Tengo un amigo que dice con cierta frecuencia que él quiere estar siempre “en tiempo real”, quizá para justificar su notable dependencia del móvil (debe consultarlo más de 100 veces diarias). No voy a explayarme ahora sobre la subordinación tecnológica que parece dominar cada vez a más estratos de la sociedad, hasta el punto de crear ansiedades y sumisiones propias de una patología. Me quiero más bien centrar hoy en el propio concepto del tiempo que manifiesta la frase de mi amigo. Estar “en tiempo real” parece que es una característica del momento en que vivimos donde todo se comunica al instante, donde no existe ni pasado ni futuro sino un permanente presente. Lo que ha ocurrido hace una hora ya es antiguo, lo que ocurrió ayer se ha perdido en la memoria. Nada es estable porque todo es efímero, como el aguacero que derrama una gran cantidad de agua sin calar la tierra y, por tanto, sin fecundarla. Cabalgamos en una vorágine temporal impropia de la condición humana que, como todo lo natural, está llamada a tener ciclos (periodos, estaciones), pausas que permitan captar lo que recibimos, entenderlo, hacerlo nuestro. Acabo de terminar un interesante libro del filósofo coreano
Byung-Chul Han que ha titulado “El aroma del tiempo”, con el significativo subtítulo de “Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse”, que expresa muy bien lo que quiero decir en los párrafos anteriores. Para este autor la civilización tecnológica presente borra el tiempo, porque borra la sucesión. Pero quien no considera el pasado o previene el futuro, no entiende lo que le pasa al presente. La tecnología nos brinda enormes posibilidades, pero también plantea muchos retos. Uno de los más significativos es el acortamiento del tiempo, hasta casi su eliminación. Dice el autor coreano: "Los intervalos son suprimidos en pos de una proximidad y simultaneidad totales. Se elimina cualquier distancia o lejanía. Se trata de hacer que todo esté a disposición aquí y ahora. La instantaneidad se convierte en pasión. Todo lo que no se puede hacer presente no existe. Todo tiene que estar presente" (p. 61).
Pero eso no es humano, porque no es natural. En la naturaleza hay estaciones, hay frutos en una época y no en otra, hay épocas frías, sin hojas, hay muerte otoñal, hay renacimiento primaveral, hay estío. Todo requiere su tiempo. Como bien dice el Eclesiastés, “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar…”. Si pretendemos eliminar el tiempo haciendo todo presente, rompiendo las interrupciones que separan unos eventos de otros, perdemos la perspectiva de las cosas, entramos en una aceleración vital que nos acabará agostando. En lugar de darnos plenitud, la eliminación del tiempo nos acaba empequeñeciendo, porque nos hace perder el control de nuestra propia vida. Como bien dice Byung-Chul Han: "Quien intenta vivir con más rapidez, también acaba muriendo más rápido. La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena (...) Una vida a toda velocidad, sin perdurabilidad ni lentitud, marcada por vivencias fugaces, repentinas y pasajeras, por más alta que sea la "cuota de vivencias" seguirá siendo una vida corta" (p. 57).
Necesitamos recuperar el sentido del tiempo, incluir en nuestra vida una visión más serena de nuestra actividad. El propio Han propone rescatar la vida contemplativa, que parece habernos robado el mundo trepidante en el que vivimos. No lo dice en su sentido religioso, pero en el fondo sí, ya que la contemplación siempre es espiritual. Recuperar el tiempo, desarrollar el espíritu están íntimamente ligados. Quien no contempla, no entiende lo que le pasa y no acertará a encauzar los acontecimientos. Tampoco podrá relacionarse con Dios. Es preciso pararse, volver sobre sí (reflexionar), mirar al interior.
Byung-Chul Han que ha titulado “El aroma del tiempo”, con el significativo subtítulo de “Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse”, que expresa muy bien lo que quiero decir en los párrafos anteriores. Para este autor la civilización tecnológica presente borra el tiempo, porque borra la sucesión. Pero quien no considera el pasado o previene el futuro, no entiende lo que le pasa al presente. La tecnología nos brinda enormes posibilidades, pero también plantea muchos retos. Uno de los más significativos es el acortamiento del tiempo, hasta casi su eliminación. Dice el autor coreano: "Los intervalos son suprimidos en pos de una proximidad y simultaneidad totales. Se elimina cualquier distancia o lejanía. Se trata de hacer que todo esté a disposición aquí y ahora. La instantaneidad se convierte en pasión. Todo lo que no se puede hacer presente no existe. Todo tiene que estar presente" (p. 61).
Pero eso no es humano, porque no es natural. En la naturaleza hay estaciones, hay frutos en una época y no en otra, hay épocas frías, sin hojas, hay muerte otoñal, hay renacimiento primaveral, hay estío. Todo requiere su tiempo. Como bien dice el Eclesiastés, “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar…”. Si pretendemos eliminar el tiempo haciendo todo presente, rompiendo las interrupciones que separan unos eventos de otros, perdemos la perspectiva de las cosas, entramos en una aceleración vital que nos acabará agostando. En lugar de darnos plenitud, la eliminación del tiempo nos acaba empequeñeciendo, porque nos hace perder el control de nuestra propia vida. Como bien dice Byung-Chul Han: "Quien intenta vivir con más rapidez, también acaba muriendo más rápido. La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena (...) Una vida a toda velocidad, sin perdurabilidad ni lentitud, marcada por vivencias fugaces, repentinas y pasajeras, por más alta que sea la "cuota de vivencias" seguirá siendo una vida corta" (p. 57).
Necesitamos recuperar el sentido del tiempo, incluir en nuestra vida una visión más serena de nuestra actividad. El propio Han propone rescatar la vida contemplativa, que parece habernos robado el mundo trepidante en el que vivimos. No lo dice en su sentido religioso, pero en el fondo sí, ya que la contemplación siempre es espiritual. Recuperar el tiempo, desarrollar el espíritu están íntimamente ligados. Quien no contempla, no entiende lo que le pasa y no acertará a encauzar los acontecimientos. Tampoco podrá relacionarse con Dios. Es preciso pararse, volver sobre sí (reflexionar), mirar al interior.