Levítico 19, 1-2.17-18; 1 Corintios 3, 16-23; Mateo 5, 38-48
«Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. No hagáis frente al que os agravia»
«Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida. Puedo detener esa cadena del odio»
«Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. No hagáis frente al que os agravia»
«Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida. Puedo detener esa cadena del odio»
A veces me encuentro con vidas muy ocultas. Escondidas en lo profundo de la roca. Que discurren con un paso tranquilo, sin llamar la atención en ningún momento. Pienso en las vidas de tantos que sembraron amor y esperanza. Pienso en tantas vidas anónimas que sembraron vida con su amor. Santos anónimos. Tal vez no hacen cosas dignas de ser contadas. No sé por qué el corazón desea escuchar otras historias meritorias. Llenas de logros. Dignas de alabanzas. Yo mismo caigo en esa tentación de hombre. Ese mismo deseo de no ser anónimo. Y busco que mi nombre aparezca escrito. Las grandes catedrales de Europa fueron construidas durante siglos. Muchos hombres se dejaron la vida en esa empresa. Muchos de esos nombres nunca fueron conocidos. Son anónimos. Cuentan de un hombre que con mucho empeño esculpía un ave sobre una viga que luego sería cubierta por un tejado. Una persona se le acercó y le preguntó: «¿Por qué inviertes tanto tiempo en algo que nadie verá?». Él respondió: «Porque Dios sí lo ve». Muchos de ellos entregaron su vida en un trabajo que ni siquiera verían finalizado. Pero no importaba. Tenía sentido. ¿Merece la pena invertir mi tiempo, mi energía, mi amor en una empresa que nunca veré finalizada? ¿Vale la pena gastar mis días sin que nadie vea un día mi nombre como autor de una gran obra? Es ese miedo al anonimato. Miedo a quedar oculto con el paso del tiempo. Ese miedo irracional al olvido. Veo las rocas pisadas por tantos peregrinos a lo largo de los siglos en tierra santa. Toco la vida escondida en esa misma tierra, en esa agua que acarició Jesús. El otro día vi una propaganda que me llamó la atención. Aparecía un anciano jugando con un bebé y debajo decía una leyenda: «El verdadero sentido de la vida». Me quedé pensando en el verdadero sentido de mi vida. En las vidas que tienen sentido. Y en esas otras vidas que aparentemente no lo tienen. ¿Tienen sentido todas las vidas? Sí, yo creo en el sentido de todas las vidas, de la sangre derramada por amor. Creo en las vidas de aquellos que parecen aportar tan poco. O yo o el mundo lo juzgamos así. Vidas que merecen la pena ser vividas. Vidas que no merecen la pena. Y me pregunto por el verdadero sentido oculto de mi propia vida. Vale la pena lo que construyo. Aunque sea un ave oculta sobre una viga debajo de un techo. No importa. Dios lo ve. Y por eso merece la pena ser invisible. No me importa ser invisible a los ojos de los hombres. Mi vida merece la pena. Entonces me detengo a preguntarme por el sentido verdadero de todo lo que hago. Hay cosas que tienen un profundo sentido. Otras no lo tienen. Miro esa imagen de un anciano acariciando la mano de un niño. ¿Cuáles son las cosas que tienen un sentido más verdadero en mi vida? Son muchas. Lo reconozco. Pero curiosamente las que más valen. Las que tienen más sentido. Son ocultas. Transcurren en lo profundo de una vida entregada. En un amor sencillo y cotidiano. En el trabajo bien hecho que nadie valora. En las horas perdidas sirviendo la vida, aunque nadie lleve las cuentas. En el cuidado servicial al que más lo necesita, aunque no sea tan reconocido. En la generosidad que no se ve. En la alegría oculta que nadie nota. El verdadero sentido de mi vida tal vez no sucede en aquello que otros valoran. Ni siquiera me felicitarán por ello. Porque será como esa ave oculta debajo de un tejado. Mi vida tiene sentido no tanto por lo que se ve, sino por lo que permanece oculto. Y tengo que aprender a valorar yo mismo mi entrega anónima que no espera reconocimiento. Mi sí silencioso que nadie escucha. Mi alegría sonora que nadie oye. Quiero aprender a cuidar el verdadero sentido de mi vida. Las cosas que de verdad valen la pena. Esas locuras que hago por amor. Aunque sean locuras. Aunque no sean consideradas dignas de alabanza por los hombres. ¡Qué poco importa ese reconocimiento humano! Dios lo ve todo. Ve mis renuncias ocultas. Ve mi entrega callada. Ve mis obras que no son publicadas. Valgo más por lo oculto que por lo visible. Eso me alegra. Para tantos soy invisible. Pero no importa. Para Dios soy visible. Soy tan visible como esa ave sobre la viga. Dios se alegra con mi vida porque tiene sentido. Porque vale tanto la pena. Se conmueve con mis lágrimas. Y sufre con mis luchas. Y camina sosteniendo mi cruz velada. Y se alegra al ver mi vida brillar oculta en medio de la noche. Para Dios nunca soy invisible. Eso me alegra. En las manos de Dios estoy construyendo una gran catedral tallando piedras.
