Isaías 8, 23b-9, 3; 1 Corintios 1, 10-13. 17; Mateo 4, 12-23
«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres»
«Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica»
«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres»
«Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica»
Pesan más la luz y el agua que la oscuridad y la suciedad del pecado. Pesa más la esperanza que la muerte. Pesa más el amor que el odio. La misericordia que el desprecio. Pesa más en la báscula de la vida. Donde se pesa lo que de verdad importa. Esa báscula en la que mido el peso de mi propia vida. Y veo que no pesa mucho, quizás poco. Tal vez no haya tanta luz encerrada en el alma como yo quisiera. Tal vez no haya tanta agua que limpie mi pobreza. Tal vez no pesan tanto mis obras, ni mi amor, ni mi entrega. No sé por qué me empeño en juntar peso. Obras. Logros. Intentando acabar con la oscuridad del alma. Quiero ver para poder seguir creyendo. Más luz para descifrar los caminos. Quiero una grieta que filtre suficiente luz para poder seguir esperando. Me importa que mi vida pese, valga, suene. Pretendo cumplir con Dios. Estar a su altura. Como comentaba una persona: «Pertenezco a esa generación en la que importa portarse bien, en la que pesan la culpa y la exigencia». Realizo obras. Busco portarme bien. Cumplir. No sé si soy de esa generación. Pero en mi alma cumplir pesa. Soy apóstol de Jesús. Soy su enviado. Me creo Jesús a veces. Porque un día lo vi medio oculto entre las sombras en el crepúsculo de mi vida y creí en su poder. Lo he visto. Lo he oído. Y me he empeñado en hacer lo que Él hace, decir lo que Él dice. Hago y deshago intentando seguir sus pasos sobre el agua. Curo, hablo, ando, espero. Tal vez vivo muy ocupado en ser yo el que logra y hace. Cargo yo con la responsabilidad de salvar al mundo entero, con mi luz, con mis manos. Y me pesa el dolor de no cambiar, de no ser más de Dios. De ser tan de la tierra. Y recuerdo entonces las palabras del P. Kentenich: «No somos nosotros los que obraremos el milagro, sino que es el Espíritu de Dios el que vendrá y quemará lo que haya de enfermo en nosotros. Él llevará a término una nueva creación en nosotros»[1]. Una nueva creación en mí. Un nuevo milagro que yo no realizo. Me cambiará por dentro y yo seré nueva creatura. Para que todo sea nuevo en mí. Todo lo que hoy me pesa. Mi barro, mi noche. Me da miedo no estar a la altura, no llegar, no pesar. No hacer todo lo que tengo que hacer para ser perfecto. Tal como creo que Dios me ha soñado. Eso que espera de mí. Prefiero pensar mejor en la gratuidad, en la acción de Dios en mi vida, en el fuego de su Espíritu: «La idea de que la voluntad humana, si está unida a la voluntad divina, puede desempeñar un papel en la obra de Cristo para redimir a la humanidad es abrumadora. La maravilla de la gracia de Dios que transforma las acciones humanas carentes de valor en medios eficaces para extender el reino de Cristo en la tierra causa un asombro y una humildad sin límites, y aporta una paz y una alegría desconocidas para quienes nunca lo han experimentado e inexplicable para los que no creen»[2]. Me da paz pensar que no soy yo solo. Que es Dios en mí. Que es Él quien hace que todo lo que yo hago tenga influencia. Que todo esté unido. La vida de todos los hombres. Mi propia vida a la vida de tantos. Un mismo Espíritu. Mi vida herida unida a la vida herida de otros. Mi sí débil e infiel unido al sí fiel de tantos. Mi pecado y mis logros unidos en un mismo sueño. Mis méritos y mis deméritos. Y la sensación de que la salvación se juega en mi sí. Y en el sí de tantos que como yo viven enamorados. En esa santidad que no es fruto de mi esfuerzo sino la bendición que viene como un río profundo de agua viva, como un fuego que me hace nacer de nuevo. Una santidad que es una gracia que pido a Dios cada día. Lo entiendo ahora. A veces se me olvida. Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Y yo me creo el salvador. El redentor. El hacedor de milagros. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica: «Hay que armonizar la plegaria con el esfuerzo personal, tal como lo propone la consigna ignaciana: - Confiar en Dios como si Él debiese hacerlo todo y actuar como si no contásemos con el auxilio divino»[3]. Reconocer mi límite humano me hace más pobre, más humilde, más pequeño. Tengo menos peso. Pero también soy más consciente de cuánto necesito su presencia en mi vida para caminar. Mis pobres actos sin Él valen tan poco. Quiero que mi preocupación no sea tener éxito en la vida. No quiero morir de éxito. Me lo repito tantas veces. Pero a veces sigo buscando que todo me salga bien. Quiero el fruto de mi siembra. El triunfo en la batalla. Tal vez no lo miro a Él. Me olvido de Él. Lo pongo como excusa para actuar, como fundamento de todo. Pero luego veo que no es Él el que guía mis pasos. Me da miedo esa fiebre misionera que corre por mis venas. Yo el salvador. Si no lo pongo a Él en el centro no vale de nada. Quiero que sea Él. Quiero estar con Él. Descansar en su pecho herido. Aprender a mirar la vida entre sus manos rotas. Con su mirada honda clavada en mi alma. Desde la pobreza de mis pasos en medio de la noche.
