Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12a
«Dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien por mi causa. Estad alegres y contentos vuestra recompensa será grande en el cielo»
«Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta»
«Dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien por mi causa. Estad alegres y contentos vuestra recompensa será grande en el cielo»
«Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta»
Muchas veces me he preguntado por el sentido del aparente silencio de Dios. ¿Calla Dios ante mis súplicas, ante mis gritos de auxilio? A veces pienso que Dios calla, cuando no entiendo lo que quiere de mí. Me gustaría oír siempre su voz y no lo logro. Entender sus caminos. Comprender que es Él el que me habla en lo sagrado de mi corazón. Puede que a veces calle en ese momento. Puede ser que simplemente yo no sea capaz de escuchar su voz en mi alma. Sus susurros en el corazón. Decía la Madre Teresa: «Escucha en silencio, porque si tu corazón está lleno de otras cosas, no podrás oír la voz de Dios». Quiero guardar silencio para oír su voz, para entender sus silencios. Vivo volcado en el mundo. Disperso. Hacia fuera. No navego en las aguas hondas de mi corazón. Para poder hacerlo tengo que aprender a callar, a meditar, a contemplar. No puedo vivir siempre agitado y lleno de ruidos que nublan mi mirada. Esos ruidos del mundo que atrofian mi oído. Quiero gritar con fuerza: «Ábrete». Le grito así al oído de mi alma. Como hizo Jesús con aquel sordo al curar su limitación. No tengo la certeza de entender siempre lo que Dios me pide. Dudo porque no sé si es mi voluntad la que me lleva a interpretar su voz. O es de verdad Él en mi interior quien susurra. Interpreto sus voces en mi alma, sus voces en lo que me sucede, sus voces en la fidelidad de Él a mi historia personal. Allí, al pie de mi cruz, callado. Porque sí es cierto que tengo una certeza: Él está conmigo siempre aunque no siempre oiga su voz. Me ha acompañado desde el comienzo. En los momentos buenos y en los difíciles. En las dudas. En las batallas ganadas. En las luchas perdidas. Estaba ahí. Hablando o en silencio. A veces no lo sé. Pero sí sé que no dejaba de abrazarme. Decía Mahatma Gandhi: «Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». Esa certeza ha sido un apoyo toda mi vida. Y me ha hecho comprender que sus silencios forman parte más bien de mi incapacidad para entenderle. Él me habla de verdad con su presencia. Pero en ocasiones puede que no me baste con saber que está a mi lado. Quiero oír su voz como oigo la de los hombres. Oír su voz explicándome el sentido de mi vida. Que me grite. Tal vez es ese el silencio que más me duele. Cuando quiero que me explique la razón de todo lo ocurrido y no la oigo. Muchas veces es el silencio de Dios cuando no me libra de un plumazo de mi sufrimiento y no me abre un horizonte nuevo. Cuando parece permanecer impasible ante mi dolor. En la película «Silencio» un sacerdote misionero, conmovido ante el dolor de tantas personas en Japón, se pregunta: «Dios mío, ¿todavía sigues en silencio? Ves una vida así y sigues obstinado en tu silencio»[1]. Entonces no es una voz lo que espero. Una voz que me indique lo que tengo que hacer. Pretendo algo más. Una voz que calme el dolor. Un gesto liberador de Dios. Un Dios que acabe con la carga que arrastro cada día y me libere por fin de mi angustia. Entonces su silencio es ausencia de acción. Es como si Dios no estuviera conmigo. Ausente. Brotan las dudas. Y puede ser que incluso, ante tanto dolor, surja la desesperación: «El pecado mayor contra Dios era la desesperación, lo sabía muy bien; pero no me explicaba por qué Dios permanecía en silencio»[2]. El silencio de Dios en medio de las desgracias, de las pérdidas, de las angustias, es más sobrecogedor. Es como si me dejara solo de repente sin darme más explicaciones. Es el silencio del mar rompiendo contra las olas. Es el silencio de una noche negra sin estrellas. Es un silencio lleno de ausencia. En momentos de dolor casi deseo que desaparezca de un plumazo la causa de mis sufrimientos. Se lo suplico a Dios. Y si no sucede, al menos quiero entender el porqué, el sentido de tanta miseria. Saber cómo he llegado a ese punto. Comprender si de verdad tanto dolor vale de algo en ese plan de Dios que se me escapa. A mí mismo me gustaría cambiar el mundo tantas veces. Evitar esas desgracias que laceran el alma de tantos hombres. ¿Cómo se puede consolar al que sufre sin consuelo? Muchas veces comprendo la desesperación ante tanto silencio. Entiendo que una persona se aleje de Dios al no entender sus silencios. Incluso aunque antes del dolor que ahora padece, sintiera un amor profundo hacia Dios. Un amor tan verdadero como esa angustia que ahora sufre. Entiendo su angustia y su turbación. Me pongo en sus zapatos y no juzgo. No condeno.
