Al leer y releer el ensayo de 19 páginas del Papa Benedicto XVI sobre las causas de la pederastia en el clero, he pensado en el famoso libro de poemas de Baudelaire, “Las flores del mal”. Con su análisis, el Papa emérito ha hecho una radiografía, efectuada con la precisión de un rayo láser, no sólo de las flores, sino también de las raíces y de los frutos. Las críticas contra él no han tardado en desatarse, señal de que ha acertado. Dicen que no debería hablar por ser un Papa emérito, pero esos mismos elogiaban al cardenal Martini, al cardenal Dannels o al cardenal Kasper cuando, aun siendo eméritos, hablaban contra los criterios de los Papas gobernantes y de qué manera lo hacían. Son los mismos, o sus herederos intelectuales, que prohibían que los libros del teólogo Ratzinger se estudiaran en los seminarios -como el Papa confiesa en su artículo-. Son diosecillos encumbrados a base de intrigas y adulaciones en puestos de poder, desde los que ejercen su tiranía, que merecerían ser llamados miserables sino fuera porque son patéticos. Benedicto XVI es mucho más grande que todos ellos juntos y una palabra suya da la vuelta al mundo y lo conmociona, mientras que todos sus gritos (que parecen más de locas que de locos) se pierden en la nada.
Benedicto, que mantiene en pleno uso su sabiduría, empieza por analizar las raíces, los orígenes, del problema. Y éste está en la torticera aplicación del Concilio Vaticano II, según lo que se llamó y se sigue llamando el “espíritu del Concilio”. Un espíritu que no tenía mucho que ver con la letra y que era una clara aplicación de los textos conciliares en ruptura con la Palabra de Dios y con la Tradición de la Iglesia. Allí empezó todo, en esos años de aplicación del Vaticano II que en muchos casos y en demasiadas cosas se hizo de una manera equivocada. El Papa emérito señala tres: la debacle de la Teología Moral, que dejó de estar sujeta a la objetividad del bien y del mal para convertirse en moral de situación, en la cual el fin justifica los medios; el descontrol en muchos seminarios, con la aparición en algunos de ellos de auténticas mafias gay, que luego se extendieron y dieron lugar al lobby que tanto daño ha hecho; el nombramiento de obispos, que tenían que ser elegidos entre sacerdotes “conciliares”, entendiendo por tal a aquellos que estaban imbuidos del “espíritu del Concilio” y que, por lo tanto, promulgaban una ruptura con la Tradición y favorecían o al menos toleraban comportamientos claramente pecaminosos. En esa época, sigue diciendo Benedicto, se produjo en la sociedad la revolución sexual del 68, que llegó incluso a considerar buena la pederastia, y que se infiltró en la Iglesia, favorecida por el gobierno de obispos modernistas y de teólogos que bendecían todo lo que procedía del mundo, fuera lo que fuera.
Pero si esas eran las raíces, las flores del mal se presentaban llenas de atractivo. Se hablaba de libertad, de autorealización, del fin de las represiones oscurantistas medievales, de la importancia de las actitudes más que de los actos. ¡Qué bonito es el amor! ¡Los pajaritos, las flores, el festival hippie de la isla de Wight, la droga, el sexo libre y revuelto! Y todo eso, que se presentaba como maravilloso y sin consecuencias, y que se practicaba fuera de la Iglesia, también empezó a practicarse dentro. No siempre, ni mucho menos, con violencia o con menores. La mayoría respetaba las líneas rojas, pero algunos no podían controlarse y las cruzaban, porque si la libertad era la nueva diosa y ya no había objetividad moral, ¿por qué no iban a hacer lo que les pidiera el cuerpo?
Pero vinieron las consecuencias, llegaron los frutos. Y se cumplió lo que dijo el profeta Jeremías. Ya no eran los padres los que comían las uvas agraces y los hijos padecían la dentera, sino que sufrían las consecuencias los mismos que habían cometido los pecados. Porque resultó que, además de ser pecados e incluso delitos, la legislación cambió y permitió denuncias de hechos ocurridos muchos años atrás, con lo cual los que se consideraban a salvo se vieron enfrentados con sus actos y los menores de los que abusaron les pusieron la cara colorada, además de sacarles su dinero. Pero no sólo fueron esos los frutos del mal. El Papa Benedicto habla de otros frutos y de otros abusos. Recuerda que cuando los Evangelios hablan de la maldición que caerá sobre los que escandalicen a “uno de estos pequeños”, no se está refiriendo sólo a los niños -en el sentido de abusar físicamente de ellos-, sino a los que son sencillos de corazón aunque sean personas adultas, y que ese abuso consiste en enseñarles como doctrina verdadera lo que son burdas herejías; abusando de la ignorancia y buena fe del pueblo fiel, muchos sacerdotes -incluso diría muchísimos- han enseñado doctrinas no católicas, que la gente ha bebido como si fuera el buen vino del Evangelio, cuando en realidad era una pócima envenenada. El daño ha sido inmenso y en muchos casos es irreparable. Estos pederastas intelectuales no están siendo juzgados ni en los tribunales civiles ni en los eclesiásticos, pero son auténticos criminales que tendrán que hacer frente al juicio de Dios, aunque ellos haga mucho tiempo que han dejado de creer no sólo en el juicio sino también en Dios.
Este veneno introducido en las venas de la Iglesia ha provocado la apostasía masiva de los fieles, la caída brutal de las vocaciones, el desapego hacia la propia Iglesia y se ha coronado, como el plato principal del festín del mal, con la destrucción de la Eucaristía, tanto en el aspecto celebrativo -ha pasado a ser una asamblea en la que no se respetan las normas litúrgicas, en aras de la libertad creativa del sacerdote o de los fieles- como en el acceso a la Sagrada Comunión, considerado -como denuncia el Papa Benedicto- como un mero gesto ceremonial y de cortesía.
Sin embargo, el Papa emérito no se limita a diseccionar la realidad y a delatar los orígenes que han provocado esta catástrofe. Va más allá y anuncia el camino de futuro. Ese camino pasa por volver a Dios, por ponerle en el primer lugar de la vida, por vivir en pequeñas comunidades unidas y coherentes, por estar dispuestos incluso al martirio antes que traicionar a Jesucristo. Esta Iglesia de los sesenta, contaminada por el mundo y a la vez contaminadora de los suyos, que dejó de ser la luz y la levadura para abrir de par en par las puertas al humo del infierno, está acabada. Los que insultan al Papa Benedicto o a los que pensamos como él, pueden hacer todavía mucho daño, pero son zombis, cadáveres aún vivientes, pero cadáveres al fin. La Iglesia de siempre, no la otra Iglesia esclava del mundo que ellos promueven, la Iglesia de los santos, está viva aunque esté sufriendo por todo lo que está pasando, y sigue dando frutos. Cuando llegue la hora, aparecerá brillante para ser de nuevo la luz del mundo. Mientras tanto, perseveremos en la persecución y recemos para que esa hora llegue pronto. Y no olvidemos las palabras de San Lucas: “Cuando estas cosas empiezan a suceder, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. El mensaje del Papa Benedicto indica que esa hora está próxima.