El 4 de abril de 1928, era miércoles santo, El Castellano publica este artículo del párroco de Santiago de Talavera de la Reina, el siervo de Dios Vital Villarrubia. Luego pasará como ecónomo a San Nicolás de Guadalajara. Fue asesinado en Vicálvaro (Madrid) en el mes de noviembre de 1936, sin que se haya podido precisar ni la fecha ni los detalles de su muerte, aunque se encontró la fotografía de su cadáver.
“… y lo dio a sus discípulos”
Sobre todas las ideas y sentimientos que hace surgir en nuestra mente la consideración de los misterios que en estos días conmemoramos, se levanta la Santa Eucaristía, sublime esfuerzo del más que sublime, divino, amor de Jesús hacia los hombres.
El sacramento del amor se impone con dulce y suave fuerza a todos los corazones creyentes y no deja de conmover también aun a los que tienen la desgracia de no creer. Es imposible, sobre todo en este gran día, substraerse a la influencia poderosa que la Sagrada Eucaristía ha ejercido en el mundo desde el momento de su divina institución.
Porque si el drama sangriento del Calvario jamás podrá desaparecer de la memoria de las generaciones humanas, puesto que todos hemos sido actores en esa escena cruentísima y de ella todos también hemos reportado inmensos beneficios, la Eucaristía vivirá siempre unida a la pasión de Jesucristo, porque, como memorial perenne de su muerte, la instituyó nuestro divino Redentor.
Y no es la Eucaristía un simple recuerdo de ese hecho divino, el más trascendental del mundo en que se consumará nuestra redención; la Eucaristía es la misma pasión de Cristo, puesto que en ella se reproduce y se renueva con una realidad sustancialmente verdadera, aunque diferente en el modo, aquel sacrificio de la Cruz que del pecado nos libertara.
Pero lo que más ha de conmover nuestras almas, llenar de asombro nuestras inteligencias y de gratitud y amor nuestros corazones, es la entrega de sí mismo que hace Jesús a cada uno de los hombres por medio de la Eucaristía. Porque si en la Cruz Cristo entrega su cuerpo, su sangre y su vida por la salud, la libertad y la vida del género humano, en la divina Eucaristía hace esa misma donación a cada uno de los hombres en particular. Por esto el inefable sacramento del altar es considerado por los santos Padres y Doctores de la Iglesia como una individualización del gran misterio de la Encarnación y del sacrificio expiatorio del Calvario.
Es el acto de mayor desprendimiento del Dios Hombre, con la ventaja de que se viene repitiendo en todos los tiempos de la Iglesia y multiplicándose en todos los lugares, para que así no haya un solo hombre que no pueda participar de los beneficios, grandezas y hermosuras de ese amor inagotable del Corazón divino de Jesús.
Así vemos que Jesucristo, al instituir este adorable sacramento, no se satisfizo con exponerlo a la adoración de sus apóstoles para que les recordase simplemente su amor, sino que en el acto mismo de la institución, inmediatamente después de realizar esa maravilla de las maravillas, la transubstanciación, “lo dio a sus discípulos, deditque discipulis suis”.
Y si ciertamente solo sus discípulos gustaron de aquella primera Comunión, como de las posteriores no gustarán los que de Jesús no sean fieles seguidores, es verdad también que todos podemos ser del número de esos afortunados. Porque juntamente con esa potestad sublime de consagrar el pan y el vino, Cristo dio a sus apóstoles la autoridad y el poder de hacer discípulos suyos a todos los hombres. Todos, absolutamente todos, podemos ser discípulos de Jesucristo.
En esa escuela de Cristo nunca faltarán maestros que aleccionen a todos los que a ella quieran concurrir. Sus puertas están siempre abiertas, jamás escasearán los asientos en esas aulas, donde se enseña la ciencia de las ciencias, la del amor de Dios que hace a los hombres más que sabios, santos, descubriéndoles no los misterios de la naturaleza, sino los del autor de esa misma naturaleza.
En las universidades del mundo no tiene asiento más que un reducido número de personas, su entrada está cerrada para muchos, no todos podemos aprender las disciplinas que en ellas se enseñan. En esta otra universidad de la Iglesia católica, donde se aprende la ciencia que nos hace discípulos de Cristo, todos tienen franca la entrada, a nadie se excluye, a todos se adoctrina. Ni se necesita grande capacidad, ni es necesario un estudio laborioso. No hay más que abrir nuestro corazón para que en él penetre el auxilio del cielo, la gracia de Dios, que es manantial inagotable de esa sabiduría que nos constituye en discípulos de Jesús y nos da el poder de alimentarnos con ese Pan de vida.
Todos podemos ser discípulos del celestial Maestro. Por esto, al darse Jesús a sus apóstoles en aquella noche memorable, como cuando nos dijo: “Cum discipulis meis facio Pascha. Con mis discípulos celebro esta Pascua”, se dio a todos los hombres y a todos quiso hacer participantes de la Pascua de su cuerpo y de su sangre.
La divina Eucaristía es la obra permanente de Dios con los hombres. Jamás faltará esta Pascua en la Iglesia de Dios, ni dejará Jesús de entregarse a los fieles. Mientras haya hombres en el mundo, ni faltarán maestros en estas escuelas de amor de Dios, ni dejará de haber discípulos que puedan participar de los efectos de ese amor. Los hombres de todos los tiempos podrán comer la carne inmaculada del Cordero Divino, que seguirá sacrificándose durante todos los siglos en el sacramento eucarístico, para que jamás falte a las almas este alimento del cielo, que las nutre, las conforte y las anime, y también se las haga triunfar en las rudas batallas de esta vida.
¿Sabéis quiénes no pueden alimentarse de este majar divino? Los soberbios, los orgullosos, los avaros, los impuros, los impenitentes. Estos no son discípulos de Cristo, con ellos no quiere Jesús celebrar su Pascua, a estos no se da el Redentor del mundo. En vano es que se acerquen al banquete eucarístico, no gustarán dulzuras, no comerán su cuerpo que es pan de vida, ni beberán su sangre que es fuente de agua que salta hasta la vida eterna. Comerán, atraerán sobre sí mismos su eterna condenación. Jesús, que en la Santa Eucaristía es vida y cielo para sus discípulos, para los que le aman y le sirven, es muerte e infierno para los traidores, para los que le venden y le injurian.
Adoremos rendidamente en este día al Santísimo Sacramento. Celebremos su institución dándonos a Jesús como Él se da a nosotros. Es acto de justicia porque suyos somos y entregándonos a Él, nada le damos que de Él no hayamos recibido y que suyo no sea.