Por eso entiendo las preguntas que muchos llevan grabadas en su alma. ¿Será que Dios calla y se aleja de mi dolor? ¿O más bien permanece a mi lado en silencio sosteniendo mi vida? ¿Es que Dios no me habla o es que yo no lo oigo cuando me grita? No son preguntas teóricas. Brotan como un grito del corazón. Son las mismas preguntas que el hombre tiene siempre. Las mismas preguntas llenas de sed que me acompañan a mí mismo toda mi vida. Seguramente la vida no consiste en ir cargado de respuestas por los caminos, certezas absolutas. Tal vez somos sólo peregrinos cargados de preguntas abiertas. De anhelos y deseos verdaderos. En medio del dolor y del sufrimiento de esta vida. No creo que Dios quiera que yo sufra. Me cuesta creerlo. Pero es verdad que en su silencio parece permitir mi sufrimiento. No lo evita. Lo tolera. No me salva. Y si pudiendo yo eludir el sufrimiento, lo hago. ¿Hago mal huyendo del sufrimiento? ¿Soy más santo cuando llevo heroicamente mi cruz que cuando la evito? ¿Tengo vocación de mártir? ¿A quién salva mi sufrimiento? No lo sé. Del alma brota siempre un pensamiento como este: «Para vosotros ya no habrá más agonía. El Señor no nos va a dejar siempre solos. Él no hace eso. Habrá unas manos que laven nuestras heridas, que limpien nuestra sangre. El Señor no puede quedar siempre en silencio»[3]. Es lo que deseo en lo más profundo de mi alma. Que acabe todo el sufrimiento del mundo, todo el dolor, todas las guerras. Toda la angustia que siento, la pena que me sobrecoge, la desazón que me amarga. Es lo que le pido a Dios en mi oración cada mañana. Ser feliz, ser bienaventurado. Sé que mi vida está en sus manos. Eso me mantiene firme en la fe. No puedo creer en un Dios que mira impasible en silencio mi sufrimiento a veces aparentemente tan estéril. Dios no quiere que yo sufra, que el mundo sufra. Eso lo sé como una intuición verdadera. No quiere mi mal. Lo sé, estoy seguro de que me abraza en mi cruz sufriendo a mi lado. Sufre y llora conmigo. No se baja de mi cruz. No me abandona. Me sostiene aún sin yo verle. Está conmigo siempre para sostener mi cuerpo herido. Es verdad que no me saca de la angustia que sufro, tal como yo le pido. Tal vez a eso lo llamo silencio. Pero sé que me conforta cuando sufro. Porque sufrir es lo más ajeno al paraíso que ha pensado para mi vida. Lo más ajeno a mi corazón que sólo desea amar y ser amado. Vivir en paz. Dar la vida con alegría. Llevar una vida tranquila en un lugar tranquilo, sin guerras, sin dolores, sin pérdidas, sin divisiones. Sin ese pecado que me rompe por dentro. Anhelo el paraíso. Como un grito inconsciente que llevo dentro. Entiendo que en ocasiones el dolor del tipo que sea me puede hacer madurar. Eso lo he comprobado. La enfermedad, el dolor de la pérdida, me pueden hacer más maduro, más hombre, más niño. Puedo mirar mi vida con más paz. Más desde Dios y menos desde la tierra. Y también sé que no puedo vivir evitando sufrir a toda costa. Eso es lo que a veces desea el hombre hoy. Una vida entre algodones puede hacer que sea un inmaduro, incapaz de tolerar el más mínimo sufrimiento en la vida. Una vida protegida no me hace capaz para el amor. Las crisis provocadas por el sufrimiento me pueden hacer crecer. El otro día leía sobre nuestras crisis en la vida: «Ante la crisis no tenemos que protegernos con los mecanismos de defensa que tengamos a mano. No necesitamos tampoco huir porque podemos ser consolados dejando a Dios obrar en nosotros. Podemos aceptar que Dios revuelva nuestra casa y descomponga en nuestro interior el pretendido orden que teníamos»[4]. Sé que cuando he pasado por pruebas del dolor algo ha madurado en mí. Me he hecho más hondo. Me he liberado de caretas y protecciones. Cuando he perdido seguros, cuando he renunciado a muchas cosas para ensanchar el corazón, cuando he enterrado mis deseos en lo hondo de la tierra para que den frutos eternos. Mis renuncias brillan en el cielo como estrellas. Tienen sentido. Mi dolor tiene sentido. Mi sufrimiento me hace más libre. O más fuerte. O más de Dios. O más puro, probado en el crisol de las pruebas y los cambios. Para ello tengo que aceptar mi vida con lo que tiene de dolor y de sufrimiento. Decía Miriam Subirana: «Aceptar lo que ha ocurrido. Aceptar la pérdida, aceptar que le engañaron, aceptar su error, aceptar que le hirieron o aceptar que mataron a un ser querido». Sólo cuando acepto mi vida como es logro crecer. Sólo cuando le doy mi sí libre y me entrego. El P. Kentenich sufrió mucho en su infancia y juventud. Sufrió su crisis personal: «Tuve que soportar permanentemente las luchas más tremendas. De satisfacción y felicidad interior ni la más ínfima huella. Mi director espiritual no me comprendía. Y por mi orientación intelectual tan racionalista, escéptica, insana, yo tenía muy poco sostén sobrenatural. Fueron sufrimientos interiores y exteriores tremendos, espirituales y corporales. Si mi camino no hubiese sido tan extraordinariamente anormal, no podría haber sido para con ustedes lo que en virtud de mi cargo debo ser y me esforcé por ser»[5]. En medio de esas luchas María lo salvó. Sacó su alma del crisol del sufrimiento. De forma extraordinaria Ella sanó sus heridas. Lo levantó del polvo y lo utilizó como su instrumento. El P. Kentenich supo acoger su cruz en el corazón. Él vivió con esperanza tanto dolor y creció. Pero sé que el sufrimiento mal aceptado me aleja de Dios, me lleva a negar su amor y a huir de Él. Me turba. Puede amargar mi alma y llenarla de oscuridad. Me vuelvo duro e insensible si sufro sin descansar en Dios. Lo veo en muchas personas que no saben manejar sus crisis en medio del dolor. No juzgo. No sé cómo yo mismo enfrentaría la tempestad en mi vida. En el naufragio de mis sueños. No lo sé. No sé si mi fidelidad se mantendría incólume en la turbación de la prueba, de la cruz, del sufrimiento. Sí sé que le pido a Dios cada mañana que me enseñe a no juzgar. Que me dé fuerzas para caminar con humildad desde mi pobreza.
