Hasta la publicación de la “Amoris laetitia”, el debate en la Iglesia giró en torno a la relación entre verdad y misericordia, entre dogma y pastoral. Fue un debate intenso y apasionado por ambas partes. Una vez publicada la exhortación apostólica, la situación cambió. Lo que se discute ahora es el criterio con que se debe interpretar el documento -como decía la semana pasada, si con una hermenéutica de continuidad o con una hermenéutica de ruptura- y el papel de la conciencia a la hora de tomar decisiones éticas.
El Santo Padre ha elevado el discernimiento a categoría central, reduciendo el papel que ocupaba la objetividad del acto moral. Eso no significa que haya dado carta blanca al subjetivismo -y con él al relativismo-, sino que ha insistido en que no se puede decidir sobre la moralidad de un acto sin tener en cuenta las circunstancias que rodean no sólo el acto en sí, sino también a la persona que lo ejecuta. Esto, por otro lado, ha sido siempre contemplado por la teología moral, aunque quizá desde una perspectiva diferente.
En cualquier caso, hablar de discernimiento es hablar de conciencia. El debate vuelve así a uno de los temas que marcaron el desarrollo de la Teología Moral en los años previos al Concilio Vaticano II y en los posteriores. El teólogo Bernard Häring fue el padre de la renovación de la moral católica y lo fue, sobre todo, recuperando el valor de la conciencia. El Papa Francisco le ha elogiado precisamente por eso, y le ha puesto como referente de la elaboración de una moral que abandona el concepto de lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, al margen de las circunstancias. Es evidente que esas circunstancias, esas situaciones, pueden llegar a estirarse tanto como uno quiera y convertirse al final en la capa que todo lo tapa, es decir en la excusa para justificarlo todo. Por eso la llamada “moral de situación” fue condenada por la Iglesia ya desde Pío XII. Juan Pablo II, en “Reconciliación y penitencia”, entre otros escritos, afirma con claridad que “existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave”. Esta condena de la moral de situación no iba directamente contra la revalorización del papel de la conciencia que Häring y otros promovían, ni tampoco contra la necesidad del discernimiento. Simplemente establecían unos límites que no se debían traspasar.
Desde Häring, o al menos en cierta medida gracias a él, la conciencia fue vista como “la norma última” de decisión, por la cual seremos juzgados por Dios. El teólogo Joseph Ratzinger -después prefecto de Doctrina de la Fe y Papa- complementó a Häring sin disminuir la importancia de sus aportaciones, recordando que, si bien la conciencia es la “norma última” de moralidad, nunca debe ser considerada la “norma suprema”. Es decir, la conciencia va a tomar la última decisión, pero debe tener muy en cuenta -y no como una voz más entre otras voces- la enseñanza de la Iglesia, basada en la Palabra de Dios y en la interpretación que se ha dado a esa Palabra por el Magisterio. Conciencia “norma última”, sí, pero conciencia bien formada y no una conciencia dócil a los caprichos del individuo o influenciada por el pensamiento dominante. Este es el equilibrio católico: “norma última” fiel a la “norma suprema”. Por ahí debe ir la solución al conflicto que ahora nos afecta.