Tengo tanta alegría al recordar su llamada que pensar en ese momento llena de luz mi día. Como un fogonazo en medio de la noche. Fue Él quien vino y me llamó a seguir estrellas. Y yo alcé mi mirada como un niño perdido. Buscaba las más lejanas. Pretendía tenerlas todas grabadas en la mirada antes de emprender mi camino. Y me dijo Jesús: «No quieras ser tú el dueño de tu camino, ni el hacedor de los milagros». Y me quedé algo más tranquilo mirando las estrellas. No tenía que ser dueño de mi mañana. Ni tenía que controlar con mano firme el timón de mi barca a la deriva, en medio de las tormentas. No tenía yo que levantarme a mí mismo de mi barro, para ser alguien, cada vez que caía. Ni tenía que elevarme en el vuelo de un águila por encima de las cumbres, yo solo, a fuerza de voluntad, para tocar mis sueños. No tenía que volar hasta las estrellas más lejanas llevado por mi fuerza. Su mano me llevaría. Y no tenía que idear el camino perfecto, sin mancha, sin cumbres ni valles, todo llano y fácil ante mis ojos. No tenía que cambiar la vida de todos aquellos a los que tocara bendiciendo, con mis manos torpes. No era yo con mi poder caduco el que iba a lograr que mi vida tuviera sentido. No me llamaba yo a mí mismo. Era Él en mí, Él con su poder, quien me llamaba. Es la sombra de su Espíritu la que cubre mi debilidad. Es Jesús con el soplo de su aliento quien despierta vida en medio de mis miedos. Como una luz cegadora que arrasa con mis noches. Y vuelve claro mi camino cada mañana. Así es posible entonces levantarme y decirle que sí a Dios cargando mis dudas. Alzar la mirada buscando estrellas y seguir confiando en la oscuridad. Reteniendo momentos sagrados como el sostén para el camino. Como la lumbre que calienta mis manos. Y confiar en sus brazos sosteniendo mis manos al trazar una cruz bendiciendo. En esa paz confío. En ese descanso inmenso que me ha prometido más allá de mis temores. Con la certeza de saber que sólo Dios ha contado los días de mi vida para que no me turbe. Estoy en sus manos. Philippe Petit cruzó ilegalmente las Torres Gemelas de Nueva York caminando sobre un cable sobre un vacío de cuatrocientos metros en 1974. Creyó. Soñó. Hoy, hablando de su vida, comenta: «Mi vida no está hecha de desafíos sino de sueños. Soy consciente de mi vulnerabilidad. Hay muchos obstáculos, ante los que hay que reaccionar con entusiasmo y pasión, nunca abandonar». Persiguió su sueño por las alturas y logró lo que nadie había hecho. Pero solo no podía. Necesitó la ayuda de otros para realizar su proeza. Y al final logró hacer posible lo imposible. Pienso en la llamada que Jesús me hace. Él me llama a caminar por las alturas. A cruzar distancias imposibles. Me invita a no desanimarme ante los obstáculos de la vida. A no tener vértigo ante el vacío que se abre a mis pies. Me pide que descanse en otros en medio de la lucha. Que busque aliados para mis sueños. Porque su llamada es una llamada a soñar con Él, a vivir sus sueños, siempre a su lado. Una llamada a creer que puede ser posible en mi vida todo lo que tantas veces me parece imposible. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Jesús te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal». Quiero recordar hoy la llamada de Jesús en mi vida. Esa llamada que me pone en camino, me hace salir de mi comodidad. Me hace correr sobre mis miedos. Me hace soñar con las alturas y caminar sobre un cable, por encima de mis seguridades. A veces me encierro por miedo. No sueño. No camino. No confío en sus manos sujetándome sobre el cable, sobre la cuerda floja. Sin mirar nunca hacia abajo. Mirando mejor el cielo. Fijo la mirada en el otro extremo del cable. Jesús conmigo. Jesús esperándome al final de mi camino. Caminando a mi lado y dejando atrás los miedos. Me gusta mirar así mi vida de funambulista de la fe. Camino confiando en la llamada de Dios a seguir sus pasos por encima de mis nubes. Sin miedo a las alturas. No me obsesionan los desafíos. Son los sueños los que me hacen crecer y arder por dentro. Pensar en algo más grande que yo mismo. En algo que supera todas mis ilusiones. Pensar en una paz imposible. En una unidad que supera todas las divisiones. Sé que Jesús me llama y me sostiene. Creo que mi fe me da valor: «No se concibe que la fe haga de un hombre un cobarde»[4]. Valor para la lucha. Valor para seguir caminando. Valor para creer que lo imposible puede ser posible. Sin renunciar a mis miedos. Pero sin que mis miedos paralicen mi deseo de seguir siempre a Jesús.
Me duele mi debilidad cuando la miro. A veces me conmueve la debilidad cuando la veo en otros, o en mí mismo. Otras veces me desprecio al verme débil. Me da vergüenza reconocerlo. Me atrae más la fortaleza del hombre fiel, del santo heroico, del que nunca dudó ni tuvo miedo. Del hombre con poderes que no se turbó en la prueba. La solidez del que no tuvo dudas. Pero sé que no es real, aunque me atraiga. Es verdad que conmigo soy más indulgente que con los otros. Me excuso con facilidad cuando caigo y soy débil. Me resulta difícil aceptar la debilidad que me molesta. Me cuesta mirar la infidelidad de otros. También la mía. Me cuestan las caídas repetidas. Las súplicas de perdón constantes. Me duele el error continuo. Como ese árbol frágil que cae una y mil veces. Sin raíces. Sin solidez. Kichijiro en la película «Silencio» representa la debilidad de Judas. La fragilidad del mismo Pedro. Mi propia debilidad. Decía de sí mismo: «Yo sólo tengo la fuerza de un arbolito recién plantado. Y si el retoño es raquítico, jamás dará un árbol por más que se le abone»[5]. Tal vez el débil espeja mi propia debilidad. Y me frustro. El pecado resalta mi propio pecado. En la debilidad me veo reflejado sin yo quererlo. Me duele ser débil. El jesuita misionero Sebastián reflexionaba: «No se puede exigir a todos los hombres que sean santos y héroes. Cuántos de nuestros cristianos, de no haberles tocado nacer en una época de persecución, sin la alternativa de apostatar o perder la vida, hubieran continuado fieles a su fe, sin desfallecer»[6]. En la persecución, en los momentos duros, ¿cómo puedo resistir? No lo sé. Ya en tiempos tranquilos es difícil una fidelidad probada. En tiempos de prueba es todavía más complicado. Y añadía pensando sobre sí mismo: «Los hombres nacen ya en dos categorías. Los fuertes y los débiles. Los santos y los mediocres. Los héroes y los cobardes. En tiempos de persecución, los fuertes se dejarán quemar a fuego lento, se dejarán tirar al mar por amor a su fe. Pero los débiles se ven obligados a vagar por los montes, como este Kichijiro. Y tú, ¿a qué categoría perteneces?»