A veces me cuesta entender que lo pequeño pueda ser el origen de algo muy grande. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántas veces en la historia de la salvación lo pequeño, lo mínimo, ha sido el origen de lo más grande! Lo que motivó a María a sellar una alianza de amor con nosotros y hacer de esta una alianza de amor con el Padre, no fueron nuestras virtudes, sino precisamente nuestra pequeñez»[1]. Mi pequeñez causa de algo grande. Origen de una gran misión. En ocasiones miro mi vida en menos. Dejo de valorar mi misión concreta. Veo que los demás tienen más talentos y virtudes. Misiones más valiosas. Veo que a otros Dios se lo ha puesto más fácil. Me cuesta aceptarlo. Veo la fecundidad de muchas vidas y brota en el corazón la envidia. ¿Por qué mi vida no es grande? Me siento pequeño y pobre. Con la misma pobreza que se respira en Tierra Santa. Lugares santos con tan pocos cristianos allí presentes. Lo pequeño a los ojos de los hombres. Un lugar pequeño en medio de guerras y discordias. Así surgió la vida en la Iglesia. De la insignificancia de un pueblo de Nazaret. De un hombre como otros hombres. Pero era Dios. La belleza de Dios oculta en el hombre. En la película «The Little boy» el protagonista, un niño de poca estatura, abrumado por su tamaño, escucha: «No te midas de aquí al suelo. Sino de aquí al cielo». Me mido tantas veces de mi cabeza al suelo y me siento pequeño. Si cambio la mirada todo cambia. Pero no es tan sencillo. Suelo mirarme en comparación. Una persona decía: «Tengo sentimientos de envidia que no me gustan. A veces me gustaría que él no creciera tanto. Y creo que yo me sentiría mejor. Es un sentimiento ruin pero lo tengo a veces». A veces me identifico con esas palabras. Me cuesta la pequeñez. Me comparo en los números, en los logros. Y le pido a Dios que me ayude a entregarle mis sentimientos pequeños y mezquinos. No quiero ocultarlos, taparlos como si no existieran. Los reconozco. Los tomo en mis manos. Los entrego. Y digo con fuerza, en voz alta, dentro de mi alma: «Soy pequeño, Jesús, gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia, tu fuerza, tu altura». Reconozco esos sentimientos tan humanos que me hacen todavía más pequeño. Y me alegro de poder mirarlos a la cara sin rubor. Le doy gracias a Dios porque en mi propia herida me hace más sensible y más misericordioso con los demás. Desde mi altura no temo. Desde mi pequeñez me siento poderoso. Dios lo ha hecho siempre así en la historia de la Iglesia. No los grandes números. No los grandes edificios y construcciones. No los grandes méritos acumulados por el hombre. Lo pequeño tantas veces es causa de lo grande. Se alegra el corazón. Quiero rezar como hacía una persona: «Así quiero amarte, Señor, desde lo pequeño de mí. Te pido humildad para seguir educando mi corazón y siendo dócil niña bajo tu mirada». Un corazón humilde, no altanero. Un corazón que no busque los primeros puestos ni el reconocimiento. Un corazón que se sienta frágil en las manos de Dios. Confiado. Lleno de esperanza. Quiero aprender a sentirme pequeño porque eso me hace más fácil para otros. Abre la puerta de mi alma. Me decía una persona: «Cuando de alguna forma descubres cómo eres, te ves realmente cómo eres, te sientes tan pequeña y vulnerable que dejas entonces espacio para que otros entren en tu corazón». Desde mi altura pequeña todo es más senillo para los que se acercan. No tengo que demostrar nada. No tengo que defenderme de nadie. No tengo que guardarme. ¡Cuánto bien me hace reírme de mis torpezas y caídas! Reconocer que mi vida es pequeña. Sé que para Dios soy valioso. Es lo más importante. Mi altura del suelo al cielo. Es la que cuenta. A los ojos de Dios soy inmenso. Y le conmueve mi dolor. Sufre con mis sufrimientos. Más aún cuando yo sufro sin razón al compararme con otros. Al querer ser más que otros. Más alto. Tratando de demostrarle al mundo entero cuánto sentido tiene mi vida. Qué importante es la misión que me han confiado. Cuánto logro hacer con mis propias manos y talentos. Me confundo al pensar así. Es mi pequeñez la semilla de todo crecimiento. Mi sí pequeño y frágil. Mi vida herida, caída. Desde ahí Dios construye una gran catedral. Desde la piedra pequeña y llena de defectos. El otro día leía: «Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna»[2]. No estoy solo. En mi interior habita Dios. En lo más pequeño de mi alma. Charles de Foucauld me recuerda quién soy: «Recuerda que eres pequeño». Me sé pequeño. Me da paz saberlo. Pero sé que no estoy solo. Allí donde yo me siento pobre e insignificante está Dios oculto en mí. Él echa raíces en mi alma. Viene a morar conmigo para que no tema nunca por mi poca altura. Viene a darme fuerzas para que no me frustre, para que no me asuste. Para que no pierda nunca la paz en medio de las luchas.
Hoy me alegra pensar que soy templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Jesús fue al templo en Jerusalén tantas veces en su vida. Allí tocó las piedras santas. Rezó. Se sintió hijo de un Padre que lo amaba. Se indignó cuando vio la casa de su Padre convertida en cueva de ladrones. Sintió que su propio cuerpo era templo de Dios. Ese templo que fue destruido y reconstruido en tres días. Ese templo descuidado por los hombres. Rechazado, herido. Él fue templo de Dios pero los hombres no vinieron a adorarlo. Fue perseguido e insultado. El propio templo de Dios hecho carne. Los hombres no lo reconocieron. Lo destruyeron. Yo tampoco sé ver a Dios en la apariencia de la carne. No lo veo en mí mismo. Y yo soy templo suyo. Cada vez que lo recibo me lleno de su presencia. Cada vez que me detengo a hacer oración en silencio. Pero luego tantas veces me olvido. Olvido que Dios vive en mi alma. Me hace bien pensar en las palabras de Santa Teresa en las Moradas: «El verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado». Descuido el templo de mi corazón. Descuido su amor. Olvido mi mar hondo por el que Él navega. Olvido que el Espíritu Santo habita en mí. Soy templo de Dios pero no amo. No le amo en todas partes. Amar al amado. Digo que lo amo pero no percibo su amor por mí. Y quiero tocarlo pero no lo toco. Quiero cuidar el templo que Dios me confía. No quiero destruirlo con mi negligencia. No quiero dejar que se ensucie y estropee con mis olvidos y traiciones. Quiero ser fiel a esa presencia invisible de Dios en mí. Quiero cuidar el cuerpo, cuidar el alma. Cuidar mi vida. No para protegerme del mundo como decía Kempis: «Más vale salvarse uno solo viviendo inocente en soledad que aventurarse en el trato con lobos y dragones». Esa es la tentación del hombre que por cuidar tanto su templo deja de ser enviado, deja de ser misionero. No quiero cuidar tanto mi vida que no me arriesgue a darla con generosidad. No quiero ser tan cuidadoso con mis tiempos, que no corra el peligro de accidentarme saliendo de mi comodidad. Quiero cuidar el templo que Dios me ha confiado pero sin esconderme. Amando siempre. Dando la vida. Quiero hacer de mi templo, de mi cuerpo y de mi alma, un lugar sagrado. Para ello necesito más silencio. Para escuchar a Dios. Quiero su sabiduría que me enseña el camino de la vida. No me siento sabio en este mundo: «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios». No soy sabio. Más bien me siento ignorante. Pero me gustaría tener la sabiduría de Dios. Aprender de Él. Necesito una mirada pura e inocente sobre la vida. Mirar la vida como la mira Dios. Estoy lleno de prejuicios. Y pretendo encontrar siempre la respuesta correcta. Me hace falta una actitud de respeto y admiración ante el templo de Dios de los demás. En el otro está Jesús vivo y presente y a mí se me olvida. En su templo está Dios. Ese templo que tantas veces destruyo con mis juicios, con mis críticas, con mis condenas. Se envenena el alma. Descuido mi mirada. Templo de Dios. Que haga presente el amor de Dios. Que lleve a todos la mirada de Dios. ¡Qué fácil descuidarme! Me hago del mundo. Me olvido. Me cierro en mi carne y no me abro al amor de Dios. Aunque a veces me cueste notar su presencia quiero buscarlo cada día. En todo momento. Moisés escuchó a Dios en su corazón: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». Esas palabras quedaron guardadas para siempre en su alma. Seré santo porque mi Dios es santo. Eso me alivia. Seré santo y guardaré su templo porque Jesús es santo y puro. La pureza de mi alma. Esa impureza que me aleja de Él tantas veces. Un corazón limpio y puro como el suyo. En la alianza de amor con María repetimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Me parece imposible estar a la altura, ser fiel siempre. No caer nunca. Me parecería absurdo poner mi felicidad en ser fiel siempre. María lo sabe y por eso la condición no está puesta en mis capacidades. No se centra en mis talentos, en mi fortaleza. Nada sin mí. Es cierto. Mi templo abierto. Nada sin mi sí primero que posibilita la actuación de Dios en mí. El sí de esa niña María en la gruta de Nazaret. Allí donde escuchó la voz del ángel y pronunció su sí. Fiat. Hágase. Y se hizo todo nuevo en Ella. Porque Ella dio su sí sencillo y pobre. Sin grandes pretensiones. Yo doy también mi sí. No sé cómo será. Se abre mi templo herido. Mi roca hendida. Mi tierra hollada. María pronuncia su sí sobre mi vida. No soy santo por mis méritos. Sino porque Dios es santo. Porque María es santa. Mi corazón se calma. Mi templo no va a ser destruido porque es el templo de Dios. Viviré para siempre. Esa esperanza sostiene mi vida.
