Culmina el Octavario por la unidad de los cristianos con la fiesta del Apóstol de las gentes, que recorrió medio mundo para llevar la novedad pasmosa del Evangelio de la alegría, la vida de Jesús de Nazareth, el Dios con nosotros. Parece imposible que pudiera llegar a tantos y gastara su vida en sostener la unidad en la fe verdadera de Jesucristo, frente a las asechanzas de los judaizantes y las primeras rupturas de la communion ecclesial. Pero fue posible, entonces y ahora, por la acción del Espíritu Santo.
 
Shaul, Shaul, lámmah ántha radef lí? ¡Saulo, Saulo! ¿por qué me persigues?
Y todo cambió en la vida de joven perseguidor de la secta del Nazareno. Saulo lleva al nombre del primer rey de Israel y había nacido en Tardo de Cilicia, una ciudad de unos quinientos mil habitantes situada al sur de la península de Anatolia, hoy Turquía, y en el seno de una familia judía. A los cinco años frecuentaba ya la Casa del libro o escuela de la sinagoga para iniciarse en el aprendizaje de la Ley de Israel. Diez años más tarde marchó a Jerusalén para ser instruido en la exacta observancia de la Ley de sus padres, a los pies del rabino Gamaliel. Y veinte años después recorre veloz los kilómetros desde Jerusalén a Damasco para acabar con aquella nueva secta. Pero Dios le puso la zancadilla, cerrando momentáneamente sus ojos para que pudiera abrirlos a la realidad de la fe cristiana. Descubrió así que Jesús se identifica con su Iglesia y que contaba con él para la misteriosa revolución que había consumado en una Cruz plantada en el Calvario.
 
Saulo era un judío celoso practicante de la Torá, un ciudadano romano, y después un cristiano que recorrerá en pocos años más de 15000 kilómetros para predicar el Evangelio de Jesús en su tierra natal, y dar el salto a Europa hasta Roma, el altavoz para difundirlo por todo el imperio, llegando probablemente a Hispania.
 
Los diarios de sus viajes están al alcance de cualquiera en los Hechos de los Apóstoles y en sus cartas, mostrando con realismo que la difusión del Evangelio no es tarea para gente timorata. Pisó tierras europeas en su segundo viaje al llegar a la ciudad de Filipos en Macedonia y allí prendió la fe en Lidia, vendedora de púrpura y temerosa de Dios. Pero enseguida Pablo comprobó que la libertad religiosa deja mucho que desear y acabó con sus huesos en el calabozo cuando alguno vio peligrar su negocio de adivino y sublevó a la plebe. A medianoche mientras oraba junto con su compañero Silas se abrieron milagrosamente las puertas de la cárcel y el propio carcelero reconoció que Dios estaba interesado en el asunto llegando a bautizarse con toda su familia.
 
Hoy Europa tiene crisis de identidad porque no quiere reconocer sus raíces históricas en el pensamiento griego, el derecho romano y el corazón cristiano, que han producido el milagro de la civilización occidental, y se hizo posible por la fidelidad de Pablo a Jesús de Nazaret en unión con la roca de Pedro, el primero entre los apóstoles de Jesucristo.
 
El logotipo de este Año Paulino se compone del Evangelio como libro abierto para quien lo quiera leer, con la cruz al principio de una página y la llama del amor en la otra. En medio está la espada, el instrumento del martirio de Pablo. Y todo está rodeado por una cadena en la que podemos ver las trabas que los hombres ponemos a las palabras de Dios. Pero en este tiempo de ecumenismo -de conocerse y comprenderse- alentado ahora por el Papa Francisco, en la misma senda de sus predecesores, vemos también la fuerza indestructible de la comunión en la Iglesia con la fe de Jesucristo. Shaul, Saulo, Pablo, el judío, el romano, el cristiano vio a Cristo desde la ceguera y vivió sólo para transmitir fielmente la buena nueva de la salvación obrada por Cristo desde la cruz en beneficio de todos los hombres. Sí, ahora en el V Centenario de la Reforma luterana, las iglesias que aspiran a la unidad de la única Iglesia de Jesucristo tienen una deuda con Pablo de Tarso el perseguidor que llegó a ser el infatigable predicador de Jesucristo y de la unidad cristiana.