[7]. Creo que no es tan así. Pienso que hay una sola categoría, la humana. Yo puedo caer y levantarme siempre de nuevo. Soy débil, soy fuerte. Pero me sigue doliendo cuando soy débil, cuando otros son débiles. La debilidad huele a traición, a fracaso. Negar a Jesús una y otra vez y seguir caminando suplicando perdón. El sentimiento de culpa por no haber estado a la altura esperada, por no haber pasado la prueba difícil. Pienso en el P. Kentenich que el 20 de enero de 1942 entregó su vida en las manos de Dios. Vio claro una noche oscura que Dios le pedía no poner medios humanos y dejarle a Él actuar. Algo vio esa noche en su interior. Dio su sí a lo que pudiera venir. Confiando en esa mano de María que de forma extraordinaria podría liberarlo en el último momento de ir al campo de concentración de Dachau. Esa noche en silencio entregó su vida. Se abandonó en manos de Dios. Me parece heroico. ¿Y si hubiera aceptado el informe del médico que lo liberaba de una muerte segura? Nadie se lo hubiera recriminado. No era un signo de debilidad. Hubiera sido ver en lo humano la voluntad de Dios. El P. Kentenich sólo quería buscar la voluntad de Dios y adherirse a ella. Acogerla en su debilidad. Ponerse en manos de Dios sin atarse a sus planes y deseos. Fue un salto de confianza audaz. El P. Kentenich no era un hombre perfecto. Era un hombre débil que se puso en manos de María. Y se dejó hacer: «La cera líquida es capaz de correr dentro del molde al que fue destinada. El alma, como cera blanda, recibe la impronta de Jesús crucificado»[8]. Su vida como cera líquida. El calor del Espíritu. Se hizo manso a los planes de Dios. Manso como paso para ser reflejo de Jesús: «No confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades»[9]. Yo no quiero ser blando, ni débil. Pero tantas veces experimento mi fragilidad. Mi blandura. Me veo ante la vida y sus desafíos y caigo roto. Todo me desborda. No me creo héroe. Tropiezo tantas veces con mi debilidad manifiesta. Brota en mis labios el no en lugar del sí. Como un susurro. Y caigo. Me levanto de nuevo como Kichijiro pidiendo perdón. Volviendo a traicionar. Volviendo a suplicar misericordia. Así me veo en mi pecado. ¿Será mi debilidad camino de salvación? Escribe Juan Manuel de la Prada: «Sólo el hombre que se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas. Pues sólo quien humildemente se reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina». Creo que es así. Sólo en mi debilidad. Sólo cuando soy débil y necesito la misericordia de Dios. El P. Kentenich lo vivió en su vida: «El hombre que ante Dios se reconozca pequeño y confiese su miseria, será en cierto sentido ‘omnipotente’ ante Dios y Dios omnipotente será a su vez ‘impotente’ ante él»[10]. Mi debilidad reconocida. Mi miseria aceptada. Quiero aceptar que solo no puedo. No creerme por encima de nadie en su pecado. Reconocer que mi culpa es mía. Porque soy débil. Porque caigo y reniego tantas veces. Porque vivo en tiempos de paz donde no soy perseguido. Y tantas veces cobarde no expongo mi visión de la vida en ambientes hostiles. Y me escondo y protejo mi fama. Y me guardo para no ser herido, ni rechazado, ni criticado. Detesto la debilidad en el hombre. En mí mismo. La escondo. Y me atrae el hombre que se sabe débil y sigue luchando y dando la vida. Me atrae el converso que lo ha dejado todo y ha vuelto a empezar. Como si pensara que siempre hay una oportunidad más para aquel que no ha sido fiel alguna vez en el camino. La traición no es para siempre. Como Pedro que negó a Jesús tres veces. Escupió en su rostro esa misma noche. Y lloró cobarde. Y yo mismo lo niego en mis silencios culpables. En mis cobardías cotidianas. En mis juicios miserables. Yo mismo soy torpe al andar y caigo tropezando torpemente con mi cuerpo herido. Y añoro una fidelidad perfecta. Una ausencia de miedo. Una lealtad a prueba de todo. Y al no tenerla me conmuevo. Y deseo una misericordia que no se detenga en mi culpa y no se recree en mi pecado.
Pienso en la unidad a la que me invitan hoy las lecturas. En ese anhelo de hablar siempre bien de los otros. Esa actitud misericordiosa de no dividir: «Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. ¿Está dividido Cristo?». ¡Qué fácil es dividir! Comenta el Papa Francisco: «La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar la atención en lo que nos divide, en lo que nos separa». Creyendo en el mismo Jesús podemos vivir divididos. Seguimos a Jesús que murió por nosotros y nos dividimos en la forma de seguir sus pasos. En las actitudes ante la vida. En las opiniones. Y en lugar de acercarnos los unos a los otros en el corazón de Jesús nos dividimos. Creamos grupos que nos alejan de lo central. Tú de Pablo. Yo de Apolo. Pero todos somos de Cristo. Él es el que nos llama a todos. No quiero dividir con mis prejuicios. Separar con mis condenas anidadas en el corazón. No quiero crear grupos. Alejarme del que no piensa como yo en todos los temas. Uniformidad no es lo mismo que unidad. Uniformar es imponer un pensamiento único. Pero eso no es lo mismo que la unidad en la diversidad. Es posible estar unidos en la diversidad de opiniones. Aunque los puntos de vista no sean los mismos. Discutir con apertura de corazón sin condenar. Aceptar otras opiniones como válidas. Reconocer otros puntos de vista. Quero ser más misericordioso en el juicio que me hago. Reconocer que el otro no es igual que yo en todo. No tiene las mismas vivencias guardadas en el alma. No ha hollado mis mismos caminos con mis mismos pies. Ha recorrido rutas diferentes. Ha visto otros rostros. Ha experimentado otro amor en su vida. Ha leído otras verdades. Y no siempre va a pensar lo mismo que yo. ¿Cómo puedo construir la unidad? Desde el respeto de corazón. Sin condena. Sin juicio. Ese respeto que acoge al diferente. Mira con admiración al que no es como yo. No condena. No enjuicia. Esa actitud es la que necesito para enfrentar la vida. Para construir la unidad desde la humildad. Sin separar, sin dividir. Sigo al mismo Cristo por los caminos. Cada uno aporta lo suyo. Yo mi carisma. Yo mis formas de vivir, de soñar, de amar, de pensar. Quiero respetar y aportar. A veces intento callar mis puntos de vista diferentes por miedo al rechazo. Hoy se habla mucho de ser tolerantes. Pero tolerar no es lo mismo que aceptar. H. Maturana decía: «La tolerancia es la negación suspendida temporalmente». Tolero muchas veces. Acepto pocas. Aceptar de verdad me lleva a no querer convencer al otro de mi punto de vista. Pero sí me permite manifestar con libertad lo que pienso. Aceptar supone mirar al diferente sin miedo, sin verlo como una amenaza. Reconocer en su vida una verdad y mirarla de frente. Estar dispuesto a convivir con ello. Quiero tener un corazón así de libre, así de abierto. Esto no significa renunciar a mis propios puntos de vista, a mis principios, a mis creencias. No por aceptar al otro en su originalidad estoy asumiendo su postura como propia. Simplemente lo acepto en mi vida. Lo integro en mi corazón. Pero no renuncio a mi postura. Ese respeto es sagrado. Me mantengo fiel a mis principios porque son los que sustentan mis caminos. Pero para afirmarme no necesariamente tengo que anular otros puntos de vista. Convivir con el diferente es más difícil que eliminarlo. Y más difícil que cambiar yo mi postura. Como decía Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros». Aceptar no significa renunciar a lo propio. Supone respetar opiniones diferentes sin escandalizarme continuamente. Sin rechazar con gestos y palabras a los que no comulgan con mis ideas. Descalificándolos. No simplemente tolero. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Sin perder mi esencia. Sin renunciar a mi aporte, a mi originalidad. Sin masificarme por miedo a ser rechazado.