La venganza es una actitud muy propia del hombre: «Habéis oído que se dijo: - Ojo por ojo, diente por diente». Evoca la ley de talión. Una ley moral que trata de establecer la proporcionalidad en la reacción. No devolver más daño que el recibido. Esa ley la llevo grabada en el alma. Muchas veces he sentido la necesidad de vengarme ante el mal recibido. He buscado servir mi venganza en plato frío. No inmediatamente, sino algo más tarde. Si me hacen daño no lo olvido. Guardo la ofensa. Y yo entonces también lo hago. Si me gritan yo grito. No más fuerte, lo mismo. Si me hieren yo hiero. No con más dureza, con la misma. Si me insultan yo insulto. Pero a veces actúo de forma desproporcionada al mal recibido. Hago más. Grito más. Me sorprendo a mí mismo ideando venganzas más crueles. Mi corazón me sorprende. No tolero la injusticia. No aguanto la mentira. Me lleno de rencor. En la película «The Little boy» el sacerdote le decía al niño: «La fe no funciona si hay algo de rencor en tu corazón». Si tengo rencor en el corazón me vuelvo vengativo. Dejo de mirar a Dios. Brotan el odio y el desprecio. «Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva»[3]. Me vuelvo mezquino. Me pongo a la defensiva. Ataco antes de que me ataquen. Siento que la vida es injusta y yo deseo una vida más justa. Siento que no me toman en cuenta después de todos mis méritos. Se despierta la envidia al comparar mi vida con otras. Me comparo con los que más tienen, con los que más pueden, con los que valen más que yo. Envidio otros templos, al comparar mi templo con otros. Deseo otras vidas. Y la envidia me lleva a guardar rencor en el alma. Me siento poco valorado por los míos. Poco respetado por los que dicen amarme. Poco amado por Dios y por los hombres. Guardo rencores no olvidados. No perdono y quiero la venganza. Ese ojo por ojo que tanto daño me hace. La medida que han usado conmigo quiero yo usarla con otros. El otro día leí algo muy cierto: «Es más fácil criar niños fuertes que reparar adultos rotos». Un vaso roto. Una vida rota. Es más difícil reparar que fortalecer. Hacer que el corazón sea más fuerte desde niño es el camino ideal. Para que los rencores no acaben pesando demasiado en el alma. Decía el Papa Francisco: «Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal». Quiero formar personalidades fuertes. Quiero ser yo más fuerte en las manos de Dios. Ese templo en el que Dios se hace fuerte. Herido y fuerte al mismo tiempo. Quiero ser fuerte desde mi herida. Que mi pequeñez no sea una barrera en mí sino un puente. Que no por ser débil me cierre al amor a los hombres. El odio engendra más odio. La venganza más venganza en un círculo vicioso que nunca termina. Más odio, más rencor, más violencia, más venganza. No hay punto final. ¿Quién puede poner un punto final a esa espiral de venganzas? Sólo el hombre libre. Aquel que no teme por su vida. Ese hombre arraigado en Dios que le ha entregado todo. Decía el P. Kentenich: «También nosotros anhelamos una nueva conversión. Es cierto que ya nos convertimos una vez y que pertenecemos al mundo donde reinan los valores sobrenaturales. Pero aún no nos hemos arraigado suficientemente en Él. El puerto hacia el cual nos dirigimos está siempre delante de nosotros: echar raíces en la eternidad. La senda a recorrer ahora es la de abandonarse al Espíritu Santo»[4]. Una roca asentada en el corazón de Dios. Sólo entonces es posible detener ese deseo de venganza. Ese ojo por ojo. No me importa más que el amor sea asimétrico. Yo no reacciono al odio con odio. No quiero ser reactivo. Quiero actuar con misericordia. Me gustó esta descripción de los discípulos de Jesús: «Su conducta ha de estar marcada por una dedicación misericordiosa a las personas. Si son misericordiosos, también ellos experimentarán a su vez misericordia»[5]. Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo de mi ser. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida. Puedo detener esa cadena del odio. Puedo evitar devolver mal por mal. El amor es asimétrico. Puedo responder con amor cuando recibo odio. Puedo responder con una sonrisa cuando me gritan. Me parece tan difícil. Pero es posible si me dejo. Si me arraigo en Dios. Si no vivo a la defensiva cuidando mi parcela. Mi mundo. Mis tierras. Mis derechos. Mi justicia. Mi verdad. No quiero vivir así. Esperando que los demás actúen correctamente. Muchas veces no lo van a hacer. Pero yo no quiero caer en lo mismo. No quiero reaccionar. Quiero aprender a actuar con sabiduría. Que mi amor sea asimétrico. Eso me da alegría. Amo sin que me amen. Trato con delicadeza aun cuando no lo hagan conmigo.
