Conforme pasan los años y crecen las responsabilidades, se incrementa en mí la certeza de que, siendo cada vez más difícil, se hace a la par más necesario encontrar tiempo; tiempo para compartir con los demás, tiempo de calidad.
Porque podemos debatir de mil temas concernientes a la evangelización, a la Iglesia y al mismo papa, como de hecho hacemos. Pero lo cierto es que mientras nos desgastamos en debates, tantas veces estériles, un sufrimiento ahogado, sin cauce, lleva a la desesperanza a incontables personas. A cada uno con seguridad nos rodean docenas de ellas. Quizás nosotros mismos seamos una.
Y es que, aunque desde pequeños nos enseñen a mostrar nuestras capacidades, nuestros logros, y a ocultar nuestras debilidades, la verdad es que lo que nos iguala y acerca son estas últimas. Difícilmente se siento uno más próximo a otro que cuando se conocen y comparten sus miserias. Y la gente se muere, literalmente, sin tener un espacio, un tiempo, una persona con la que abrir su corazón. Pues si bien es Dios quien sana las heridas, quien alivia las cargas y quien da consuelo, somos cada uno de nosotros los llamados a imitar a Cristo, y a acompañar a otros en su debilidad, y a darles una palabra de luz y aliento de parte del Señor.
Y aunque en las circunstancias de dificultad es cuando más acuciante se hace esta necesidad, compartir en sí el don de la vida con otros es una bendición. También las alegrías, los proyectos, las ilusiones, las risas. Pese a que cada vez se nos empuje más al individualismo, a procurarnos tiempo para nosotros mismos, a relaciones virtuales sin cimientos en redes sociales, a vivir pegados al móvil, a guardarnos lo que somos y tenemos, o a pensarnos si tenemos hijos porque la maternidad no es tan bonita como nos la pintaron, y requiere de sacrificios (Samanta Villar dixit)… Cristo nos espera en el encuentro con los demás.
Lo magnífico de esto es que es una tarea en la que todos podemos participar, laicos y consagrados. Empezando con el tiempo para el Señor en oración, sin el que nada podemos. Y siguiendo los padres con los hijos, los hijos con los padres, el esposo con la esposa. Y de ahí en adelante. Aprovecho también para deciros, queridos sacerdotes, que aunque entre las frías paredes de los seminarios os formen y preparen para la soledad, y como a un jedi os hagan rehuir los afectos, no podéis ni debéis ser personas solitarias. Para rezar laudes o vísperas. Para comer o cenar. Para ir al cine, para tomar unas cañas, o para ver un partido de fútbol (si sois del Madrid, si no esto último no, jeje). Para vuestros momentos de sequedad espiritual, o de hartura de la parroquia. Necesitamos y queremos ser parte de vuestras vidas, transmitiros nuestro afecto, sentir el vuestro. Tenéis mi casa abierta. Y seguro que la de cientos de personas que lean estas palabras.
Es limitado, valioso, precioso, y no sabemos de cuánto disponemos. Compartamos con otros nuestro tiempo, y saquemos de él el mejor fruto. ¡Hazte donante de tiempo!
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo (Eclesiastés 3, 1).
Porque podemos debatir de mil temas concernientes a la evangelización, a la Iglesia y al mismo papa, como de hecho hacemos. Pero lo cierto es que mientras nos desgastamos en debates, tantas veces estériles, un sufrimiento ahogado, sin cauce, lleva a la desesperanza a incontables personas. A cada uno con seguridad nos rodean docenas de ellas. Quizás nosotros mismos seamos una.
Y es que, aunque desde pequeños nos enseñen a mostrar nuestras capacidades, nuestros logros, y a ocultar nuestras debilidades, la verdad es que lo que nos iguala y acerca son estas últimas. Difícilmente se siento uno más próximo a otro que cuando se conocen y comparten sus miserias. Y la gente se muere, literalmente, sin tener un espacio, un tiempo, una persona con la que abrir su corazón. Pues si bien es Dios quien sana las heridas, quien alivia las cargas y quien da consuelo, somos cada uno de nosotros los llamados a imitar a Cristo, y a acompañar a otros en su debilidad, y a darles una palabra de luz y aliento de parte del Señor.
Y aunque en las circunstancias de dificultad es cuando más acuciante se hace esta necesidad, compartir en sí el don de la vida con otros es una bendición. También las alegrías, los proyectos, las ilusiones, las risas. Pese a que cada vez se nos empuje más al individualismo, a procurarnos tiempo para nosotros mismos, a relaciones virtuales sin cimientos en redes sociales, a vivir pegados al móvil, a guardarnos lo que somos y tenemos, o a pensarnos si tenemos hijos porque la maternidad no es tan bonita como nos la pintaron, y requiere de sacrificios (Samanta Villar dixit)… Cristo nos espera en el encuentro con los demás.
Lo magnífico de esto es que es una tarea en la que todos podemos participar, laicos y consagrados. Empezando con el tiempo para el Señor en oración, sin el que nada podemos. Y siguiendo los padres con los hijos, los hijos con los padres, el esposo con la esposa. Y de ahí en adelante. Aprovecho también para deciros, queridos sacerdotes, que aunque entre las frías paredes de los seminarios os formen y preparen para la soledad, y como a un jedi os hagan rehuir los afectos, no podéis ni debéis ser personas solitarias. Para rezar laudes o vísperas. Para comer o cenar. Para ir al cine, para tomar unas cañas, o para ver un partido de fútbol (si sois del Madrid, si no esto último no, jeje). Para vuestros momentos de sequedad espiritual, o de hartura de la parroquia. Necesitamos y queremos ser parte de vuestras vidas, transmitiros nuestro afecto, sentir el vuestro. Tenéis mi casa abierta. Y seguro que la de cientos de personas que lean estas palabras.
Es limitado, valioso, precioso, y no sabemos de cuánto disponemos. Compartamos con otros nuestro tiempo, y saquemos de él el mejor fruto. ¡Hazte donante de tiempo!
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo (Eclesiastés 3, 1).