Hoy Jesús se marcha a Cafarnaúm para sembrar una luz de esperanza: «Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago. Galilea de los gentiles». Jesús llega al mar. Nazaret ya se queda pequeño para su misión. Cafarnaúm es la ciudad cercana más grande. Ese lugar camino del mar. Empieza su vida hacia fuera después de un tiempo de forjar el alma hacia dentro. Se va a vivir junto al mar. Deja el Jordán. Deja el desierto. Deja Nazaret. Deja sus seguridades atrás. Su clan familiar. Lo deja Él todo para que le sigan otros dejándolo también todo. Entra en el pequeño mundo de unos pescadores. Se va a vivir a Cafarnaúm. Junto al lago que será su vida y su paisaje durante mucho tiempo. Navega en el mar pequeño de Genesaret. Ese mar que marcará sus primeros años. Cuando he ido a Tierra Santa y he mirado el mar de Galilea, me he quedado pensando en todo lo que sucedió allí. ¡Cuántas veces pasearía Jesús por esa playa, navegaría por ese mar, miraría esas mismas estrellas! ¡Cuántas veces rezaría caminando por esa orilla! Jesús llega al mar y se llena de luz esa tierra sombría. Una luz grande lo inunda todo: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló». La luz es la alegría que trae su venida. Con Jesús llegó la luz. Esa luz que trae Jesús tiene que ver con su misterio, con su misión: los cojos andan, lo ciegos ven, los pecadores son perdonados, los pequeños son abrazados, los oprimidos son liberados. El reino de Dios surge. Hay esperanza. Esa es la luz que de repente inundó el mar de Galilea. Esa luz de Cristo no me ciega. Es una luz que me da esperanza. Me muestra el camino que tengo que seguir. Decía el P. Kentenich: «Cuando habitamos en la luz de Dios, vislumbramos la grandeza divina y nuestro desvalimiento humano»[11]. La luz de Jesús me ayuda a ver las cosas en su verdad. Mi vida abierta. Sin pliegues. En esa luz me reconozco. Veo mejor mi fuerza y mi debilidad. Mis capacidades y mis pecados. Y reconozco mejor a los que van conmigo. Distingo a quién me llama. A quien es llamado a mi lado. Y tiemblo. ¿Por qué no dudaron esos pescadores con la llamada de Jesús? Yo dudaría. La luz de Jesús da seguridad y confianza para decir que sí. Creo que fue esa luz que llegó a lo más oscuro de su mar y de su alma la que les dio valor. Es la luz en medio de la noche la que le da sentido a todo. Ya no dudo porque estoy en medio de su luz. Desaparecen las sombras. Jesús viene a mi orilla. Y se cumple entonces la profecía de Isaías: «Camino del mar». Jesús paseaba por la orilla junto al mar. Me gusta pensar en Jesús empezando su misión. buscando aliados. Mucho tiempo buscando la luz en su corazón en el desierto. Por eso ahora es capaz de entregar esa misma luz que ha recibido. El Espíritu lo empujó al desierto. Ese mismo Espíritu lo lleva ahora entre los hombres. Su vida es con los necesitados, en medio de lo humano, tocando a los heridos, acercándose a los pecadores. No puede permanecer en el desierto como Juan. Jesús tiene que ir a Galilea. Y lo hace al saber que Juan ha sido arrestado. Está solo en esa orilla. Pienso en su dolor. Pienso en su soledad sin Juan. Hasta ahora había sido su único cómplice, junto a María y a José. El único que sabía quién era de verdad. ¡Cuánta soledad sin él! Juan encarcelado por decir la verdad. Por no tener miedo. Después de señalar a Jesús lo apresan. Jesús está solo. Necesita a otros a su lado. Su corazón le dice que su misión es sanar y vivir entre los hombres. Pero no solo. Necesita discípulos enamorados a su lado que sigan sus pasos, que entiendan sus palabras, que compartan su vida. Hoy tiene lugar ese encuentro de Jesús con los suyos. Jesús ya ha llegado y pisa la orilla de su mar. Deja su huella para que lo sigan. Viene a traer luz en medio de su noche. Su palabra es luz. Su mirada es luz. Ya no hay noche.
Siempre me impresiona la fuerza de la llamada de Jesús: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes. con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Jesús se fija en unos hombres rudos y sencillos que trabajan bajo el cielo. No son eruditos. No son intelectuales ni autoridades religiosas. Son hombres metidos de lleno enla vida. Jesús entra en su rutina y lo cambia todo para siempre. Se fija en ellos y los ama. Eso es lo que yo necesito. Que alguien pase junto a mi vida y se quede en ella. Que no pase de largo. Que me mire y me ame. Jesús hoy pasa por mi vida como pasó por la vida de esos pescadores. No se fija en mí por mi sabiduría, por mis conocimientos, por mis talentos. Simplemente me mira, se conmueve y me llama. No me llama desde lejos. Sale a mi encuentro allí donde estoy. En mi vida cotidiana. No se queda fuera esperando. Pasea por mi historia. Llega junto a mí en el lugar en el que estoy. Me quiere como soy. No tengo que hacer nada especial. No tengo que tener vastos conocimientos. Sólo quiere que me deje tocar, que me deje hacer. Le importan mis redes, mi barca, mis sueños, mi sed escondida, mi anhelo de amplios horizontes. Necesito que me llame por mi nombre. Y me diga que quiere estar conmigo para siempre. Navegar conmigo, pescar conmigo. Se acerca a mi pesca, a mi quehacer. Se pone junto a mí. Y me llama a vivir más allá. A hacer lo mismo pero con más hondura, con más luz. Como hizo con esos cuatro pescadores. Los miró. Los llamó a hacer lo mismo que ya hacían. Ellos sabían pescar. Jesús les pide que sigan pescando. Pero ahora lo harían en medio de los hombres. Creyeron. Lo dejaron todo. Sus redes. Su barca. A su padre. Y lo siguieron. ¿Por qué lo hicieron? Quizás porque esos ojos de Jesús miraron muy dentro de su alma. Él se había acercado a ellos y se había interesado por su vida pequeña y por su historia. ¡Qué sencillos eran estos hombres! No hay discursos para convencerlos. No hay milagros. Es la fuerza de su llamada. Por eso lo dejan todo para seguir con Jesús unidos en un solo corazón. Cada uno entregaría lo suyo en la misión que comenzaba. Aportaría su originalidad. Ya no están solos. Tampoco Jesús está solo. Son hermanos de sangre y ahora de misión. Juntos es más fácil. Esa mañana, temprano, se encuentran. Y el corazón de los pescadores arde. Lo siguen. Se van con Él a vivir y a compartir su suerte. Ya nunca se separarán. Y siempre recordarían ese momento. Se fiaron de Él. Juan, Pedro, Santiago, Andrés. Jesús les dio un hogar y un horizonte amplio. Me impresiona este encuentro con Jesús. Es un momento sagrado. Comienza su camino llamando a los que serán suyos. Sus