Jesús conoce mi corazón. Está cerca de los hombres, come, camina, navega y vive entre ellos. Conoce mi miedo y mi dolor humano, mi limitación y mi grandeza, mis sueños y mi pecado. Conoce mis entrañas. Toca lo más profundo. Hoy Jesús, desde la montaña, me habla de un ideal que me parece imposible. Amar como Dios ama: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Me invita a tener su manera de mirar y su manera de sentir. Desde lo que soy camino hacia lo que estoy llamado a ser. Jesús confía en mí, quizás más que yo mismo. Me conoce, sabe lo que me cuesta salir de mí, de mis muros en el amor. Y aun así, pone el corazón de Dios como medida del mío. Es verdad que es imposible ese ideal. Es imposible si estoy yo solo, pero con Jesús sí es posible. Él toma lo que hay en lo más profundo de mí. No tengo que esconderme, porque Él sabe quién soy, y me ama. Me toma como soy, se conmueve ante mi limitación. Quiere hacer mi corazón en el molde del suyo. Sólo en Él es posible romper ese muro del corazón que pone coto y medida a mi amor. Sólo si me aman, yo amo. Sólo si no me hacen daño. Sólo en la medida en que me amen. Sólo si me dan. Sólo hasta donde me pidan. Y Jesús, hoy, quiere romper esos límites que me pongo. Lo hace con sus palabras. Lo hará con sus gestos. En su vida y en su muerte. En su forma de vivir, en su forma de morir. Jesús me habla con su vida de un amor imposible: «Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos»[6]. Dios es compasivo. Nos dice Jesús: «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». Pero, ¿qué hago yo cuando me hacen daño, cuando me abofetean en la mejilla? A menudo me cierro a esa persona. La evito. Y lo peor es que a veces puedo cerrarme a todos. Por una persona que me ha hecho daño, que ha herido mi inocencia, dejo de confiar en que es posible el amor. Y me cierro. Me protejo. No quiero que me hagan más daño. Somos muy delicados. Jesús lo sabe. Él también sufrió con el fracaso, con la traición, con el desamor. ¡Qué difícil resulta cuando abro ese lugar vulnerable del corazón y no soy acogido! Es un dolor muy grande. Y quizás, sin querer, también yo he hecho daño. Se cierra la muralla. Me guardo y endurezco. Temo que me vuelvan a dañar. Me vuelvo rígido y cínico. Ya no confío. Dejo de mostrar lo más íntimo. Jesús me muestra hoy un camino más feliz. ¿Qué hago si me han herido? Pongo la otra mejilla. No significa ser masoquista. Jesús mismo, cuando le pegaron, serenamente preguntó por qué, cuando Él no había hecho nada malo. Jesús me dice que no esconda la otra mejilla en la vida. Que no me cierre. Que no deje de exponerme y darme como soy. Jesús me pide que no me quede en el rencor, en el resentimiento. No quiere que viva atado, esclavo. Quiere que viva con alegría, con el alma abierta. Merece la pena dar lo que soy, merece la pena confiar de nuevo, perdonar de nuevo, creer de nuevo, ser niño de nuevo. Y mostrar el corazón de nuevo. Es la única manera de vivir, lo único que me ensancha el alma. Jesús me conoce y me acoge tal como soy. Sabe de mis golpes, de mis bloqueos. Sabe que yo también he dañado. Él ha venido a tocar esa herida de amor, a sanar esa dureza, a hacerme niño de nuevo. A su lado es posible. Sin Él no puedo abrirme. ¿Ante quién me muestro del todo, como soy, con mis dos mejillas, con mi corazón abierto?
¿Qué hago con el que me pide algo? «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas». Yo a veces digo que no puedo. Otras veces respondo que sí. Pero la verdad es que respondo dando lo justo. Lo que me piden y nada más. Jesús me dice que merece la pena vivir con el alma grande. Ser magnánimo. Sin pesar, sin medir. Me emociona. Me gustaría tener ese estilo de vida. Jesús piensa que yo puedo. Eso me sorprende. Amar más de lo justo, de lo necesario, de lo obligatorio. No es una carga, es el camino para ser plenamente humano. Dar siempre cuando me piden. Dar más de lo que me piden. Dar sin que me pidan. No estoy acostumbrado a no medir. Eso lo hace Dios conmigo. Sana así mi corazón. Estoy hecho para ese amor, no para el amor contado y medido. Alguna vez he recibido más de lo que pedí. Alguna vez, alguien me dio gratis sin pedir nada. Y yo nunca lo devolví. Esa gratuidad me asusta. Esa gratuidad es la de Dios. La gratuidad de Jesús. Él me ama a cambio de nada. Me da siempre más de lo que le pido. Me da hasta el extremo. ¿Me dejo amar así por Dios? Me cuesta creer en ese amor porque pienso que Dios es como yo. Pienso que me amará sólo si me porto bien, si cumplo. Y que si no lo hago se alejaráde mí. Dios me da cada día y me vuelve a dar. Me abraza cuando vuelvo derrotado a casa. Me perdona mil veces. Muere por mí. Derrocha su amor en mi pequeño corazón. Quiero vivir así, con un corazón generoso. El amor es asimétrico. No quiero dar sólo si me dan, sólo en la medida que me den, sólo después de que me hayan dado. Jesús sabe lo que me hace feliz. Él es hombre, y es profundamente feliz al amar más allá de los muros del mínimo. No quiero conformarme con el mínimo. Dios me invita a la plenitud. Algo extraordinario que me supera. No quiere que me conforme con lo sensato. Quiero saber agradecer por su gratuidad en mi vida. Por la gratuidad de esas personas que me dieron sin dar yo. Me han mostrado el camino de la vida verdadera. El amor sin condiciones es lo único que me hace feliz de verdad. Jesús hoy me pide que ame así, como Dios me ama, sin condiciones. Es una clave de vida, el camino de la alegría más profunda. ¿Qué hago para hacer felices a los que viven conmigo, más allá del mínimo necesario? ¿Qué detalle de amor puedo tener con los que amo?
