era su último adiós y todo hace pensar que, especialmente él, tuviera de ello un triste presentimiento…
“De los días anteriores a mi salida de Madrid, -declarará más tarde María Josefa Segovia- tengo unas notas (que llamo el testamento del siervo de Dios) y que me parecen de importancia. Hablaba en estos días como el que va a desaparecer. Me preguntó en conciencia si yo creía que debía retirarse de la Institución, porque ya no le necesitábamos; lo preguntaba con profundísima emoción y humildad. Me habló de la formación de las teresianas, encomendándome que la hiciera yo personalmente. Hicimos promesa mutua de que se conservaría el mismo espíritu. Me exigió que estrechara lazos, diera consistencia a la Obra y procurara a todo trance la unidad de la misma.
Me recomendó mucho las clases de religión… me hacía el efecto de que me enviaba a Ávila para preservarme de la persecución. Al despedirme para Ávila me dio para leer en el tren el libro de los santos mártires Crisanto y Daría. La última conferencia telefónica que celebré con el siervo de Dios desde Ávila, me parece que el mismo día 18 de julio, me supo a despedida para la eternidad. Ante mi insistencia de volver a Madrid ese mismo día (lo cual ya no hubiera podido realizar) me dijo estas últimas palabras, que recuerdo con mucha viveza: ¡Tú quédate ahí todavía un poco!
Después de esta conferencia, el 18 de julio anotaba él en su Diario: “Escribo a Ávila, pero no puedo hablar, porque no dan conferencias”. Ante aquel nuevo desprendimiento, repitió la breve oración en la que gustaba resumir en aquellos días toda su vida íntima y todas las enseñanzas que impartía: Fiat, Domine, in me, de me, per me, circa me et circa omnia, nunc et in aeternum”. “El texto de la invocación nos lo había dado a varias, copiado de su puño y letra y con la recomendación de que lo recitáramos con frecuencia como oración de entrega” declara María Josefa Segovia.
Después de la marcha a Ávila de María Josefa Segovia, la Casa de Alameda de Madrid se fue quedando cada vez más silenciosa y desierta. Don Pedro Poveda, que había orado y hecho orar para que en la Obra hubiera mártires, tuvo sin embargo, un cuidado exquisito de que no hubiera ninguna víctima causada por la imprudencia. En la segunda mitad de julio deberían hacer Ejercicios Espirituales las teresianas reunidas en Madrid. Para aquella deseada ocasión, tenía escritos algunos pensamientos, que son un precioso testimonio de las disposiciones de su espíritu. “Conviene ahora más que nunca estudiar la vida de los primeros cristianos para imitarlos…”.
Aquellos amables cenáculos de espiritualidad en torno al Padre Poveda, ya no volverían a tenerse con él. Las pocas que aún quedaban en la calle Alameda lo presentían. Para las que vivían con sus familiares, y para las demás esparcidas por la capital, era un sufrimiento grandísimo el saber que estaba tan cerca, tan expuesto, momento por momento, a toda clase de peligros y no poder visitarle. Conocían su cansancio y el quebranto de sus fuerzas físicas.
La víctima, que tantas veces se había ofrecido en espíritu, estaba ya preparada para el sacrificio supremo. Lo había pedido y deseado desde hacía muchos años. Ahora tenía la impresión de que iba a realizarse la inmolación total. Precisamente, un años antes, durante la última visita del padre Agustín Gemelli “con mucho candor y con mucha sencillez me dijo que si fuera necesario derramar la sangre por la Iglesia estaba dispuesto a hacerlo, no solo con ánimo resignado, sino gozoso, pues no temía nada respecto de sí mismo y estaba seguro de que la Providencia de Dios salvaría su obra” (Proceso Informativo Diocesano declaraciones de A. Gemelli, folio 395). La había confiado a la protección divina, a su Rey Crucificado, a la Reina de los Mártires, a los Ángeles Custodios, a las vírgenes Cecilia e Inés, a los santos más fervorosamente invocados por él. Sentía que la dejaba en buenas manos: “tuyas eran y Tú me las diste… -escribe refiriéndose a sus colaboradoras-. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti; porque yo les he comunicado las palabras que Tú me diste… No te pido que las saques del mundo, sino que las preserves del mal… Ellas no son del mundo… santifícalas en la verdad; tu palabra es verdad…”. Uno de los temas sobre los que más había insistido en sus últimas conversaciones era este: “La Institución es Obra de Dios”, “cada una debe sentir sobre sí, la responsabilidad de que se realice la Obra de Dios”.