hijos, sus amigos. La llamada. El seguimiento. Me conmueve el hecho de dejarlo todo y comenzar de nuevo. Son los mismos y a la vez son otros. Hacen lo de siempre y a la vez harán algo completamente diferente. La llamada es uno a uno. El amor de Jesús siempre es personal. Eso es algo tan suyo. Cura de forma personal. Llama de forma personal. Pronuncia mi nombre. En medio de mis redes y mi barca. Y me invita a una forma de vida nueva: «Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Me emociona cómo cuenta el evangelista en pocas líneas lo que hacía Jesús. La misión. Recorría Galilea con sus discípulos, en comunidad. Vivía con ellos. Enseñaba en las sinagogas y curaba toda dolencia y enfermedad. El cuerpo y el alma. Sabe que su vocación es pasar por esta vida sanando, amando, hablando de un Dios que perdona y ama siempre. Esos primeros días María estaba con Jesús. Es Juan el que nos dice que María bajó con Él a Cafarnaúm (Juan 2, 12). Se fue con su hijo. Me da paz pensar que María estaba allí con Jesús en sus comienzos. Rezando. Animándolo. Acompañándolo. María es para Jesús su ancla. Su refugio. Su vida. También lo es para mí. Ella baja a mi mar. A mi orilla. A mi barca. Me gusta mirar a Jesús en estos primeros tiempos. Con sus amigos, con su madre, cambiando desde dentro los corazones de los hombres. Acariciando. Tocando. Le pido hoy a Jesús que pase junto a mí. Que se detenga y me ayude a vivir con Él lo que vivo. Que me llame desde mi orilla. Me gustaría dejar mis redes y mi barca. A veces no sé bien qué es lo que me pide Jesús. Ignoro qué redes tengo que dejar. Qué barca tengo que abandonar. Me falta esa sencillez de los pescadores para escuchar su voz. Tengo mucho que aprender de ellos. Quiero que Jesús me mire y me invite a pescar en su mar. Con sus redes. En su barca. Es la promesa que me hizo un día. Quiero que me la vuelva a repetir. Jesús mira hoy mis sueños y mis miedos. Me mira y me llama para que lo siga.
Tengo tanta alegría al recordar su llamada que pensar en ese momento llena de luz mi día. Como un fogonazo en medio de la noche. Fue Él quien vino y me llamó a seguir estrellas. Y yo alcé mi mirada como un niño perdido. Buscaba las más lejanas. Pretendía tenerlas todas grabadas en la mirada antes de emprender mi camino. Y me dijo Jesús: «No quieras ser tú el dueño de tu camino, ni el hacedor de los milagros». Y me quedé algo más tranquilo mirando las estrellas. No tenía que ser dueño de mi mañana. Ni tenía que controlar con mano firme el timón de mi barca a la deriva, en medio de las tormentas. No tenía yo que levantarme a mí mismo de mi barro, para ser alguien, cada vez que caía. Ni tenía que elevarme en el vuelo de un águila por encima de las cumbres, yo solo, a fuerza de voluntad, para tocar mis sueños. No tenía que volar hasta las estrellas más lejanas llevado por mi fuerza. Su mano me llevaría. Y no tenía que idear el camino perfecto, sin mancha, sin cumbres ni valles, todo llano y fácil ante mis ojos. No tenía que cambiar la vida de todos aquellos a los que tocara bendiciendo, con mis manos torpes. No era yo con mi poder caduco el que iba a lograr que mi vida tuviera sentido. No me llamaba yo a mí mismo. Era Él en mí, Él con su poder, quien me llamaba. Es la sombra de su Espíritu la que cubre mi debilidad. Es Jesús con el soplo de su aliento quien despierta vida en medio de mis miedos. Como una luz cegadora que arrasa con mis noches. Y vuelve claro mi camino cada mañana. Así es posible entonces levantarme y decirle que sí a Dios cargando mis dudas. Alzar la mirada buscando estrellas y seguir confiando en la oscuridad. Reteniendo momentos sagrados como el sostén para el camino. Como la lumbre que calienta mis manos. Y confiar en sus brazos sosteniendo mis manos al trazar una cruz bendiciendo. En esa paz confío. En ese descanso inmenso que me ha prometido más allá de mis temores. Con la certeza de saber que sólo Dios ha contado los días de mi vida para que no me turbe. Estoy en sus manos. Philippe Petit cruzó ilegalmente las Torres Gemelas de Nueva York caminando sobre un cable sobre un vacío de cuatrocientos metros en 1974. Creyó. Soñó. Hoy, hablando de su vida, comenta: «Mi vida no está hecha de desafíos sino de sueños. Soy consciente de mi vulnerabilidad. Hay muchos obstáculos, ante los que hay que reaccionar con entusiasmo y pasión, nunca abandonar». Persiguió su sueño por las alturas y logró lo que nadie había hecho. Pero solo no podía. Necesitó la ayuda de otros para realizar su proeza. Y al final logró hacer posible lo imposible. Pienso en la llamada que Jesús me hace. Él me llama a caminar por las alturas. A cruzar distancias imposibles. Me invita a no desanimarme ante los obstáculos de la vida. A no tener vértigo ante el vacío que se abre a mis pies. Me pide que descanse en otros en medio de la lucha. Que busque aliados para mis sueños. Porque su llamada es una llamada a soñar con Él, a vivir sus sueños, siempre a su lado. Una llamada a creer que puede ser posible en mi vida todo lo que tantas veces me parece imposible. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Jesús te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal». Quiero recordar hoy la llamada de Jesús en mi vida. Esa llamada que me pone en camino, me hace salir de mi comodidad. Me hace correr sobre mis miedos. Me hace soñar con las alturas y caminar sobre un cable, por encima de mis seguridades. A veces me encierro por miedo. No sueño. No camino. No confío en sus manos sujetándome sobre el cable, sobre la cuerda floja. Sin mirar nunca hacia abajo. Mirando mejor el cielo. Fijo la mirada en el otro extremo del cable. Jesús conmigo. Jesús esperándome al final de mi camino. Caminando a mi lado y dejando atrás los miedos. Me gusta mirar así mi vida de funambulista de la fe. Camino confiando en la llamada de Dios a seguir sus pasos por encima de mis nubes. Sin miedo a las alturas. No me obsesionan los desafíos. Son los sueños los que me hacen crecer y arder por dentro. Pensar en algo más grande que yo mismo. En algo que supera todas mis ilusiones. Pensar en una paz imposible. En una unidad que supera todas las divisiones. Sé que Jesús me llama y me sostiene. Creo que mi fe me da valor: «No se concibe que la fe haga de un hombre un cobarde»[4]. Valor para la lucha. Valor para seguir caminando. Valor para creer que lo imposible puede ser posible. Sin renunciar a mis miedos. Pero sin que mis miedos paralicen mi deseo de seguir siempre a Jesús.