El amor a los enemigos me parece excesivo. «Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?». ¿A quién amo yo? Amo a los que lo merecen. A mis amigos. A los que me aman. Lo otro, me parece imposible. Estoy tan lejos. ¿Jesús cree que soy capaz de eso? Él me conoce mejor que yo mismo. Sabe que puedo ser capaz si me dejo tocar por Él. Esto ya me descoloca. Ya no me llama sólo a dar más, a dar sin que me pidan, a darlo todo. Me invita a mirar a quien me ha hecho daño sin rencor. Pero yo no puedo. Tengo que dejarme hacer por Dios, ponerme en sus manos y contarle que tengo rabia, rencor, odio. Decirle que estoy atado a heridas antiguas grabadas en mi alma. ¡Qué difícil olvidar! Me doy cuenta de que estoy atado por dentro. Sé que no soy libre frente a algunas personas. Miro a Jesús en la cruz. Él perdonó a todos. Amó a quien lo clavaba, a quien se burlaba de Él. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo puede pedirme que yo lo haga? ¿Cómo puedo hacerlo yo? Es un camino largo. Sólo de la mano de Dios es posible. Perdonar, liberarme de todo lo que siento frente a quien me hace daño y no me quiere. El resentimiento me ata a esa persona, me quita libertad, no me deja mirarla a los ojos con paz. Comprendo al que quiere vengarse y guarda odio. Comprendo menos a Jesús. Pero es verdad que el perdón dado y recibido libera profundamente. Ese perdón desata nudos que tengo dentro. Cuando he perdonado he sentido a Dios muy hondo. Como un soplo de vida muy dentro. Es una gracia que yo solo no puedo vivir porque va contra mi naturaleza. Me gusta que Dios me perdone siempre, que me ame con esa locura de su amor. Cuando caigo me levanta. Pero me cuesta creer en la gratuidad. Y me cuesta hacer yo lo mismo. Es un ideal muy alto. Los que lo consiguen me parecen santos, especiales, únicos. Llevan a Dios dentro de una forma muy honda. Le pido a Jesús que me ayude a volver a mirar a los ojos del que me hizo daño. Que me ayude a volver a confiar. No quiero dar un perdón con los dientes apretados, sino con el corazón. ¿A quién tengo hoy que perdonar? Dios me conoce, sabe que soy pequeño, pero sabe que con Él soy grande. Mi altura va del suelo al cielo. Me pongo en sus manos. Le pido que me ayude y sane mi corazón herido. Que me muestre su manera de amar a todos, sin medida, sin condiciones, si excepciones. Es el verdadero sentido de mi vida. Sé que eso es vivir el cielo en la tierra. Jesús me lo mostró en su vida. Quiero seguirlo, quiero vivir con Él y como Él. Aunque me deje el corazón en ello. No voy solo, Él va conmigo. Él me conoce y cree en mí. Le pido ser capaz de querer el bien del que me odia y persigue. Rezar por el que me ha hecho daño. Perdonar esas ofensas imperdonables. Acoger esas injusticias lacerantes. Quiero un amor de Dios en mí que me haga capaz de lo imposible. Un amor como el suyo en mi carne débil.
A veces me cuesta entender que lo pequeño pueda ser el origen de algo muy grande. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántas veces en la historia de la salvación lo pequeño, lo mínimo, ha sido el origen de lo más grande! Lo que motivó a María a sellar una alianza de amor con nosotros y hacer de esta una alianza de amor con el Padre, no fueron nuestras virtudes, sino precisamente nuestra pequeñez»[1]. Mi pequeñez causa de algo grande. Origen de una gran misión. En ocasiones miro mi vida en menos. Dejo de valorar mi misión concreta. Veo que los demás tienen más talentos y virtudes. Misiones más valiosas. Veo que a otros Dios se lo ha puesto más fácil. Me cuesta aceptarlo. Veo la fecundidad de muchas vidas y brota en el corazón la envidia. ¿Por qué mi vida no es grande? Me siento pequeño y pobre. Con la misma pobreza que se respira en Tierra Santa. Lugares santos con tan pocos cristianos allí presentes. Lo pequeño a los ojos de los hombres. Un lugar pequeño en medio de guerras y discordias. Así surgió la vida en la Iglesia. De la insignificancia de un pueblo de Nazaret. De un hombre como otros hombres. Pero era Dios. La belleza de Dios oculta en el hombre. En la película «The Little boy» el protagonista, un niño de poca estatura, abrumado por su tamaño, escucha: «No te midas de aquí al suelo. Sino de aquí al cielo». Me mido tantas veces de mi cabeza al suelo y me siento pequeño. Si cambio la mirada todo cambia. Pero no es tan sencillo. Suelo mirarme en comparación. Una persona decía: «Tengo sentimientos de envidia que no me gustan. A veces me gustaría que él no creciera tanto. Y creo que yo me sentiría mejor. Es un sentimiento ruin pero lo tengo a veces». A veces me identifico con esas palabras. Me cuesta la pequeñez. Me comparo en los números, en los logros. Y le pido a Dios que me ayude a entregarle mis sentimientos pequeños y mezquinos. No quiero ocultarlos, taparlos como si no existieran. Los reconozco. Los tomo en mis manos. Los entrego. Y digo con fuerza, en voz alta, dentro de mi alma: «Soy pequeño, Jesús, gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia, tu fuerza, tu altura». Reconozco esos sentimientos tan humanos que me hacen todavía más pequeño. Y me alegro de poder mirarlos a la cara sin rubor. Le doy gracias a Dios porque en mi propia herida me hace más sensible y más misericordioso con los demás. Desde mi altura no temo. Desde mi pequeñez me siento poderoso. Dios lo ha hecho siempre así en la historia de la Iglesia. No los grandes números. No los grandes edificios y construcciones. No los grandes méritos acumulados por el hombre. Lo pequeño tantas veces es causa de lo grande. Se alegra el corazón. Quiero rezar como hacía una persona: «Así quiero amarte, Señor, desde lo pequeño de mí. Te pido humildad para seguir educando mi corazón y siendo dócil niña bajo tu mirada». Un corazón humilde, no altanero. Un corazón que no busque los primeros puestos ni el reconocimiento. Un corazón que se sienta frágil en las manos de Dios. Confiado. Lleno de esperanza. Quiero aprender a sentirme pequeño porque eso me hace más fácil para otros. Abre la puerta de mi alma. Me decía una persona: «Cuando de alguna forma descubres cómo eres, te ves realmente cómo eres, te sientes tan pequeña y vulnerable que dejas entonces espacio para que otros entren en tu corazón». Desde mi altura pequeña todo es más senillo para los que se acercan. No tengo que demostrar nada. No tengo que defenderme de nadie. No tengo que guardarme. ¡Cuánto bien me hace reírme de mis torpezas y caídas! Reconocer que mi vida es pequeña. Sé que para Dios soy valioso. Es lo más importante. Mi altura del suelo al cielo. Es la que cuenta. A los ojos de Dios soy inmenso. Y le conmueve mi dolor. Sufre con mis sufrimientos. Más aún cuando yo sufro sin razón al compararme con otros. Al querer ser más que otros. Más alto. Tratando de demostrarle al mundo entero cuánto sentido tiene mi vida. Qué importante es la misión que me han confiado. Cuánto logro hacer con mis propias manos y talentos. Me confundo al pensar así. Es mi pequeñez la semilla de todo crecimiento. Mi sí pequeño y frágil. Mi vida herida, caída. Desde ahí Dios construye una gran catedral. Desde la piedra pequeña y llena de defectos. El otro día leía: «Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna»[2]. No estoy solo. En mi interior habita Dios. En lo más pequeño de mi alma. Charles de Foucauld me recuerda quién soy: «Recuerda que eres pequeño». Me sé pequeño. Me da paz saberlo. Pero sé que no estoy solo. Allí donde yo me siento pobre e insignificante está Dios oculto en mí. Él echa raíces en mi alma. Viene a morar conmigo para que no tema nunca por mi poca altura. Viene a darme fuerzas para que no me frustre, para que no me asuste. Para que no pierda nunca la paz en medio de las luchas.
