En las cosas necesarias, la unidad;
en las dudosas, la libertad;
y en todas, la caridad.
-San Agustín-
Juan Pablo II afirma en la encíclica «Familiaris consortio» que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.
La fuerza con que la verdad se impone, dijo el Papa cuando aún era Cardenal, la fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo.
Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. Cuando se habla de modo frío, se amplía la distancia que separa del interlocutor. La madurez de una persona está en su capacidad de descubrir que puede «herir» a los demás con sus verdades y cambiar de táctica.
Nuestra sociedad está superpoblada de corazones rotos y de inteligencias perplejas. Hay que aproximarse con delicadeza al dolor físico y al dolor moral. La amabilidad no implica renunciar a las propias convicciones, sino hablar sin herir, sin querer imponer, sino tratando de convencer. Le gustaba repetirlo mucho a Juan Pablo II: la fe no se impone, se propone.
Algunos autores han destacado que, en los primeros siglos, la Iglesia se extendió de forma muy rápida porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, de los pobres, de los ancianos, de los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción que se concretaba en aquella admirable exclamación:
«Mirad cómo se aman».
La caridad, «el mandamiento nuevo», debe ser el contenido, el método y el estilo de la comunicación de nuestra fe. Con la caridad convertimos el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo.
Ser amable proporciona al católico credibilidad, empatía y le da la fuerza necesaria para actuar de forma paciente, integradora y abierta. Porque el mundo de hoy tiene, con demasiada frecuencia, dureza, frialdad e individualismo y espera de nosotros, los católicos, algo de luz y calor.
Nuestra sociedad no nos pide a los católicos limosna para subsistir, sino que le dotemos de los medios necesarios para poder vivir sin ella.
Amigo, no lo dudes: en este mundo del siglo XXI, nuestro gran argumento es la caridad, porque la Caridad, con mayúscula, me da energías para que yo siga considerando al otro mi hermano y siga buscando lo mejor para él siempre de una manera nueva y verdadera.
en las dudosas, la libertad;
y en todas, la caridad.
-San Agustín-
Juan Pablo II afirma en la encíclica «Familiaris consortio» que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.
La fuerza con que la verdad se impone, dijo el Papa cuando aún era Cardenal, la fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo.
Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. Cuando se habla de modo frío, se amplía la distancia que separa del interlocutor. La madurez de una persona está en su capacidad de descubrir que puede «herir» a los demás con sus verdades y cambiar de táctica.
Nuestra sociedad está superpoblada de corazones rotos y de inteligencias perplejas. Hay que aproximarse con delicadeza al dolor físico y al dolor moral. La amabilidad no implica renunciar a las propias convicciones, sino hablar sin herir, sin querer imponer, sino tratando de convencer. Le gustaba repetirlo mucho a Juan Pablo II: la fe no se impone, se propone.
Algunos autores han destacado que, en los primeros siglos, la Iglesia se extendió de forma muy rápida porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, de los pobres, de los ancianos, de los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción que se concretaba en aquella admirable exclamación:
«Mirad cómo se aman».
La caridad, «el mandamiento nuevo», debe ser el contenido, el método y el estilo de la comunicación de nuestra fe. Con la caridad convertimos el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo.
Ser amable proporciona al católico credibilidad, empatía y le da la fuerza necesaria para actuar de forma paciente, integradora y abierta. Porque el mundo de hoy tiene, con demasiada frecuencia, dureza, frialdad e individualismo y espera de nosotros, los católicos, algo de luz y calor.
Nuestra sociedad no nos pide a los católicos limosna para subsistir, sino que le dotemos de los medios necesarios para poder vivir sin ella.
Amigo, no lo dudes: en este mundo del siglo XXI, nuestro gran argumento es la caridad, porque la Caridad, con mayúscula, me da energías para que yo siga considerando al otro mi hermano y siga buscando lo mejor para él siempre de una manera nueva y verdadera.