Me duele mi debilidad cuando la miro. A veces me conmueve la debilidad cuando la veo en otros, o en mí mismo. Otras veces me desprecio al verme débil. Me da vergüenza reconocerlo. Me atrae más la fortaleza del hombre fiel, del santo heroico, del que nunca dudó ni tuvo miedo. Del hombre con poderes que no se turbó en la prueba. La solidez del que no tuvo dudas. Pero sé que no es real, aunque me atraiga. Es verdad que conmigo soy más indulgente que con los otros. Me excuso con facilidad cuando caigo y soy débil. Me resulta difícil aceptar la debilidad que me molesta. Me cuesta mirar la infidelidad de otros. También la mía. Me cuestan las caídas repetidas. Las súplicas de perdón constantes. Me duele el error continuo. Como ese árbol frágil que cae una y mil veces. Sin raíces. Sin solidez. Kichijiro en la película «Silencio» representa la debilidad de Judas. La fragilidad del mismo Pedro. Mi propia debilidad. Decía de sí mismo: «Yo sólo tengo la fuerza de un arbolito recién plantado. Y si el retoño es raquítico, jamás dará un árbol por más que se le abone»[5]. Tal vez el débil espeja mi propia debilidad. Y me frustro. El pecado resalta mi propio pecado. En la debilidad me veo reflejado sin yo quererlo. Me duele ser débil. El jesuita misionero Sebastián reflexionaba: «No se puede exigir a todos los hombres que sean santos y héroes. Cuántos de nuestros cristianos, de no haberles tocado nacer en una época de persecución, sin la alternativa de apostatar o perder la vida, hubieran continuado fieles a su fe, sin desfallecer»[6]. En la persecución, en los momentos duros, ¿cómo puedo resistir? No lo sé. Ya en tiempos tranquilos es difícil una fidelidad probada. En tiempos de prueba es todavía más complicado. Y añadía pensando sobre sí mismo: «Los hombres nacen ya en dos categorías. Los fuertes y los débiles. Los santos y los mediocres. Los héroes y los cobardes. En tiempos de persecución, los fuertes se dejarán quemar a fuego lento, se dejarán tirar al mar por amor a su fe. Pero los débiles se ven obligados a vagar por los montes, como este Kichijiro. Y tú, ¿a qué categoría perteneces?»[7]. Creo que no es tan así. Pienso que hay una sola categoría, la humana. Yo puedo caer y levantarme siempre de nuevo. Soy débil, soy fuerte. Pero me sigue doliendo cuando soy débil, cuando otros son débiles. La debilidad huele a traición, a fracaso. Negar a Jesús una y otra vez y seguir caminando suplicando perdón. El sentimiento de culpa por no haber estado a la altura esperada, por no haber pasado la prueba difícil. Pienso en el P. Kentenich que el 20 de enero de 1942 entregó su vida en las manos de Dios. Vio claro una noche oscura que Dios le pedía no poner medios humanos y dejarle a Él actuar. Algo vio esa noche en su interior. Dio su sí a lo que pudiera venir. Confiando en esa mano de María que de forma extraordinaria podría liberarlo en el último momento de ir al campo de concentración de Dachau. Esa noche en silencio entregó su vida. Se abandonó en manos de Dios. Me parece heroico. ¿Y si hubiera aceptado el informe del médico que lo liberaba de una muerte segura? Nadie se lo hubiera recriminado. No era un signo de debilidad. Hubiera sido ver en lo humano la voluntad de Dios. El P. Kentenich sólo quería buscar la voluntad de Dios y adherirse a ella. Acogerla en su debilidad. Ponerse en manos de Dios sin atarse a sus planes y deseos. Fue un salto de confianza audaz. El P. Kentenich no era un hombre perfecto. Era un hombre débil que se puso en manos de María. Y se dejó hacer: «La cera líquida es capaz de correr dentro del molde al que fue destinada. El alma, como cera blanda, recibe la impronta de Jesús crucificado»[8]. Su vida como cera líquida. El calor del Espíritu. Se hizo manso a los planes de Dios. Manso como paso para ser reflejo de Jesús: «No confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades»[9]. Yo no quiero ser blando, ni débil. Pero tantas veces experimento mi fragilidad. Mi blandura. Me veo ante la vida y sus desafíos y caigo roto. Todo me desborda. No me creo héroe. Tropiezo tantas veces con mi debilidad manifiesta. Brota en mis labios el no en lugar del sí. Como un susurro. Y caigo. Me levanto de nuevo como Kichijiro pidiendo perdón. Volviendo a traicionar. Volviendo a suplicar misericordia. Así me veo en mi pecado. ¿Será mi debilidad camino de salvación? Escribe Juan Manuel de la Prada: «Sólo el hombre que se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas. Pues sólo quien humildemente se reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina». Creo que es así. Sólo en mi debilidad. Sólo cuando soy débil y necesito la misericordia de Dios. El P. Kentenich lo vivió en su vida: «El hombre que ante Dios se reconozca pequeño y confiese su miseria, será en cierto sentido ‘omnipotente’ ante Dios y Dios omnipotente será a su vez ‘impotente’ ante él»[10]. Mi debilidad reconocida. Mi miseria aceptada. Quiero aceptar que solo no puedo. No creerme por encima de nadie en su pecado. Reconocer que mi culpa es mía. Porque soy débil. Porque caigo y reniego tantas veces. Porque vivo en tiempos de paz donde no soy perseguido. Y tantas veces cobarde no expongo mi visión de la vida en ambientes hostiles. Y me escondo y protejo mi fama. Y me guardo para no ser herido, ni rechazado, ni criticado. Detesto la debilidad en el hombre. En mí mismo. La escondo. Y me atrae el hombre que se sabe débil y sigue luchando y dando la vida. Me atrae el converso que lo ha dejado todo y ha vuelto a empezar. Como si pensara que siempre hay una oportunidad más para aquel que no ha sido fiel alguna vez en el camino. La traición no es para siempre. Como Pedro que negó a Jesús tres veces. Escupió en su rostro esa misma noche. Y lloró cobarde. Y yo mismo lo niego en mis silencios culpables. En mis cobardías cotidianas. En mis juicios miserables. Yo mismo soy torpe al andar y caigo tropezando torpemente con mi cuerpo herido. Y añoro una fidelidad perfecta. Una ausencia de miedo. Una lealtad a prueba de todo. Y al no tenerla me conmuevo. Y deseo una misericordia que no se detenga en mi culpa y no se recree en mi pecado.