Hoy me alegra pensar que soy templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Jesús fue al templo en Jerusalén tantas veces en su vida. Allí tocó las piedras santas. Rezó. Se sintió hijo de un Padre que lo amaba. Se indignó cuando vio la casa de su Padre convertida en cueva de ladrones. Sintió que su propio cuerpo era templo de Dios. Ese templo que fue destruido y reconstruido en tres días. Ese templo descuidado por los hombres. Rechazado, herido. Él fue templo de Dios pero los hombres no vinieron a adorarlo. Fue perseguido e insultado. El propio templo de Dios hecho carne. Los hombres no lo reconocieron. Lo destruyeron. Yo tampoco sé ver a Dios en la apariencia de la carne. No lo veo en mí mismo. Y yo soy templo suyo. Cada vez que lo recibo me lleno de su presencia. Cada vez que me detengo a hacer oración en silencio. Pero luego tantas veces me olvido. Olvido que Dios vive en mi alma. Me hace bien pensar en las palabras de Santa Teresa en las Moradas: «El verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado». Descuido el templo de mi corazón. Descuido su amor. Olvido mi mar hondo por el que Él navega. Olvido que el Espíritu Santo habita en mí. Soy templo de Dios pero no amo. No le amo en todas partes. Amar al amado. Digo que lo amo pero no percibo su amor por mí. Y quiero tocarlo pero no lo toco. Quiero cuidar el templo que Dios me confía. No quiero destruirlo con mi negligencia. No quiero dejar que se ensucie y estropee con mis olvidos y traiciones. Quiero ser fiel a esa presencia invisible de Dios en mí. Quiero cuidar el cuerpo, cuidar el alma. Cuidar mi vida. No para protegerme del mundo como decía Kempis: «Más vale salvarse uno solo viviendo inocente en soledad que aventurarse en el trato con lobos y dragones». Esa es la tentación del hombre que por cuidar tanto su templo deja de ser enviado, deja de ser misionero. No quiero cuidar tanto mi vida que no me arriesgue a darla con generosidad. No quiero ser tan cuidadoso con mis tiempos, que no corra el peligro de accidentarme saliendo de mi comodidad. Quiero cuidar el templo que Dios me ha confiado pero sin esconderme. Amando siempre. Dando la vida. Quiero hacer de mi templo, de mi cuerpo y de mi alma, un lugar sagrado. Para ello necesito más silencio. Para escuchar a Dios. Quiero su sabiduría que me enseña el camino de la vida. No me siento sabio en este mundo: «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios». No soy sabio. Más bien me siento ignorante. Pero me gustaría tener la sabiduría de Dios. Aprender de Él. Necesito una mirada pura e inocente sobre la vida. Mirar la vida como la mira Dios. Estoy lleno de prejuicios. Y pretendo encontrar siempre la respuesta correcta. Me hace falta una actitud de respeto y admiración ante el templo de Dios de los demás. En el otro está Jesús vivo y presente y a mí se me olvida. En su templo está Dios. Ese templo que tantas veces destruyo con mis juicios, con mis críticas, con mis condenas. Se envenena el alma. Descuido mi mirada. Templo de Dios. Que haga presente el amor de Dios. Que lleve a todos la mirada de Dios. ¡Qué fácil descuidarme! Me hago del mundo. Me olvido. Me cierro en mi carne y no me abro al amor de Dios. Aunque a veces me cueste notar su presencia quiero buscarlo cada día. En todo momento. Moisés escuchó a Dios en su corazón: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». Esas palabras quedaron guardadas para siempre en su alma. Seré santo porque mi Dios es santo. Eso me alivia. Seré santo y guardaré su templo porque Jesús es santo y puro. La pureza de mi alma. Esa impureza que me aleja de Él tantas veces. Un corazón limpio y puro como el suyo. En la alianza de amor con María repetimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Me parece imposible estar a la altura, ser fiel siempre. No caer nunca. Me parecería absurdo poner mi felicidad en ser fiel siempre. María lo sabe y por eso la condición no está puesta en mis capacidades. No se centra en mis talentos, en mi fortaleza. Nada sin mí. Es cierto. Mi templo abierto. Nada sin mi sí primero que posibilita la actuación de Dios en mí. El sí de esa niña María en la gruta de Nazaret. Allí donde escuchó la voz del ángel y pronunció su sí. Fiat. Hágase. Y se hizo todo nuevo en Ella. Porque Ella dio su sí sencillo y pobre. Sin grandes pretensiones. Yo doy también mi sí. No sé cómo será. Se abre mi templo herido. Mi roca hendida. Mi tierra hollada. María pronuncia su sí sobre mi vida. No soy santo por mis méritos. Sino porque Dios es santo. Porque María es santa. Mi corazón se calma. Mi templo no va a ser destruido porque es el templo de Dios. Viviré para siempre. Esa esperanza sostiene mi vida.