El sufrimiento me da qué pensar. No creo que evitar el dolor sea menos santo que buscarlo. No creo en un Dios que me manda pruebas para probar mi amor. No lo creo. Como no entendería tampoco a un padre que mandara pruebas a su hijo pequeño para que le demostrara cuánto lo ama. O un hombre a su amada. No creo en ese Dios que me hace sufrir para ver cómo reacciono. Bien o mal. Con altura o con quejas. Entero o roto. Creo más bien en un Dios misericordioso y bueno que quiere mi bien. Que quiere mi paz. Y que no sufra. Que quiere que sea libre y pleno. Que desea que aprenda a amar mejor, con más altura, con más madurez. Y sé que todo amor siempre conlleva sufrimiento. Y en ese sufrimiento que padezco Él me ama. Sé que aquel que ama sufre al entregar la vida. Porque dar duele. Pero no le doy más valor al heroísmo en el sufrimiento que a la entrega en tiempos de paz. Aunque reconozco que admiro tanto a los que llevan su cruz con una sonrisa dibujada en el alma. Y son capaces de sostener a otros con su alegría desde su cruz dolorosa. «Mirar a los ojos de alguien a quien el sufrimiento no separa de Dios, hace efecto»[6]. No se quejan, no claman a Dios por su silencio. Los admiro en su entrega generosa y pura. Admiro su generosidad. A mí me asusta el dolor. Temo la cruz. Me conmueven las lágrimas del que sufre. Se despierta en mi interior la compasión. Sufro con el que sufre. Y, por supuesto, no quiero que nadie sufra por mi causa. A veces no lo consigo y causo dolor con mis gestos, con mis omisiones, con mis palabras. Hago sufrir a otros. Y tampoco puedo evitar el dolor de tantos hombres que sufren a mi lado. Veo tanto dolor y me siento incapaz de aliviarlo. ¿De qué sirve mi vida entregada por amor a los hombres? El sacerdote en la película «Silencio» en un momento en el que podía traer consuelo a los cristianos ocultos en una isla decía con alegría: «Sentía invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón del mundo, en este país que usted jamás ha visto»[7]. Es verdad que a veces puedo ver la utilidad de mi entrega. La fecundidad de mi vida que sana las heridas. Son momentos sagrados en los que Dios me deja ver por una pequeña rendija que mi vida tiene tanto sentido. Son momentos de gozo que guardo en el alma para siempre. Porque me he sentido útil dando la vida. Pero sé que otras veces no lo veré. Me sentiré estéril. Seguirá habiendo mucho dolor a mi alrededor y mi servicio y mi amor no lograrán calmarlo. Y no veré la utilidad de mi entrega. Sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi aporte. Por entregar la vida. Sufriendo con el que sufre. Y seguiré al pie de la cruz de los hombres sin poder bajarlos de ella. Intentaré hacer lo que hace Dios que tampoco se evade de mi dolor, ni se aleja de mi cruz, ni me baja de mi sufrimiento. Tal vez un día en el cielo entenderé sus silencios. Comprenderé el sentido de tantas cruces. Tal vez aprenderé a escuchar mejor sus silencios. Y comprenderé que su amor siempre ha estado a mi lado, caminando conmigo, cargando con mi cruz y la de tantos. Aunque yo no lo viera. No entiendo muchas cosas en mi camino. No comprendo las injusticias ni el sufrimiento. Pero sí creo en un amor infinito de un Dios que me quiere como soy, en medio de mi vida. Y me salva. Quiero esa fe en su amor en silencio que sostiene mi vida cuando sufro. Cuando me entrego por los que sufren. Cuando veo sufrir a otros. Me gusta mirar así mi vida. Mi dolor. El dolor de tantos. No temo cuando confío en su amor crucificado por mí. En un amor que no me deja solo cuando gimo lleno de angustia. No sé si mi sufrimiento salva a alguien. No lo sé. No creo que Dios lo quiera. Pero yo lo sufro. Y algún sentido tendrá cuando logre ver mi vida con más luz en el cielo. Cuando todo esté más claro. Y entienda.
Hoy vemos de nuevo a Jesús en Cafarnaúm en los inicios de su vida pública: «En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles». La semana pasada lo vimos junto al mar, llamando a los suyos. La gente lo sigue para que los sane por dentro y por fuera. Lo buscan. Hoy se reúne una muchedumbre. Jesús deja el mar y sube al monte para hablar. Es la primera vez que Jesús sale en el evangelio enseñando fuera de una sinagoga. En la montaña. Bajo el cielo, junto al mar. Será algo común en Jesús a partir de ahora. Jesús habla donde el hombre sale a su encuentro. Me gusta ver así a Jesús. Sin un programa. Él se adapta a lo que el Padre y los hombres le proponen en la vida. Hoy sube al monte. Mateo nos dice que se sienta y que sus discípulos se le acercan. Hombres y mujeres. Muchos niños. En la sinagoga sólo le podían oír los hombres. Me gusta ver a Jesús rodeado de todos. Hoy Jesús habla con compasión. Y les quiere contar algo que lleva en su alma grabado desde siempre. No hace milagros, pero sus palabras son agua fresca para el alma de todos los que lo escuchan. Los mira, amándolos. Cada uno se siente identificado con algo. Cada uno se lleva una promesa de amor y consuelo. No habla de obligaciones, sino del amor de Dios. De su ternura. De su compasión. Jesús habla al alma. Habla de un modo nuevo. Ve tanto dolor a su alrededor que necesita regalar esperanza: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús mira la tierra. Mira el sufrimiento de los hombres. Y levanta la mirada al cielo. Seremos felices. Nuestra vida será plena. Nos abre la ventana de la vida eterna. En medio de mi dolor me recuerda que estoy hecho para una plenitud que ahora sólo añoro. Jesús me habla al corazón. Ve mi sufrimiento interior, mi sed profunda. En ese monte, entre el cielo y el mar, Jesús me habla a mí de cómo es Dios. Él no carga fardos pesados sobre mi espalda. Me descarga, me libera. Es la gratuidad de Dios ante mi sufrimiento. Jesús encuentra eco en mí porque toca lo que vivo. La felicidad no es una promesa sólo para la vida eterna. Jesús es la promesa hecha carne y me habla de que hay un camino de felicidad que es gratuito, que es recibir, que es ser amado. Me mira, me dice que seré amado tal y como soy. Sin hacer nada especial. Sólo tengo que vivir a fondo mi pobreza. Y me anima a poner mi necesidad en Él. Me habla de mi hambre y de mi sed de justicia. Le importa. De mi tristeza honda. En ella hay un tesoro. Me promete el Reino, el consuelo, la saciedad. Al lado de Jesús, en el reino de Dios, seré saciado.
