No hay semana tranquila, en lo que a las reacciones sobre las interpretaciones a la “Amoris Laetitia” se refiere. En ésta, el cardenal Müller, prefecto de Doctrina de la Fe, ha contestado indirectamente los “dubia” presentados por cuatro cardenales sobre la “Amoris Laetitia”. Digo indirectamente porque no ha sido de forma oficial sino a través de una entrevista. No me pasa por la cabeza que el cardenal haya dicho lo que ha dicho sin informar previamente al Papa, por lo que la mayor parte de los analistas han estado de acuerdo en considerar que era una respuesta oficiosa a las cuestiones planteadas. Entre otras cosas, el encargado de velar por la Doctrina católica ha criticado a los obispos que interpretan la exhortación papal en un sentido contrario a la Escritura y al Magisterio precedente. Se refería de forma especial a los obispos de Malta, aunque sin citarlos.
Casi inmediatamente, los obispos alemanes han publicado un documento en el que dan permiso a los divorciados vueltos a casar para que comulguen “según su propio discernimiento”. Esto va, incluso en lo explicitado en la letra, mucho más allá de lo que dice la “Amoris Laetitia”, pues allí se deja claro que es necesario el recurso al discernimiento de la mano del sacerdote. Hace ya varias semanas, advertí que la izquierda eclesial estaba descontenta con el Papa por dos motivos: porque constreñía el discernimiento sólo a la situación de los divorciados -mientras atacaba durísimamente la ideología de género- y porque no daba libertad a cada persona para decidir por sí misma si podía o no comulgar. Los hechos me están dando la razón en el segundo punto y pronto me la darán en el primero. El recurso al sacerdote es molesto, porque si no encuentras un cura que te dé la razón debes ir a buscar otro y, si lo encuentras, para qué lo necesitas si ya sabes que te va a decir lo que quieres oír. De este modo, la conciencia se convierte rápidamente en un instrumento dócil del propio capricho y esa maravillosa “norma última” de moralidad se transforma en una esclava que sólo dice lo que le interesa a su señor.
También casi de manera simultánea, miles de sacerdotes de lengua inglesa, agrupados en las “International Confraternities of Chatolic Clergy”, han firmado un manifiesto pidiendo que se defienda el matrimonio católico, tal y como ha sido siempre interpretado, y apoyando los “dubia” de los cuatro cardenales.
Pero, mientras discutimos de esto, cosas muy graves ocurren y de esas apenas se habla. 2.300 religiosos cuelgan los hábitos cada año. Eso sin contar los que fallecen, que son muchísimos más debido a la elevada edad de muchos de sus miembros. La vida religiosa es el corazón espiritual de la Iglesia. Allí el Espíritu Santo ha depositado los dones o carismas con los que hacer frente a las enfermedades que hacen daño a la Iglesia y a la sociedad. Una Iglesia sin vida religiosa es una Iglesia anémica, sin defensas espirituales, sin anticuerpos que la defiendan de los virus y bacterias que la atacan. Quizá la solución debía haberse adoptado hace muchos años, cuando se celebró el Sínodo para la vida religiosa, dando la oportunidad de que, sin separarse de los viejos troncos, las nuevas ramas pudieran tener una cierta autonomía. Algo así a lo que la Iglesia permitió en el siglo XVI con las renovaciones de las grandes órdenes, mediante los “descalzos” y los “recoletos”. No sé si ahora esa solución llegaría demasiado tarde.
Todo esto me recuerda a la fábula de los conejos que eran perseguidos por los perros. Se pararon a discutir si los que les perseguían eran galgos o podencos y, mientras se peleaban entre ellos, llegaron los perros y se los comieron.
De momento, una vez más, mi consejo es rezar. Rezar por la Iglesia, para que salga de la confusión actual. Rezar por los consagrados, que tanto han rezado por nosotros, para que sean -seamos- santos y podamos dar a la Iglesia y al mundo la medicina que el Espíritu Santo ha puesto en nuestras vasijas de barro y en nuestras manos de pecadores.