Iniciativas como las que promueve la Junta de Extremadura para contribuir a la corrupción moral de la juventud, encuentran fácil acogida por la universal aceptación que tienen hoy los principios al servicio de “un plan de dominio global, que pretende imponer un pensamiento único que dé respuesta a todas y cada una de las circunstancias de la vida de la persona”, como recordaba Patricia Martínez Peroni, profesora de antropología en la Universidad San Pablo-CEU de Madrid citando al padre Juan Claudio Sanahuja y en referencia a la denominada “ideología de género”. Organismos como la ONU o la Organización Mundial de la Salud, favorecen la elaboración de un discurso que ha fraguado bajo el ambiguo paraguas de los “Derechos Humanos” los nuevos “derechos” de la mujer, de la diversidad, de la igualdad y no discriminación, todos ellos, fundamentos de una nueva sociedad.
Especialmente incómoda resulta para estos ingenieros sociales la existencia de instancias que, como la Iglesia Católica conservan una referencia moral a la persona, la familia y la sociedad según el ser de las cosas, el orden natural y las perspectivas sobrenaturales. Por eso resultan especialmente demoledoras las alteraciones de este legado sobre todo cuando tratan de hacer compatible un discurso formalmente cristiano con las mentalidades preponderantes en el mundo moderno.
De ahí que muchas veces, los pronunciamientos que se hacen desde instancias oficialmente católicas sobre la sexualidad carecen de cualquier profundidad religiosa: no aparecen razones teológicas, no se establece ningún nexo con el pecado original o la concupiscencia, no se considera la ley moral, apenas se emplean términos como castidad y pudor. Es más se abandona la ascética que lleva a precauciones como la cautela acerca de las ocasiones próximas de pecado al tiempo que se practica la indiscriminada familiaridad entre los sexos, como si ponerse en tentación fuese síntoma de madurez moral.
En el fondo de estas adaptaciones tan ajenas a la tradición de la Iglesia late la idea de que no se condena la prevaricación moral apenas por otra cosa que en lo que tiene de impedimento para el desarrollo de la personalidad. La idea y su expresión es necesariamente ambigua. Se olvida, de manera interesada, que el hombre no debe “realizarse” (como se suele decir), sino “realizar” los valores para los cuales ha sido creado y que exigen su transformación. Pero todo bien se conquista a precio de fatiga; modelar el propio “Yo” es áspero. De ahí expresiones del mundo clásico como la fábula de “Hércules en la encrucijada” que nos presenta la dificultad de elección entre dos modos posibles de vida, personificados en dos mujeres: la Virtud y el Vicio. La primera ofrece una vida austera, esforzada y sencilla. La segunda una agradable existencia dedicada al ocio y los placeres. Con razón, afirma el extremeño Juan Pablo Forner: «La fábula de Hércules en la encrucijada, tan bellamente escrita por Jenofonte, es la pintura de la libertad humana. Puede Hércules seguir dos caminos contrarios: este poder es su libertad. Sigue el de la virtud: éste ya es acto de su entendimiento, que le determina a lo que debe. Deja de seguirle: comete un crimen, en el mismo hecho de abandonar el camino de la virtud, sabiendo que debe seguirle, y que tiene amplia facultad para poder seguirle» (Discursos filosóficos sobre el hombre, V)
Hoy se presenta la vida, a todos en general y a los jóvenes en particular, como sinónimo de “alegría”. Se niega o disimula la dureza del vivir humano —el “valle de lágrimas”— y se presenta la felicidad como algo que le es debido al hombre. Por eso a los jóvenes les parece una injusticia cualquier obstáculo y no consideran las barreras como una prueba o un estímulo, sino como un escándalo y los adultos han abandonado el ejercicio de la autoridad para evitar el conflicto y creerse amados porque soportan sus caprichos. Con razón Romano Amerio puso estas reflexiones en relación con la admonición del Profeta: «¡Ay de las que cosen almohadillas para todas las articulaciones de los brazos y hacen cabezales de todo tamaño para las cabezas, a fin de cazar almas!» (Ez. 13, 18).
Volviendo a la fábula de Hércules, solamente presentando el camino de la virtud, austero y esforzado, será posible proponer con credibilidad una vida moral coherente con la estructura natural y moralmente inviolable del acto sexual. Lo contrario será —aunque adobado por una retórica pseudoespiritual— superar las diferencias naturales con una sofística del amor, considerado capaz de instaurar una comunión espiritual de personas más allá de las normas naturales y con ultraje de las prohibiciones morales.