Siempre las bienaventuranzas me han dado alegría. Son un recorrido por la vida del hombre que sufre. Del hombre que llora. Del que tiene hambre y sed de justicia. Del hombre perseguido por el nombre de Cristo. Del que es insultado y calumniado de forma injusta. Todo el dolor concentrado ante sus ojos. Tanto dolor cargado en las manos, en el pecho de tantas vidas que sufren. Jesús tiene compasión de todos ellos. Se compadece del hombre débil que carga una carga imposible. Me gusta la mirada de Jesús sobre mi vida. Se conmueve. Se compadece. Me mira con una misericordia infinita. Miro mi alma, la pobreza más profunda, la del despojo de todo. Miro mi sed y mi hambre. Escucho el grito que brota en mi alma. Me detengo en mi tristeza. ¿Por qué lloro yo? ¿Qué me falta? Llega Dios, para tocarme, para consolarme. Jesús me llama dichoso, feliz, bienaventurado. Es una paradoja. Mis lágrimas me harán feliz porque me consolarán. Y el consuelo que trae Jesús es un consuelo que sana. Lo que Jesús me dice es que le importan mi dolor, mi pequeña vida, mis intereses, mi pobreza, mi hambre. No tanto mis logros. Me muestra un Dios que no exige, que sólo da. Tiene un corazón inmenso en el que quepo. Tal como soy. Desde mi realidad. En mi pecado. No tengo que ser perfecto. Puedo estar sufriendo y Él me sostiene. Ha salido a buscarme a los caminos, a los montes. Y me dice que estoy llamado a ser feliz. Que tengo derecho a ser feliz. Pase lo que pase. Aunque esté triste. «Nos volvemos tristes si no logramos que alguien nos quiera, o si no tenemos algo necesario para desarrollarnos, o si nos frustramos. Nos ponemos tristes porque se nos va un objeto muy preciado, o perdemos algo, un ser muy querido, o la familia que soñamos, o el trabajo, la salud, o la memoria, los recuerdos, la vida»[8]. Hay muchas razones que me hacen vivir una vida infeliz. Sufro. Me entristezco. Por la pérdida, por el dolor. No quiero sufrir más. Jesús me dice hoy que quiere que sea feliz. Que no sufra por cosas poco importantes. Que ante las importantes confíe más en sus manos sosteniéndome. Y me dice cosas que me sorprenden. Su mensaje me parece una contradicción. ¿Cómo va a ser feliz el que llora, el perseguido, el calumniado? Normalmente me afecta lo que pasa a mi alrededor. No soy feliz cuando lloro, cuando experimento el odio y el rechazo. En mi angustia no soy feliz. Vivo tenso, nervioso. Escucho los juicios de los hombres y me importan. Imagino el juicio de Dios sobre mi vida, y me importa. Deseo un cielo que no llega. Las palabras de Jesús están llenas de misterio. Me las dirige a mí. Soy yo quien está llamado a ser feliz en mi sufrimiento. No sin dolor. No lo entiendo. Es verdad que me gustaría vivir esa felicidad en la tierra en medio de la tribulación. Cuando las cosas no funcionan. Cuando fracaso y no logro el éxito. Cuando pierdo y no tengo lo que deseo. Cuando no poseo las estrellas infinitas que anhelo. Tengo un instinto de felicidad que despierta en mi alma el deseo de ser feliz aquí y ahora. Pero muchas cosas atadas a mi corazón no me dejan ser feliz. Sé que si lo pido Dios eliminará en mí lo que me quita la paz. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu extirpará lo enfermo y desechará lo falso; pero preservará y potenciará lo sano. Dios nos creó y sabe lo que nos hace falta»[9]. Dios sabe lo que me hace falta. Aunque yo me empeñe en decidir mi camino de felicidad. ¿La felicidad que me promete es sólo para la vida eterna? No quiero que sea así. Quiero una felicidad en mitad de mi camino. No encomendarme sólo a ese paraíso que sueño y da sentido a mis pasos. Cuando lloro quiero ser feliz. Cuando me insultan quiero tener a Jesús en el centro y descansar. Cuando me calumnian y rechazan. Cuando me atacan y descalifican. Cuando se ríen de mí y no cuentan conmigo. Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Una gracia que me puede conceder. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta. Así me imagino yo en medio de esa muchedumbre en la montaña. Mirado por Jesús. Pienso en la bienaventuranza que diría mirándome a los ojos. La mía. Me gusta la bienaventuranza de ser pobre, porque la promesa es en presente. Es la única. Y yo, quiero estar con Jesús ahora, cada día, desde mi barro pobre. En mi pobreza. Cuando estoy vacío. Cuando no tengo nada en qué sostenerme. Él me sostiene. Es el camino más humano. Dios consuela mis lágrimas, sacia mi sed. No estoy solo. Él va a mi lado. Quiero aprender a descentrarme para que Jesús esté en el centro. No deseo vivir pensando en mi yo. En lo que me hace falta a mí para tener paz. «Las preocupaciones nos vuelven como referencia a nosotros mismos. Expresan mi preocupación, mi carga que tengo que arrastrar. El cambio es el que nos lleva de la referencia al yo a la referencia a Dios. La referencia al tú. Volverse hacia Dios»[10]. La única forma de ser feliz en medio de mi vida es mirar más a Jesús. ¿Cuál es mi bienaventuranza? No mi tarea, sino mi regalo. En medio de mi miseria miro a Jesús. Él es el centro de mi vida. Guardo con cariño mi bienaventuranza.
Jesús mira también la belleza escondida en mi corazón. Busca lo bueno que hay en mi interior: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios». Quiero ser misericordioso. Y tantas veces me asusta la misericordia. Acabo pensando que la misericordia excesiva despierta en los hombres la ambigüedad. Es como si todo valiera. Desaparece el esfuerzo y la lucha. Lo objetivo. La misericordia me parece confusa. Como si dieran igual las opciones de vida que tomo. Y no importara tanto mi fidelidad diaria en lo pequeño. Pero no es así. Un corazón misericordioso es un corazón pobre, abierto. Un corazón en el que caben todos. Un corazón que no rechaza, no juzga, no condena. Me gusta ver la misericordia como mi camino de salvación. Alcanzaré misericordia si soy yo misericordia. Si acojo a todos. Si no juzgo ni condeno. Cada vez que experimento mi fragilidad vuelvo mi mirada a Dios. Busco sus ojos. Busco su compasión. Quiero ser así. Tal como Dios es conmigo. Me queda claro: «El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia»[11]. Y como decía el Papa Francisco: «Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia». Jesús quiere que sea misericordioso con otros. Ese es el camino de la felicidad. Recibir el amor de Dios y darlo de la misma forma, con compasión. Mirando al corazón del otro, no lo de fuera. Jesús me propone ser como Él. Pasar por la vida como Él pasó. Confía en mí, eso siempre me impresiona. Me regala un camino interior precioso. Ser amado tal como soy. Y amar así a otros. Los pobres, los despojados, los perseguidos. Ellos son el tesoro del Reino. Los primeros, los elegidos, los amados. Bienaventurados los limpios de corazón. Quiero tener un corazón puro. Necesito una mirada limpia. Una forma inocente de enfrentar la vida. Me da miedo perder la inocencia con los años. Me da miedo no ser más un niño ingenuo y confiado en las manos de Dios y de los hombres. Seré feliz si mi mirada vuelvea ser pura. Seré feliz si en mi interior no habitan el odio y el engaño. Quiero también construir la paz. En medio de las guerras y los odios. En medio de tantas divisiones que me separan. Quiero ser pacífico. Pacificar con mis silencios y con mis palabras. Me cuesta tanto no contribuir yo a las guerras. Jesús se fija en el potencial que hay en mi alma. Estoy llamado a ser misericordia, a ser pacífico, a ser puro. Es mi misión en medio de un mundo que carece de esos tres pilares. ¿Qué hago yo por mirar con misericordia, sembrando paz, desde la pureza de mi corazón?