Pienso en la unidad a la que me invitan hoy las lecturas. En ese anhelo de hablar siempre bien de los otros. Esa actitud misericordiosa de no dividir: «Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. ¿Está dividido Cristo?». ¡Qué fácil es dividir! Comenta el Papa Francisco: «La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar la atención en lo que nos divide, en lo que nos separa». Creyendo en el mismo Jesús podemos vivir divididos. Seguimos a Jesús que murió por nosotros y nos dividimos en la forma de seguir sus pasos. En las actitudes ante la vida. En las opiniones. Y en lugar de acercarnos los unos a los otros en el corazón de Jesús nos dividimos. Creamos grupos que nos alejan de lo central. Tú de Pablo. Yo de Apolo. Pero todos somos de Cristo. Él es el que nos llama a todos. No quiero dividir con mis prejuicios. Separar con mis condenas anidadas en el corazón. No quiero crear grupos. Alejarme del que no piensa como yo en todos los temas. Uniformidad no es lo mismo que unidad. Uniformar es imponer un pensamiento único. Pero eso no es lo mismo que la unidad en la diversidad. Es posible estar unidos en la diversidad de opiniones. Aunque los puntos de vista no sean los mismos. Discutir con apertura de corazón sin condenar. Aceptar otras opiniones como válidas. Reconocer otros puntos de vista. Quero ser más misericordioso en el juicio que me hago. Reconocer que el otro no es igual que yo en todo. No tiene las mismas vivencias guardadas en el alma. No ha hollado mis mismos caminos con mis mismos pies. Ha recorrido rutas diferentes. Ha visto otros rostros. Ha experimentado otro amor en su vida. Ha leído otras verdades. Y no siempre va a pensar lo mismo que yo. ¿Cómo puedo construir la unidad? Desde el respeto de corazón. Sin condena. Sin juicio. Ese respeto que acoge al diferente. Mira con admiración al que no es como yo. No condena. No enjuicia. Esa actitud es la que necesito para enfrentar la vida. Para construir la unidad desde la humildad. Sin separar, sin dividir. Sigo al mismo Cristo por los caminos. Cada uno aporta lo suyo. Yo mi carisma. Yo mis formas de vivir, de soñar, de amar, de pensar. Quiero respetar y aportar. A veces intento callar mis puntos de vista diferentes por miedo al rechazo. Hoy se habla mucho de ser tolerantes. Pero tolerar no es lo mismo que aceptar. H. Maturana decía: «La tolerancia es la negación suspendida temporalmente». Tolero muchas veces. Acepto pocas. Aceptar de verdad me lleva a no querer convencer al otro de mi punto de vista. Pero sí me permite manifestar con libertad lo que pienso. Aceptar supone mirar al diferente sin miedo, sin verlo como una amenaza. Reconocer en su vida una verdad y mirarla de frente. Estar dispuesto a convivir con ello. Quiero tener un corazón así de libre, así de abierto. Esto no significa renunciar a mis propios puntos de vista, a mis principios, a mis creencias. No por aceptar al otro en su originalidad estoy asumiendo su postura como propia. Simplemente lo acepto en mi vida. Lo integro en mi corazón. Pero no renuncio a mi postura. Ese respeto es sagrado. Me mantengo fiel a mis principios porque son los que sustentan mis caminos. Pero para afirmarme no necesariamente tengo que anular otros puntos de vista. Convivir con el diferente es más difícil que eliminarlo. Y más difícil que cambiar yo mi postura. Como decía Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros». Aceptar no significa renunciar a lo propio. Supone respetar opiniones diferentes sin escandalizarme continuamente. Sin rechazar con gestos y palabras a los que no comulgan con mis ideas. Descalificándolos. No simplemente tolero. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Sin perder mi esencia. Sin renunciar a mi aporte, a mi originalidad. Sin masificarme por miedo a ser rechazado.
Hoy Jesús se marcha a Cafarnaúm para sembrar una luz de esperanza: «Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago. Galilea de los gentiles». Jesús llega al mar. Nazaret ya se queda pequeño para su misión. Cafarnaúm es la ciudad cercana más grande. Ese lugar camino del mar. Empieza su vida hacia fuera después de un tiempo de forjar el alma hacia dentro. Se va a vivir junto al mar. Deja el Jordán. Deja el desierto. Deja Nazaret. Deja sus seguridades atrás. Su clan familiar. Lo deja Él todo para que le sigan otros dejándolo también todo. Entra en el pequeño mundo de unos pescadores. Se va a vivir a Cafarnaúm. Junto al lago que será su vida y su paisaje durante mucho tiempo. Navega en el mar pequeño de Genesaret. Ese mar que marcará sus primeros años. Cuando he ido a Tierra Santa y he mirado el mar de Galilea, me he quedado pensando en todo lo que sucedió allí. ¡Cuántas veces pasearía Jesús por esa playa, navegaría por ese mar, miraría esas mismas estrellas! ¡Cuántas veces rezaría caminando por esa orilla! Jesús llega al mar y se llena de luz esa tierra sombría. Una luz grande lo inunda todo: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló». La luz es la alegría que trae su venida. Con Jesús llegó la luz. Esa luz que trae Jesús tiene que ver con su misterio, con su misión: los cojos andan, lo ciegos ven, los pecadores son perdonados, los pequeños son abrazados, los oprimidos son liberados. El reino de Dios surge. Hay esperanza. Esa es la luz que de repente inundó el mar de Galilea. Esa luz de Cristo no me ciega. Es una luz que me da esperanza. Me muestra el camino que tengo que seguir. Decía el P. Kentenich: «Cuando habitamos en la luz de Dios, vislumbramos la grandeza divina y nuestro desvalimiento humano»[11]. La luz de Jesús me ayuda a ver las cosas en su verdad. Mi vida abierta. Sin pliegues. En esa luz me reconozco. Veo mejor mi fuerza y mi debilidad. Mis capacidades y mis pecados. Y reconozco mejor a los que van conmigo. Distingo a quién me llama. A quien es llamado a mi lado. Y tiemblo. ¿Por qué no dudaron esos pescadores con la llamada de Jesús? Yo dudaría. La luz de Jesús da seguridad y confianza para decir que sí. Creo que fue esa luz que llegó a lo más oscuro de su mar y de su alma la que les dio valor. Es la luz en medio de la noche la que le da sentido a todo. Ya no dudo porque estoy en medio de su luz. Desaparecen las sombras. Jesús viene a mi orilla. Y se cumple entonces la profecía de Isaías: «Camino del mar». Jesús paseaba por la orilla junto al mar. Me gusta pensar en Jesús empezando su misión. buscando aliados. Mucho tiempo buscando la luz en su corazón en el desierto. Por eso ahora es capaz de entregar esa misma luz que ha recibido. El Espíritu lo empujó al desierto. Ese mismo Espíritu lo lleva ahora entre los hombres. Su vida es con los necesitados, en medio de lo humano, tocando a los heridos, acercándose a los pecadores. No puede permanecer en el desierto como Juan. Jesús tiene que ir a Galilea. Y lo hace al saber que Juan ha sido arrestado. Está solo en esa orilla. Pienso en su dolor. Pienso en su soledad sin Juan. Hasta ahora había sido su único cómplice, junto a María y a José. El único que sabía quién era de verdad. ¡Cuánta soledad sin él! Juan encarcelado por decir la verdad. Por no tener miedo. Después de señalar a Jesús lo apresan. Jesús está solo. Necesita a otros a su lado. Su corazón le dice que su misión es sanar y vivir entre los hombres. Pero no solo. Necesita discípulos enamorados a su lado que sigan sus pasos, que entiendan sus palabras, que compartan su vida. Hoy tiene lugar ese encuentro de Jesús con los suyos. Jesús ya ha llegado y pisa la orilla de su mar. Deja su huella para que lo sigan. Viene a traer luz en medio de su noche. Su palabra es luz. Su mirada es luz. Ya no hay noche.