Los días que corren entre el 18 y el 28 de julio, no son más que una intensa vigilia, una preparación más inmediata para el martirio, actuada de hora en hora, con el ansia creciente de su fiat. En la tarde del 20, después de una jornada de disparos en la calle, de víctimas y de espera angustiosa, escribió en las notas de su Diario: “Celebro en casa por España. No salgo. Día amargo. Consumí a las 6 de la tarde. Sin noticias de Ávila y sin poder comunicar. Fiat Voluntas Tua”… Se pasaba la mayor parte del tiempo en la capilla, junto al Sagrario. “Celebraba todos los días la Santa Misa muy temprano” (declaraciones de M.D. Astudillo, folio 299). No tuvo otra ocupación: orar, ofrecerse, esperar.
Al ver que a lo largo de más de veinte años, ni los ataques venenosos de la prensa, ni las repetidas amenazas que le llegaban, incluso por medio de anónimos, ni las calumnias habían logrado hacer retroceder un solo paso a este campeón de la enseñanza católica, a los adversarios no les quedaba sino un solo partido posible: desembarazarse de él. A través del modo como se desarrollaron las cosas, aparece patente que esa decisión se había tomado desde hacía tiempo. Pero mientras un resquicio de Ley defendiera a los ciudadanos libres no era posible llevar a cabo tal determinación. Se condujeron como los enemigos de Jesús: esperaron, esperando el momento oportuno quomodo eum…traderent et occiderent (Mc, 14, 1-2).
La oportunidad se presentó con el 18 de julio, cuando el estallido de la Guerra Civil se extendió por toda España, con horror y estremecimiento. Don Pedro Poveda permaneció allí, en su conocido puesto de la calle Alameda. El continuo agravarse de la situación, de hora en hora, mantenía a todos frente a una trágica incertidumbre. Invitado una vez más a buscar refugio en casa de alguna de sus amistades, se opuso. Lo que le hacía descartar la idea era el temor a no poder celebrar la Santísima Misa. Tampoco le sufría el corazón abandonar la Institución Teresiana. Por otra parte, donde quiera que se hubiera refugiado habría comprometido a los generosos protectores, “ya que si encontraban en alguna casa a algún sacerdote, declara su hermano Carlos, encarcelaban y mataban a todos los varones, incluso los porteros”. Además su salud estaba tan quebrantada que le repugnaba muchísimo tener que dar molestias.
Alguien propuso que se refugiara en la Nunciatura Apostólica y se dieron algunos pasos para conseguirlo, pero la cosa se presentó muy difícil. Se le ofreció la posibilidad de instalarse en el domicilio del portero del mismo edificio, que gozaba de protección diplomática. El siervo de Dios, apenas se enteró de estas gestiones, rehusó también la proposición. Allí hubieran subsistido las dificultades mencionadas y prefirió quedarse en su residencia y pasar aquellos últimos días de su vida junto al Sagrario.
Desde el día 8 de julio, María Josefa Segovia se encontraba en Ávila, a donde la había enviado el P. Poveda, para que descansase. La separación de aquellas dos almas, la del Fundador y la de su gran colaboradora debió de ser muy dolorosa. Era su último adiós y todo hace pensar que, especialmente él, tuviera de ello un triste presentimiento…
“De los días anteriores a mi salida de Madrid, -declarará más tarde María Josefa Segovia- tengo unas notas (que llamo el testamento del siervo de Dios) y que me parecen de importancia. Hablaba en estos días como el que va a desaparecer. Me preguntó en conciencia si yo creía que debía retirarse de la Institución, porque ya no le necesitábamos; lo preguntaba con profundísima emoción y humildad. Me habló de la formación de las teresianas, encomendándome que la hiciera yo personalmente. Hicimos promesa mutua de que se conservaría el mismo espíritu. Me exigió que estrechara lazos, diera consistencia a la Obra y procurara a todo trance la unidad de la misma.