Hoy escucho que no soy llamado por mis talentos y virtudes: «Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder». Jesús mira en el monte a estos hombres de corazón puro que no saben tanto, no cumplen tanto, son pescadores y campesinos, pero en sus ojos tienen una pureza que lo conmueve. Se fían, están abiertos. Jesús quiere alabar a esos hombres con ojos limpios. Porque ya ven a Dios. Es Jesús. Está frente a ellos. Pisa su monte y su mar. Y sus caminos. Y los llama no siendo ellos poderosos ni sabios. Siendo pequeños. Dios también me elige a mí que soy pequeño. Me llama en mi pobreza. Soy consciente de mi pequeñez. Me llama para que dé testimonio de Él en el mundo sabiendo que soy débil. Y me hace ver que seré perseguido por seguirlo a Él: «Cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa». Seré feliz también entonces. Feliz si me persiguen por su causa. Si en mis lágrimas me vuelvo hacia Él para encontrar consuelo. En el desprecio que sufro. En el rechazo y la soledad. Cuando sufra la injusticia. Cuando me encuentre solo en medio de mi dolor. Por haber seguido sus pasos. Pero soy débil. El mismo Pedro en la última cena le dijo a Jesús que él nunca lo abandonaría. Luego lo negó tres veces mientras cantaba el gallo. Un joven decía el otro día hablando de la apostasía: «Yo nunca apostataría». Me conmovieron sus palabras. Me recordó a las de Pedro aquella noche. Antes del gallo. Antes de la persecución y el dolor. Me conmovió esa fe tan joven. Tan pura y llena de fuego. Es la misma fe que me pide hoy Jesús. No me llama porque sea fuerte. Me llama porque soy débil. Porque conoce mi miseria y mi barro. Pero no me va a dejar nunca. En un momento de la película «Silencio» se pregunta el sacerdote protagonista: ¿Qué he hecho en mi vida por Jesús? ¿Qué hago por Jesús? ¿Qué haré por Jesús?». Es la pregunta que queda prendida en el aire de aquel monte. Quiero ser feliz dando la vida por Jesús. Por amor a Jesús y a los hombres. En medio de mis luchas. Con la carga de mi propia debilidad. Me duele la injusticia y la persecución. Me duele el sufrimiento que infligen los hombres de forma injusta. Me duele sufrir sin merecerlo. Sin que sea un castigo como consecuencia de mis acciones. Me duele el dolor sin sentido. ¿Qué hago yo por Jesús? ¿Dónde en mi vida hago algo por Él? Soy débil. Esa pregunta me hace mirarle a los ojos. Escucho sus palabras en lo alto del monte. Quiero ser fiel cuando me persigan e insulten. Ser fiel cuando no tenga fama ni reconocimiento. Ser fiel cuando toque mi debilidad con angustia y suplique a Dios.
Por eso entiendo las preguntas que muchos llevan grabadas en su alma. ¿Será que Dios calla y se aleja de mi dolor? ¿O más bien permanece a mi lado en silencio sosteniendo mi vida? ¿Es que Dios no me habla o es que yo no lo oigo cuando me grita? No son preguntas teóricas. Brotan como un grito del corazón. Son las mismas preguntas que el hombre tiene siempre. Las mismas preguntas llenas de sed que me acompañan a mí mismo toda mi vida. Seguramente la vida no consiste en ir cargado de respuestas por los caminos, certezas absolutas. Tal vez somos sólo peregrinos cargados de preguntas abiertas. De anhelos y deseos verdaderos. En medio del dolor y del sufrimiento de esta vida. No creo que Dios quiera que yo sufra. Me cuesta creerlo. Pero es verdad que en su silencio parece permitir mi sufrimiento. No lo evita. Lo tolera. No me salva. Y si pudiendo yo eludir el sufrimiento, lo hago. ¿Hago mal huyendo del sufrimiento? ¿Soy más santo cuando llevo heroicamente mi cruz que cuando la evito? ¿Tengo vocación de mártir? ¿A quién salva mi sufrimiento? No lo sé. Del alma brota siempre un pensamiento como este: «Para vosotros ya no habrá más agonía. El Señor no nos va a dejar siempre solos. Él no hace eso. Habrá unas manos que laven nuestras heridas, que limpien nuestra sangre. El Señor no puede quedar siempre en silencio»[3]. Es lo que deseo en lo más profundo de mi alma. Que acabe todo el sufrimiento del mundo, todo el dolor, todas las guerras. Toda la angustia que siento, la pena que me sobrecoge, la desazón que me amarga. Es lo que le pido a Dios en mi oración cada mañana. Ser feliz, ser bienaventurado. Sé que mi vida está en sus manos. Eso me mantiene firme en la fe. No puedo creer en un Dios que mira impasible en silencio mi sufrimiento a veces aparentemente tan estéril. Dios no quiere que yo sufra, que el mundo sufra. Eso lo sé como una intuición verdadera. No quiere mi mal. Lo sé, estoy seguro de que me abraza en mi cruz sufriendo a mi lado. Sufre y llora conmigo. No se baja de mi cruz. No me abandona. Me sostiene aún sin yo verle. Está conmigo siempre para sostener mi cuerpo herido. Es verdad que no me saca de la angustia que sufro, tal como yo le pido. Tal vez a eso lo llamo silencio. Pero sé que me conforta cuando sufro. Porque sufrir es lo más ajeno al paraíso que ha pensado para mi vida. Lo más ajeno a mi corazón que sólo desea amar y ser amado. Vivir en paz. Dar la vida con alegría. Llevar una vida tranquila en un lugar tranquilo, sin guerras, sin dolores, sin pérdidas, sin divisiones. Sin ese pecado que me rompe por dentro. Anhelo el paraíso. Como un grito inconsciente que llevo dentro. Entiendo que en ocasiones el dolor del tipo que sea me puede hacer madurar. Eso lo he comprobado. La enfermedad, el dolor de la pérdida, me pueden hacer más maduro, más hombre, más niño. Puedo mirar mi vida con más paz. Más desde Dios y menos desde la tierra. Y también sé que no puedo vivir evitando sufrir a toda costa. Eso es lo que a veces desea el hombre hoy. Una vida entre algodones puede hacer que sea un inmaduro, incapaz de tolerar el más mínimo sufrimiento en la vida. Una vida protegida no me hace capaz para el amor. Las crisis provocadas por el sufrimiento me pueden hacer crecer. El otro día leía sobre nuestras crisis en la vida: «Ante la crisis no tenemos que protegernos con los mecanismos de defensa que tengamos a mano. No necesitamos tampoco huir porque podemos ser consolados dejando a Dios obrar en nosotros. Podemos aceptar que Dios revuelva nuestra casa y descomponga en nuestro interior el pretendido orden que teníamos»[4]. Sé que cuando