Un día el joven Francisco de Asís —que iba desentendiéndose de la actividad comercial y empezaba a dar importancia al negocio espiritual; que en su interior sentía una voz que le exigía menospreciar las cosas del mundo; que sabía que a un soldado, a un seguidor de Cristo, le conviene empezar por la victoria sobre sí mismo— iba montado en su caballo blanco desde Perusa y pasaba por la llanura que se extiende bajo la ciudad de Asís.
De pronto se encontró con un leproso. Ello le provocó una gran repugnancia. El mismo San Francisco diría en su testamento: «Cuando era un pecador me repugnaba ver a los leprosos...»
Francisco bajó del caballo. Sacó de la bolsa un dinero y comida. Se lo dio al leproso con una afable sonrisa. Más, se abrazó a él. Más, le besó las manos y le besó el rostro...
Como dicen San Buenaventura y Tomás de Celano (Vida I-II):
«Le da no sólo una ayuda, sino que también le besa.»
El viejo biólogo y descreído Jean Rostand explicaba que «no le extrañaba nada que el pez grande se comiera al pequeño, pero que le extrañaba que pudiera darse el beso al leproso».
Dar dinero, comida, medicamentos... es solidaridad.
Abrazar al leproso y besar sus llagas... es el amor sublime a los demás que brota en nuestro amor a Dios y sobrepasa a la solidaridad.
Y los autores antes citados añaden:
«Y Francisco de Asís con el corazón lleno de gozo y con gran alegría... se puso a cantar alabanzas al Señor.
»Admirado por la gran alegría... repetirá el gesto pocos días después en una leprosería distribuyendo comida, medicamentos y dinero y dando amor a cada uno de los leprosos, a quienes besa las manos y la boca.»
Antes de morir, Francisco de Asís escribía en su testamento:
«El Señor me condujo en medio de ellos —los leprosos— y practiqué con ellos misericordia —amor de Caridad— y al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo... se me tornó en dulzura y alegría de alma y cuerpo.»
La perfecta alegría.
Alimbau, J.M. (2001). Palabras para la alegría. Barcelona: Ediciones STJ.