Me recomendó mucho las clases de religión… me hacía el efecto de que me enviaba a Ávila para preservarme de la persecución. Al despedirme para Ávila me dio para leer en el tren el libro de los santos mártires Crisanto y Daría. La última conferencia telefónica que celebré con el siervo de Dios desde Ávila, me parece que el mismo día 18 de julio, me supo a despedida para la eternidad. Ante mi insistencia de volver a Madrid ese mismo día (lo cual ya no hubiera podido realizar) me dijo estas últimas palabras, que recuerdo con mucha viveza: ¡Tú quédate ahí todavía un poco!
Después de esta conferencia, el 18 de julio anotaba él en su Diario: “Escribo a Ávila, pero no puedo hablar, porque no dan conferencias”. Ante aquel nuevo desprendimiento, repitió la breve oración en la que gustaba resumir en aquellos días toda su vida íntima y todas las enseñanzas que impartía: Fiat, Domine, in me, de me, per me, circa me et circa omnia, nunc et in aeternum”. “El texto de la invocación nos lo había dado a varias, copiado de su puño y letra y con la recomendación de que lo recitáramos con frecuencia como oración de entrega” declara María Josefa Segovia.
Después de la marcha a Ávila de María Josefa Segovia, la Casa de Alameda de Madrid se fue quedando cada vez más silenciosa y desierta. Don Pedro Poveda, que había orado y hecho orar para que en la Obra hubiera mártires, tuvo sin embargo, un cuidado exquisito de que no hubiera ninguna víctima causada por la imprudencia. En la segunda mitad de julio deberían hacer Ejercicios Espirituales las teresianas reunidas en Madrid. Para aquella deseada ocasión, tenía escritos algunos pensamientos, que son un precioso testimonio de las disposiciones de su espíritu. “Conviene ahora más que nunca estudiar la vida de los primeros cristianos para imitarlos…”.
Aquellos amables cenáculos de espiritualidad en torno al Padre Poveda, ya no volverían a tenerse con él. Las pocas que aún quedaban en la calle Alameda lo presentían. Para las que vivían con sus familiares, y para las demás esparcidas por la capital, era un sufrimiento grandísimo el saber que estaba tan cerca, tan expuesto, momento por momento, a toda clase de peligros y no poder visitarle. Conocían su cansancio y el quebranto de sus fuerzas físicas.
La víctima, que tantas veces se había ofrecido en espíritu, estaba ya preparada para el sacrificio supremo. Lo había pedido y deseado desde hacía muchos años. Ahora tenía la impresión de que iba a realizarse la inmolación total. Precisamente, un años antes, durante la última visita del padre Agustín Gemelli “con mucho candor y con mucha sencillez me dijo que si fuera necesario derramar la sangre por la Iglesia estaba dispuesto a hacerlo, no solo con ánimo resignado, sino gozoso, pues no temía nada respecto de sí mismo y estaba seguro de que la Providencia de Dios salvaría su obra” (Proceso Informativo Diocesano declaraciones de A. Gemelli, folio 395). La había confiado a la protección divina, a su Rey Crucificado, a la Reina de los Mártires, a los Ángeles Custodios, a las vírgenes Cecilia e Inés, a los santos más fervorosamente invocados por él. Sentía que la dejaba en buenas manos: “tuyas eran y Tú me las diste… -escribe refiriéndose a sus colaboradoras-. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti; porque yo les he comunicado las palabras que Tú me diste… No te pido que las saques del mundo, sino que las preserves del mal… Ellas no son del mundo… santifícalas en la verdad; tu palabra es verdad…”. Uno de los temas sobre los que más había insistido en sus últimas conversaciones era este: “La Institución es Obra de Dios”, “cada una debe sentir sobre sí, la responsabilidad de que se realice la Obra de Dios”.
Los días que corren entre el 18 y el 28 de julio, no son más que una intensa vigilia, una preparación más inmediata para el martirio, actuada de hora en hora, con el ansia creciente de su fiat. En la tarde del 20, después de una jornada de disparos en la calle, de víctimas y de espera angustiosa, escribió en las notas de su Diario: “Celebro en casa por España. No salgo. Día amargo. Consumí a las 6 de la tarde. Sin noticias de Ávila y sin poder comunicar. Fiat Voluntas Tua”… Se pasaba la mayor parte del tiempo en la capilla, junto al Sagrario. “Celebraba todos los días la Santa Misa muy temprano” (declaraciones de M.D. Astudillo, folio 299). No tuvo otra ocupación: orar, ofrecerse, esperar.