he pasado por pruebas del dolor algo ha madurado en mí. Me he hecho más hondo. Me he liberado de caretas y protecciones. Cuando he perdido seguros, cuando he renunciado a muchas cosas para ensanchar el corazón, cuando he enterrado mis deseos en lo hondo de la tierra para que den frutos eternos. Mis renuncias brillan en el cielo como estrellas. Tienen sentido. Mi dolor tiene sentido. Mi sufrimiento me hace más libre. O más fuerte. O más de Dios. O más puro, probado en el crisol de las pruebas y los cambios. Para ello tengo que aceptar mi vida con lo que tiene de dolor y de sufrimiento. Decía Miriam Subirana: «Aceptar lo que ha ocurrido. Aceptar la pérdida, aceptar que le engañaron, aceptar su error, aceptar que le hirieron o aceptar que mataron a un ser querido». Sólo cuando acepto mi vida como es logro crecer. Sólo cuando le doy mi sí libre y me entrego. El P. Kentenich sufrió mucho en su infancia y juventud. Sufrió su crisis personal: «Tuve que soportar permanentemente las luchas más tremendas. De satisfacción y felicidad interior ni la más ínfima huella. Mi director espiritual no me comprendía. Y por mi orientación intelectual tan racionalista, escéptica, insana, yo tenía muy poco sostén sobrenatural. Fueron sufrimientos interiores y exteriores tremendos, espirituales y corporales. Si mi camino no hubiese sido tan extraordinariamente anormal, no podría haber sido para con ustedes lo que en virtud de mi cargo debo ser y me esforcé por ser»[5]. En medio de esas luchas María lo salvó. Sacó su alma del crisol del sufrimiento. De forma extraordinaria Ella sanó sus heridas. Lo levantó del polvo y lo utilizó como su instrumento. El P. Kentenich supo acoger su cruz en el corazón. Él vivió con esperanza tanto dolor y creció. Pero sé que el sufrimiento mal aceptado me aleja de Dios, me lleva a negar su amor y a huir de Él. Me turba. Puede amargar mi alma y llenarla de oscuridad. Me vuelvo duro e insensible si sufro sin descansar en Dios. Lo veo en muchas personas que no saben manejar sus crisis en medio del dolor. No juzgo. No sé cómo yo mismo enfrentaría la tempestad en mi vida. En el naufragio de mis sueños. No lo sé. No sé si mi fidelidad se mantendría incólume en la turbación de la prueba, de la cruz, del sufrimiento. Sí sé que le pido a Dios cada mañana que me enseñe a no juzgar. Que me dé fuerzas para caminar con humildad desde mi pobreza.
El sufrimiento me da qué pensar. No creo que evitar el dolor sea menos santo que buscarlo. No creo en un Dios que me manda pruebas para probar mi amor. No lo creo. Como no entendería tampoco a un padre que mandara pruebas a su hijo pequeño para que le demostrara cuánto lo ama. O un hombre a su amada. No creo en ese Dios que me hace sufrir para ver cómo reacciono. Bien o mal. Con altura o con quejas. Entero o roto. Creo más bien en un Dios misericordioso y bueno que quiere mi bien. Que quiere mi paz. Y que no sufra. Que quiere que sea libre y pleno. Que desea que aprenda a amar mejor, con más altura, con más madurez. Y sé que todo amor siempre conlleva sufrimiento. Y en ese sufrimiento que padezco Él me ama. Sé que aquel que ama sufre al entregar la vida. Porque dar duele. Pero no le doy más valor al heroísmo en el sufrimiento que a la entrega en tiempos de paz. Aunque reconozco que admiro tanto a los que llevan su cruz con una sonrisa dibujada en el alma. Y son capaces de sostener a otros con su alegría desde su cruz dolorosa. «Mirar a los ojos de alguien a quien el sufrimiento no separa de Dios, hace efecto»[6]. No se quejan, no claman a Dios por su silencio. Los admiro en su entrega generosa y pura. Admiro su generosidad. A mí me asusta el dolor. Temo la cruz. Me conmueven las lágrimas del que sufre. Se despierta en mi interior la compasión. Sufro con el que sufre. Y, por supuesto, no quiero que nadie sufra por mi causa. A veces no lo consigo y causo dolor con mis gestos, con mis omisiones, con mis palabras. Hago sufrir a otros. Y tampoco puedo evitar el dolor de tantos hombres que sufren a mi lado. Veo tanto dolor y me siento incapaz de aliviarlo. ¿De qué sirve mi vida entregada por amor a los hombres? El sacerdote en la película «Silencio» en un momento en el que podía traer consuelo a los cristianos ocultos en una isla decía con alegría: «Sentía invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón del mundo, en este país que usted jamás ha visto»[7]. Es verdad que a veces puedo ver la utilidad de mi entrega. La fecundidad de mi vida que sana las heridas. Son momentos sagrados en los que Dios me deja ver por una pequeña rendija que mi vida tiene tanto sentido. Son momentos de gozo que guardo en el alma para siempre. Porque me he sentido útil dando la vida. Pero sé que otras veces no lo veré. Me sentiré estéril. Seguirá habiendo mucho dolor a mi alrededor y mi servicio y mi amor no lograrán calmarlo. Y no veré la utilidad de mi entrega. Sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi aporte. Por entregar la vida. Sufriendo con el que sufre. Y seguiré al pie de la cruz de los hombres sin poder bajarlos de ella. Intentaré hacer lo que hace Dios que tampoco se evade de mi dolor, ni se aleja de mi cruz, ni me baja de mi sufrimiento. Tal vez un día en el cielo entenderé sus silencios. Comprenderé el sentido de tantas cruces. Tal vez aprenderé a escuchar mejor sus silencios. Y comprenderé que su amor siempre ha estado a mi lado, caminando conmigo, cargando con mi cruz y la de tantos. Aunque yo no lo viera. No entiendo muchas cosas en mi camino. No comprendo las injusticias ni el sufrimiento. Pero sí creo en un amor infinito de un Dios que me quiere como soy, en medio de mi vida. Y me salva. Quiero esa fe en su amor en silencio que sostiene mi vida cuando sufro. Cuando me entrego por los que sufren. Cuando veo sufrir a otros. Me gusta mirar así mi vida. Mi dolor. El dolor de tantos. No temo cuando confío en su amor crucificado por mí. En un amor que no me deja solo cuando gimo lleno de angustia. No sé si mi sufrimiento salva a alguien. No lo sé. No creo que Dios lo quiera. Pero yo lo sufro. Y algún sentido tendrá cuando logre ver mi vida con más luz en el cielo. Cuando todo esté más claro. Y entienda.