La venganza es una actitud muy propia del hombre: «Habéis oído que se dijo: - Ojo por ojo, diente por diente». Evoca la ley de talión. Una ley moral que trata de establecer la proporcionalidad en la reacción. No devolver más daño que el recibido. Esa ley la llevo grabada en el alma. Muchas veces he sentido la necesidad de vengarme ante el mal recibido. He buscado servir mi venganza en plato frío. No inmediatamente, sino algo más tarde. Si me hacen daño no lo olvido. Guardo la ofensa. Y yo entonces también lo hago. Si me gritan yo grito. No más fuerte, lo mismo. Si me hieren yo hiero. No con más dureza, con la misma. Si me insultan yo insulto. Pero a veces actúo de forma desproporcionada al mal recibido. Hago más. Grito más. Me sorprendo a mí mismo ideando venganzas más crueles. Mi corazón me sorprende. No tolero la injusticia. No aguanto la mentira. Me lleno de rencor. En la película «The Little boy» el sacerdote le decía al niño: «La fe no funciona si hay algo de rencor en tu corazón». Si tengo rencor en el corazón me vuelvo vengativo. Dejo de mirar a Dios. Brotan el odio y el desprecio. «Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva»[3]. Me vuelvo mezquino. Me pongo a la defensiva. Ataco antes de que me ataquen. Siento que la vida es injusta y yo deseo una vida más justa. Siento que no me toman en cuenta después de todos mis méritos. Se despierta la envidia al comparar mi vida con otras. Me comparo con los que más tienen, con los que más pueden, con los que valen más que yo. Envidio otros templos, al comparar mi templo con otros. Deseo otras vidas. Y la envidia me lleva a guardar rencor en el alma. Me siento poco valorado por los míos. Poco respetado por los que dicen amarme. Poco amado por Dios y por los hombres. Guardo rencores no olvidados. No perdono y quiero la venganza. Ese ojo por ojo que tanto daño me hace. La medida que han usado conmigo quiero yo usarla con otros. El otro día leí algo muy cierto: «Es más fácil criar niños fuertes que reparar adultos rotos». Un vaso roto. Una vida rota. Es más difícil reparar que fortalecer. Hacer que el corazón sea más fuerte desde niño es el camino ideal. Para que los rencores no acaben pesando demasiado en el alma. Decía el Papa Francisco: «Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal». Quiero formar personalidades fuertes. Quiero ser yo más fuerte en las manos de Dios. Ese templo en el que Dios se hace fuerte. Herido y fuerte al mismo tiempo. Quiero ser fuerte desde mi herida. Que mi pequeñez no sea una barrera en mí sino un puente. Que no por ser débil me cierre al amor a los hombres. El odio engendra más odio. La venganza más venganza en un círculo vicioso que nunca termina. Más odio, más rencor, más violencia, más venganza. No hay punto final. ¿Quién puede poner un punto final a esa espiral de venganzas? Sólo el hombre libre. Aquel que no teme por su vida. Ese hombre arraigado en Dios que le ha entregado todo. Decía el P. Kentenich: «También nosotros anhelamos una nueva conversión. Es cierto que ya nos convertimos una vez y que pertenecemos al mundo donde reinan los valores sobrenaturales. Pero aún no nos hemos arraigado suficientemente en Él. El puerto hacia el cual nos dirigimos está siempre delante de nosotros: echar raíces en la eternidad. La senda a recorrer ahora es la de abandonarse al Espíritu Santo»[4]. Una roca asentada en el corazón de Dios. Sólo entonces es posible detener ese deseo de venganza. Ese ojo por ojo. No me importa más que el amor sea asimétrico. Yo no reacciono al odio con odio. No quiero ser reactivo. Quiero actuar con misericordia. Me gustó esta descripción de los discípulos de Jesús: «Su conducta ha de estar marcada por una dedicación misericordiosa a las personas. Si son misericordiosos, también ellos experimentarán a su vez misericordia»[5]. Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo de mi ser. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida. Puedo detener esa cadena del odio. Puedo evitar devolver mal por mal. El amor es asimétrico. Puedo responder con amor cuando recibo odio. Puedo responder con una sonrisa cuando me gritan. Me parece tan difícil. Pero es posible si me dejo. Si me arraigo en Dios. Si no vivo a la defensiva cuidando mi parcela. Mi mundo. Mis tierras. Mis derechos. Mi justicia. Mi verdad. No quiero vivir así. Esperando que los demás actúen correctamente. Muchas veces no lo van a hacer. Pero yo no quiero caer en lo mismo. No quiero reaccionar. Quiero aprender a actuar con sabiduría. Que mi amor sea asimétrico. Eso me da alegría. Amo sin que me amen. Trato con delicadeza aun cuando no lo hagan conmigo.
Jesús conoce mi corazón. Está cerca de los hombres, come, camina, navega y vive entre ellos. Conoce mi miedo y mi dolor humano, mi limitación y mi grandeza, mis sueños y mi pecado. Conoce mis entrañas. Toca lo más profundo. Hoy Jesús, desde la montaña, me habla de un ideal que me parece imposible. Amar como Dios ama: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Me invita a tener su manera de mirar y su manera de sentir. Desde lo que soy camino hacia lo que estoy llamado a ser. Jesús confía en mí, quizás más que yo mismo. Me conoce, sabe lo que me cuesta salir de mí, de mis muros en el amor. Y aun así, pone el corazón de Dios como medida del mío. Es verdad que es imposible ese ideal. Es imposible si estoy yo solo, pero con Jesús sí es posible. Él toma lo que hay en lo más profundo de mí. No tengo que esconderme, porque Él sabe quién soy, y me ama. Me toma como soy, se conmueve ante mi limitación. Quiere hacer mi corazón en el molde del suyo. Sólo en Él es posible romper ese muro del corazón que pone coto y medida a mi amor. Sólo si me aman, yo amo. Sólo si no me hacen daño. Sólo en la medida en que me amen. Sólo si me dan. Sólo hasta donde me pidan. Y Jesús, hoy, quiere romper esos límites que me pongo. Lo hace con sus palabras. Lo hará con sus gestos. En su vida y en su muerte. En su forma de vivir, en su forma de morir. Jesús me habla con su vida de un amor imposible: «Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos»[6]. Dios es compasivo. Nos dice Jesús: «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». Pero, ¿qué hago yo cuando me hacen daño, cuando me abofetean en la mejilla? A menudo me cierro a esa persona. La evito. Y lo peor es que a veces puedo cerrarme a todos. Por una persona que me ha hecho daño, que ha herido mi inocencia, dejo de confiar en que es posible el amor. Y me cierro. Me protejo. No quiero que me hagan más daño. Somos muy delicados. Jesús lo sabe. Él también sufrió con el fracaso, con la traición, con el desamor. ¡Qué difícil resulta cuando abro ese lugar vulnerable del corazón y no soy acogido! Es un dolor muy grande. Y quizás, sin querer, también yo he hecho daño. Se cierra la muralla. Me guardo y endurezco. Temo que me vuelvan a dañar. Me vuelvo rígido y cínico. Ya no confío. Dejo de mostrar lo más íntimo. Jesús me muestra hoy un camino más feliz. ¿Qué hago si me han herido? Pongo la otra mejilla. No significa ser masoquista. Jesús mismo, cuando le pegaron, serenamente preguntó por qué, cuando Él no había hecho nada malo. Jesús me dice que no esconda la otra mejilla en la vida. Que no me cierre. Que no deje de exponerme y darme como soy. Jesús me pide que no me quede en el rencor, en el resentimiento. No quiere que viva atado, esclavo. Quiere que viva con alegría, con el alma abierta. Merece la pena dar lo que soy, merece la pena confiar de nuevo, perdonar de nuevo, creer de nuevo, ser niño de nuevo. Y mostrar el corazón de nuevo. Es la única manera de vivir, lo único que me ensancha el alma. Jesús me conoce y me acoge tal como soy. Sabe de mis golpes, de mis bloqueos. Sabe que yo también he dañado. Él ha venido a tocar esa herida de amor, a sanar esa dureza, a hacerme niño de nuevo. A su lado es posible. Sin Él no puedo abrirme. ¿Ante quién me muestro del todo, como soy, con mis dos mejillas, con mi corazón abierto?
