Para el laicismo la fe es el alcohol del creyente porque cuando éste bebe de la fuente de agua viva, no es que vea doble, es que afirma que Dios es uno y trino. Así que ya me veo delante de un terapeuta rodeado de fieles en proceso de descristianización: Hola, me llamo Javier y soy católico. Hola, Javier, cuéntanos tu caso. Pues nada, empecé con Jesusito de mi vida y ahora leo al profeta Isaías y la segunda a los corintios. Además, rezo el Credo, chapurreo la Salve Regina y cito el salmo 22 como usted a Freud. Se lo diré de otro modo: si en vez de por el catecismo me hubiera dado por la bebida, habría empezado con un tinto de verano y estaría ahora con el ponche Caballero.
El laicismo cuenta con el apoyo del periodismo de progreso para forzar a los creyentes a asistir a sesiones de católicos anónimos. En opinión de esta prensa, hay que estar mal de la cabeza para indignarse por una broma de carnaval gastada por un chico que quiere dar clases de Religión sin creer en Dios, que es como querer dar clases de Ciencias Políticas sin creer en Lenin. O para fletar un autobús con un mensaje que, se ponga como se ponga Cifuentes, más que vilipendiar a los transexuales, lo que hace es aclarar la razón por la que el niño mira el váter desde arriba y la niña se sienta en él.
Aunque el conductor del autobús no se dirige al concilio de Trento, el periodismo de progreso llama grupo ultra católico a la organización que paga la gasolina, Hazte Oír. Y define de igual modo al que se opone al aborto, es decir al crimen organizado, y a la eutanasia, esa versión española de No es país para viejos. En realidad, el periodismo de izquierdas considera que cualquier idea contraria al pensamiento único emana de la Conferencia Episcopal. Queda claro que para el periodismo de progreso un católico ultra es el que va a misa con regularidad, ayuna el Miércoles de Ceniza y no se disfraza de Papa. Por lo visto, el católico, para que le acepte la progresía, tiene que reírse con los chistes de obispos, hablar mal de Rouco y persignarse lo justo.