Hoy vemos de nuevo a Jesús en Cafarnaúm en los inicios de su vida pública: «En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles». La semana pasada lo vimos junto al mar, llamando a los suyos. La gente lo sigue para que los sane por dentro y por fuera. Lo buscan. Hoy se reúne una muchedumbre. Jesús deja el mar y sube al monte para hablar. Es la primera vez que Jesús sale en el evangelio enseñando fuera de una sinagoga. En la montaña. Bajo el cielo, junto al mar. Será algo común en Jesús a partir de ahora. Jesús habla donde el hombre sale a su encuentro. Me gusta ver así a Jesús. Sin un programa. Él se adapta a lo que el Padre y los hombres le proponen en la vida. Hoy sube al monte. Mateo nos dice que se sienta y que sus discípulos se le acercan. Hombres y mujeres. Muchos niños. En la sinagoga sólo le podían oír los hombres. Me gusta ver a Jesús rodeado de todos. Hoy Jesús habla con compasión. Y les quiere contar algo que lleva en su alma grabado desde siempre. No hace milagros, pero sus palabras son agua fresca para el alma de todos los que lo escuchan. Los mira, amándolos. Cada uno se siente identificado con algo. Cada uno se lleva una promesa de amor y consuelo. No habla de obligaciones, sino del amor de Dios. De su ternura. De su compasión. Jesús habla al alma. Habla de un modo nuevo. Ve tanto dolor a su alrededor que necesita regalar esperanza: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús mira la tierra. Mira el sufrimiento de los hombres. Y levanta la mirada al cielo. Seremos felices. Nuestra vida será plena. Nos abre la ventana de la vida eterna. En medio de mi dolor me recuerda que estoy hecho para una plenitud que ahora sólo añoro. Jesús me habla al corazón. Ve mi sufrimiento interior, mi sed profunda. En ese monte, entre el cielo y el mar, Jesús me habla a mí de cómo es Dios. Él no carga fardos pesados sobre mi espalda. Me descarga, me libera. Es la gratuidad de Dios ante mi sufrimiento. Jesús encuentra eco en mí porque toca lo que vivo. La felicidad no es una promesa sólo para la vida eterna. Jesús es la promesa hecha carne y me habla de que hay un camino de felicidad que es gratuito, que es recibir, que es ser amado. Me mira, me dice que seré amado tal y como soy. Sin hacer nada especial. Sólo tengo que vivir a fondo mi pobreza. Y me anima a poner mi necesidad en Él. Me habla de mi hambre y de mi sed de justicia. Le importa. De mi tristeza honda. En ella hay un tesoro. Me promete el Reino, el consuelo, la saciedad. Al lado de Jesús, en el reino de Dios, seré saciado.
Siempre las bienaventuranzas me han dado alegría. Son un recorrido por la vida del hombre que sufre. Del hombre que llora. Del que tiene hambre y sed de justicia. Del hombre perseguido por el nombre de Cristo. Del que es insultado y calumniado de forma injusta. Todo el dolor concentrado ante sus ojos. Tanto dolor cargado en las manos, en el pecho de tantas vidas que sufren. Jesús tiene compasión de todos ellos. Se compadece del hombre débil que carga una carga imposible. Me gusta la mirada de Jesús sobre mi vida. Se conmueve. Se compadece. Me mira con una misericordia infinita. Miro mi alma, la pobreza más profunda, la del despojo de todo. Miro mi sed y mi hambre. Escucho el grito que brota en mi alma. Me detengo en mi tristeza. ¿Por qué lloro yo? ¿Qué me falta? Llega Dios, para tocarme, para consolarme. Jesús me llama dichoso, feliz, bienaventurado. Es una paradoja. Mis lágrimas me harán feliz porque me consolarán. Y el consuelo que trae Jesús es un consuelo que sana. Lo que Jesús me dice es que le importan mi dolor, mi pequeña vida, mis intereses, mi pobreza, mi hambre. No tanto mis logros. Me muestra un Dios que no exige, que sólo da. Tiene un corazón inmenso en el que quepo. Tal como soy. Desde mi realidad. En mi pecado. No tengo que ser perfecto. Puedo estar sufriendo y Él me sostiene. Ha salido a buscarme a los caminos, a los montes. Y me dice que estoy llamado a ser feliz. Que tengo derecho a ser feliz. Pase lo que pase. Aunque esté triste. «Nos volvemos tristes si no logramos que alguien nos quiera, o si no tenemos algo necesario para desarrollarnos, o si nos frustramos. Nos ponemos tristes porque se nos va un objeto muy preciado, o perdemos algo, un ser muy querido, o la familia que soñamos, o el trabajo, la salud, o la memoria, los recuerdos, la vida»[8]. Hay muchas razones que me hacen vivir una vida infeliz. Sufro. Me entristezco. Por la pérdida, por el dolor. No quiero sufrir más. Jesús me dice hoy que quiere que sea feliz. Que no sufra por cosas poco importantes. Que ante las importantes confíe más en sus manos sosteniéndome. Y me dice cosas que me sorprenden. Su mensaje me parece una contradicción. ¿Cómo va a ser feliz el que llora, el perseguido, el calumniado? Normalmente me afecta lo que pasa a mi alrededor. No soy feliz cuando lloro, cuando experimento el odio y el rechazo. En mi angustia no soy feliz. Vivo tenso, nervioso. Escucho los juicios de los hombres y me importan. Imagino el juicio de Dios sobre mi vida, y me importa. Deseo un cielo que no llega. Las palabras de Jesús están llenas de misterio. Me las dirige a mí. Soy yo quien está llamado a ser feliz en mi sufrimiento. No sin dolor. No lo entiendo. Es verdad que me gustaría vivir esa felicidad en la tierra en medio de la tribulación. Cuando las cosas no funcionan. Cuando fracaso y no logro el éxito. Cuando pierdo y no tengo lo que deseo. Cuando no poseo las estrellas infinitas que anhelo. Tengo un instinto de felicidad que despierta en mi alma el deseo de ser feliz aquí y ahora. Pero muchas cosas atadas a mi corazón no me dejan ser feliz. Sé que si lo pido Dios eliminará en mí lo que me quita la paz. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu extirpará lo enfermo y desechará lo falso; pero preservará y potenciará lo sano. Dios nos creó y sabe lo que nos hace falta»[9]. Dios sabe lo que me hace falta. Aunque yo me empeñe en decidir mi camino de felicidad. ¿La felicidad que me promete es sólo para la vida eterna? No quiero que sea así. Quiero una felicidad en mitad de mi camino. No encomendarme sólo a ese paraíso que sueño y da sentido a mis pasos. Cuando lloro quiero ser feliz. Cuando me insultan quiero tener a Jesús en el centro y descansar. Cuando me calumnian y rechazan. Cuando me atacan y descalifican. Cuando se ríen de mí y no cuentan conmigo. Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Una gracia que me puede conceder. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta. Así me imagino yo en medio de esa muchedumbre en la montaña. Mirado por Jesús. Pienso en la bienaventuranza que diría mirándome a los ojos. La mía. Me gusta la bienaventuranza de ser pobre, porque la promesa es en presente. Es la única. Y yo, quiero estar con Jesús ahora, cada día, desde mi barro pobre. En mi pobreza. Cuando estoy vacío. Cuando no tengo nada en qué sostenerme. Él me sostiene. Es el camino más humano. Dios consuela mis lágrimas, sacia mi sed. No estoy solo. Él va a mi lado. Quiero aprender a descentrarme para que Jesús esté en el centro. No deseo vivir pensando en mi yo. En lo que me hace falta a mí para tener paz. «Las preocupaciones nos vuelven como referencia a nosotros mismos. Expresan mi preocupación, mi carga que tengo que arrastrar. El cambio es el que nos lleva de la referencia al yo a la referencia a Dios. La referencia al tú. Volverse hacia Dios»[10]. La única forma de ser feliz en medio de mi vida es mirar más a Jesús. ¿Cuál es mi bienaventuranza? No mi tarea, sino mi regalo. En medio de mi miseria miro a Jesús. Él es el centro de mi vida. Guardo con cariño mi bienaventuranza.