¿Qué hago con el que me pide algo? «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas». Yo a veces digo que no puedo. Otras veces respondo que sí. Pero la verdad es que respondo dando lo justo. Lo que me piden y nada más. Jesús me dice que merece la pena vivir con el alma grande. Ser magnánimo. Sin pesar, sin medir. Me emociona. Me gustaría tener ese estilo de vida. Jesús piensa que yo puedo. Eso me sorprende. Amar más de lo justo, de lo necesario, de lo obligatorio. No es una carga, es el camino para ser plenamente humano. Dar siempre cuando me piden. Dar más de lo que me piden. Dar sin que me pidan. No estoy acostumbrado a no medir. Eso lo hace Dios conmigo. Sana así mi corazón. Estoy hecho para ese amor, no para el amor contado y medido. Alguna vez he recibido más de lo que pedí. Alguna vez, alguien me dio gratis sin pedir nada. Y yo nunca lo devolví. Esa gratuidad me asusta. Esa gratuidad es la de Dios. La gratuidad de Jesús. Él me ama a cambio de nada. Me da siempre más de lo que le pido. Me da hasta el extremo. ¿Me dejo amar así por Dios? Me cuesta creer en ese amor porque pienso que Dios es como yo. Pienso que me amará sólo si me porto bien, si cumplo. Y que si no lo hago se alejaráde mí. Dios me da cada día y me vuelve a dar. Me abraza cuando vuelvo derrotado a casa. Me perdona mil veces. Muere por mí. Derrocha su amor en mi pequeño corazón. Quiero vivir así, con un corazón generoso. El amor es asimétrico. No quiero dar sólo si me dan, sólo en la medida que me den, sólo después de que me hayan dado. Jesús sabe lo que me hace feliz. Él es hombre, y es profundamente feliz al amar más allá de los muros del mínimo. No quiero conformarme con el mínimo. Dios me invita a la plenitud. Algo extraordinario que me supera. No quiere que me conforme con lo sensato. Quiero saber agradecer por su gratuidad en mi vida. Por la gratuidad de esas personas que me dieron sin dar yo. Me han mostrado el camino de la vida verdadera. El amor sin condiciones es lo único que me hace feliz de verdad. Jesús hoy me pide que ame así, como Dios me ama, sin condiciones. Es una clave de vida, el camino de la alegría más profunda. ¿Qué hago para hacer felices a los que viven conmigo, más allá del mínimo necesario? ¿Qué detalle de amor puedo tener con los que amo?
El amor a los enemigos me parece excesivo. «Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?». ¿A quién amo yo? Amo a los que lo merecen. A mis amigos. A los que me aman. Lo otro, me parece imposible. Estoy tan lejos. ¿Jesús cree que soy capaz de eso? Él me conoce mejor que yo mismo. Sabe que puedo ser capaz si me dejo tocar por Él. Esto ya me descoloca. Ya no me llama sólo a dar más, a dar sin que me pidan, a darlo todo. Me invita a mirar a quien me ha hecho daño sin rencor. Pero yo no puedo. Tengo que dejarme hacer por Dios, ponerme en sus manos y contarle que tengo rabia, rencor, odio. Decirle que estoy atado a heridas antiguas grabadas en mi alma. ¡Qué difícil olvidar! Me doy cuenta de que estoy atado por dentro. Sé que no soy libre frente a algunas personas. Miro a Jesús en la cruz. Él perdonó a todos. Amó a quien lo clavaba, a quien se burlaba de Él. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo puede pedirme que yo lo haga? ¿Cómo puedo hacerlo yo? Es un camino largo. Sólo de la mano de Dios es posible. Perdonar, liberarme de todo lo que siento frente a quien me hace daño y no me quiere. El resentimiento me ata a esa persona, me quita libertad, no me deja mirarla a los ojos con paz. Comprendo al que quiere vengarse y guarda odio. Comprendo menos a Jesús. Pero es verdad que el perdón dado y recibido libera profundamente. Ese perdón desata nudos que tengo dentro. Cuando he perdonado he sentido a Dios muy hondo. Como un soplo de vida muy dentro. Es una gracia que yo solo no puedo vivir porque va contra mi naturaleza. Me gusta que Dios me perdone siempre, que me ame con esa locura de su amor. Cuando caigo me levanta. Pero me cuesta creer en la gratuidad. Y me cuesta hacer yo lo mismo. Es un ideal muy alto. Los que lo consiguen me parecen santos, especiales, únicos. Llevan a Dios dentro de una forma muy honda. Le pido a Jesús que me ayude a volver a mirar a los ojos del que me hizo daño. Que me ayude a volver a confiar. No quiero dar un perdón con los dientes apretados, sino con el corazón. ¿A quién tengo hoy que perdonar? Dios me conoce, sabe que soy pequeño, pero sabe que con Él soy grande. Mi altura va del suelo al cielo. Me pongo en sus manos. Le pido que me ayude y sane mi corazón herido. Que me muestre su manera de amar a todos, sin medida, sin condiciones, si excepciones. Es el verdadero sentido de mi vida. Sé que eso es vivir el cielo en la tierra. Jesús me lo mostró en su vida. Quiero seguirlo, quiero vivir con Él y como Él. Aunque me deje el corazón en ello. No voy solo, Él va conmigo. Él me conoce y cree en mí. Le pido ser capaz de querer el bien del que me odia y persigue. Rezar por el que me ha hecho daño. Perdonar esas ofensas imperdonables. Acoger esas injusticias lacerantes. Quiero un amor de Dios en mí que me haga capaz de lo imposible. Un amor como el suyo en mi carne débil.