Siempre me impresiona la fuerza de la llamada de Jesús: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes. con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Jesús se fija en unos hombres rudos y sencillos que trabajan bajo el cielo. No son eruditos. No son intelectuales ni autoridades religiosas. Son hombres metidos de lleno enla vida. Jesús entra en su rutina y lo cambia todo para siempre. Se fija en ellos y los ama. Eso es lo que yo necesito. Que alguien pase junto a mi vida y se quede en ella. Que no pase de largo. Que me mire y me ame. Jesús hoy pasa por mi vida como pasó por la vida de esos pescadores. No se fija en mí por mi sabiduría, por mis conocimientos, por mis talentos. Simplemente me mira, se conmueve y me llama. No me llama desde lejos. Sale a mi encuentro allí donde estoy. En mi vida cotidiana. No se queda fuera esperando. Pasea por mi historia. Llega junto a mí en el lugar en el que estoy. Me quiere como soy. No tengo que hacer nada especial. No tengo que tener vastos conocimientos. Sólo quiere que me deje tocar, que me deje hacer. Le importan mis redes, mi barca, mis sueños, mi sed escondida, mi anhelo de amplios horizontes. Necesito que me llame por mi nombre. Y me diga que quiere estar conmigo para siempre. Navegar conmigo, pescar conmigo. Se acerca a mi pesca, a mi quehacer. Se pone junto a mí. Y me llama a vivir más allá. A hacer lo mismo pero con más hondura, con más luz. Como hizo con esos cuatro pescadores. Los miró. Los llamó a hacer lo mismo que ya hacían. Ellos sabían pescar. Jesús les pide que sigan pescando. Pero ahora lo harían en medio de los hombres. Creyeron. Lo dejaron todo. Sus redes. Su barca. A su padre. Y lo siguieron. ¿Por qué lo hicieron? Quizás porque esos ojos de Jesús miraron muy dentro de su alma. Él se había acercado a ellos y se había interesado por su vida pequeña y por su historia. ¡Qué sencillos eran estos hombres! No hay discursos para convencerlos. No hay milagros. Es la fuerza de su llamada. Por eso lo dejan todo para seguir con Jesús unidos en un solo corazón. Cada uno entregaría lo suyo en la misión que comenzaba. Aportaría su originalidad. Ya no están solos. Tampoco Jesús está solo. Son hermanos de sangre y ahora de misión. Juntos es más fácil. Esa mañana, temprano, se encuentran. Y el corazón de los pescadores arde. Lo siguen. Se van con Él a vivir y a compartir su suerte. Ya nunca se separarán. Y siempre recordarían ese momento. Se fiaron de Él. Juan, Pedro, Santiago, Andrés. Jesús les dio un hogar y un horizonte amplio. Me impresiona este encuentro con Jesús. Es un momento sagrado. Comienza su camino llamando a los que serán suyos. Sus hijos, sus amigos. La llamada. El seguimiento. Me conmueve el hecho de dejarlo todo y comenzar de nuevo. Son los mismos y a la vez son otros. Hacen lo de siempre y a la vez harán algo completamente diferente. La llamada es uno a uno. El amor de Jesús siempre es personal. Eso es algo tan suyo. Cura de forma personal. Llama de forma personal. Pronuncia mi nombre. En medio de mis redes y mi barca. Y me invita a una forma de vida nueva: «Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Me emociona cómo cuenta el evangelista en pocas líneas lo que hacía Jesús. La misión. Recorría Galilea con sus discípulos, en comunidad. Vivía con ellos. Enseñaba en las sinagogas y curaba toda dolencia y enfermedad. El cuerpo y el alma. Sabe que su vocación es pasar por esta vida sanando, amando, hablando de un Dios que perdona y ama siempre. Esos primeros días María estaba con Jesús. Es Juan el que nos dice que María bajó con Él a Cafarnaúm (Juan 2, 12). Se fue con su hijo. Me da paz pensar que María estaba allí con Jesús en sus comienzos. Rezando. Animándolo. Acompañándolo. María es para Jesús su ancla. Su refugio. Su vida. También lo es para mí. Ella baja a mi mar. A mi orilla. A mi barca. Me gusta mirar a Jesús en estos primeros tiempos. Con sus amigos, con su madre, cambiando desde dentro los corazones de los hombres. Acariciando. Tocando. Le pido hoy a Jesús que pase junto a mí. Que se detenga y me ayude a vivir con Él lo que vivo. Que me llame desde mi orilla. Me gustaría dejar mis redes y mi barca. A veces no sé bien qué es lo que me pide Jesús. Ignoro qué redes tengo que dejar. Qué barca tengo que abandonar. Me falta esa sencillez de los pescadores para escuchar su voz. Tengo mucho que aprender de ellos. Quiero que Jesús me mire y me invite a pescar en su mar. Con sus redes. En su barca. Es la promesa que me hizo un día. Quiero que me la vuelva a repetir. Jesús mira hoy mis sueños y mis miedos. Me mira y me llama para que lo siga.
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[5] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[6] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[7] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[8] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[9] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[10] J. Kentenich, Niños ante Dios
[11] J. Kentenich, Envía tu Espíritu