Jesús mira también la belleza escondida en mi corazón. Busca lo bueno que hay en mi interior: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios». Quiero ser misericordioso. Y tantas veces me asusta la misericordia. Acabo pensando que la misericordia excesiva despierta en los hombres la ambigüedad. Es como si todo valiera. Desaparece el esfuerzo y la lucha. Lo objetivo. La misericordia me parece confusa. Como si dieran igual las opciones de vida que tomo. Y no importara tanto mi fidelidad diaria en lo pequeño. Pero no es así. Un corazón misericordioso es un corazón pobre, abierto. Un corazón en el que caben todos. Un corazón que no rechaza, no juzga, no condena. Me gusta ver la misericordia como mi camino de salvación. Alcanzaré misericordia si soy yo misericordia. Si acojo a todos. Si no juzgo ni condeno. Cada vez que experimento mi fragilidad vuelvo mi mirada a Dios. Busco sus ojos. Busco su compasión. Quiero ser así. Tal como Dios es conmigo. Me queda claro: «El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia»[11]. Y como decía el Papa Francisco: «Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia». Jesús quiere que sea misericordioso con otros. Ese es el camino de la felicidad. Recibir el amor de Dios y darlo de la misma forma, con compasión. Mirando al corazón del otro, no lo de fuera. Jesús me propone ser como Él. Pasar por la vida como Él pasó. Confía en mí, eso siempre me impresiona. Me regala un camino interior precioso. Ser amado tal como soy. Y amar así a otros. Los pobres, los despojados, los perseguidos. Ellos son el tesoro del Reino. Los primeros, los elegidos, los amados. Bienaventurados los limpios de corazón. Quiero tener un corazón puro. Necesito una mirada limpia. Una forma inocente de enfrentar la vida. Me da miedo perder la inocencia con los años. Me da miedo no ser más un niño ingenuo y confiado en las manos de Dios y de los hombres. Seré feliz si mi mirada vuelvea ser pura. Seré feliz si en mi interior no habitan el odio y el engaño. Quiero también construir la paz. En medio de las guerras y los odios. En medio de tantas divisiones que me separan. Quiero ser pacífico. Pacificar con mis silencios y con mis palabras. Me cuesta tanto no contribuir yo a las guerras. Jesús se fija en el potencial que hay en mi alma. Estoy llamado a ser misericordia, a ser pacífico, a ser puro. Es mi misión en medio de un mundo que carece de esos tres pilares. ¿Qué hago yo por mirar con misericordia, sembrando paz, desde la pureza de mi corazón?
Hoy escucho que no soy llamado por mis talentos y virtudes: «Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder». Jesús mira en el monte a estos hombres de corazón puro que no saben tanto, no cumplen tanto, son pescadores y campesinos, pero en sus ojos tienen una pureza que lo conmueve. Se fían, están abiertos. Jesús quiere alabar a esos hombres con ojos limpios. Porque ya ven a Dios. Es Jesús. Está frente a ellos. Pisa su monte y su mar. Y sus caminos. Y los llama no siendo ellos poderosos ni sabios. Siendo pequeños. Dios también me elige a mí que soy pequeño. Me llama en mi pobreza. Soy consciente de mi pequeñez. Me llama para que dé testimonio de Él en el mundo sabiendo que soy débil. Y me hace ver que seré perseguido por seguirlo a Él: «Cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa». Seré feliz también entonces. Feliz si me persiguen por su causa. Si en mis lágrimas me vuelvo hacia Él para encontrar consuelo. En el desprecio que sufro. En el rechazo y la soledad. Cuando sufra la injusticia. Cuando me encuentre solo en medio de mi dolor. Por haber seguido sus pasos. Pero soy débil. El mismo Pedro en la última cena le dijo a Jesús que él nunca lo abandonaría. Luego lo negó tres veces mientras cantaba el gallo. Un joven decía el otro día hablando de la apostasía: «Yo nunca apostataría». Me conmovieron sus palabras. Me recordó a las de Pedro aquella noche. Antes del gallo. Antes de la persecución y el dolor. Me conmovió esa fe tan joven. Tan pura y llena de fuego. Es la misma fe que me pide hoy Jesús. No me llama porque sea fuerte. Me llama porque soy débil. Porque conoce mi miseria y mi barro. Pero no me va a dejar nunca. En un momento de la película «Silencio» se pregunta el sacerdote protagonista: ¿Qué he hecho en mi vida por Jesús? ¿Qué hago por Jesús? ¿Qué haré por Jesús?». Es la pregunta que queda prendida en el aire de aquel monte. Quiero ser feliz dando la vida por Jesús. Por amor a Jesús y a los hombres. En medio de mis luchas. Con la carga de mi propia debilidad. Me duele la injusticia y la persecución. Me duele el sufrimiento que infligen los hombres de forma injusta. Me duele sufrir sin merecerlo. Sin que sea un castigo como consecuencia de mis acciones. Me duele el dolor sin sentido. ¿Qué hago yo por Jesús? ¿Dónde en mi vida hago algo por Él? Soy débil. Esa pregunta me hace mirarle a los ojos. Escucho sus palabras en lo alto del monte. Quiero ser fiel cuando me persigan e insulten. Ser fiel cuando no tenga fama ni reconocimiento. Ser fiel cuando toque mi debilidad con angustia y suplique a Dios.
[1] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[2] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[3] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[4] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 76
[5] J. Kentenich, Carta al prefecto de la Congregación Mariana, 11.12.16
[6] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65
[7] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[8] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[9] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[10] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[11] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica