Hoy se habla de los “Millennials”; es decir, de aquellos que nacimos entre 1981 y 1995. Una generación que por el relevo natural que supone el paso del tiempo, comienza a recibir nuevas responsabilidades en el ámbito social, cultural, económico, político, religioso, etcétera. Se nos achacan muchas deficiencias y, aunque siempre hay buenas excepciones que motivan y amplían la perspectiva, tampoco podemos negar el hecho de que ante los retos presentes, hay poca visión de conjunto y capacidad de respuesta. Algunos dicen que esto tiene que ver con la ignorancia o, en su caso, con el bajo rendimiento académico; sin embargo, más que una crisis de conocimiento, estamos ante un déficit de habilidades. Existe información con tan solo un “clic”. Algo que resulta insólito, pues antes era imposible tener acceso a tantos datos, de modo que, aunque todavía existen regiones del mundo en las que el elevado índice de analfabetismo resulta alarmante, no es necesariamente el común denominador de la problemática que se está presentando. Más bien, se trata de un fenómeno que va más allá de contar con un parámetro de cultura general y es la escasa capacidad de solucionar conflictos, sabiendo poner en juego las habilidades y talentos. ¿A qué se debe esto? Al hecho de haber sido una generación que pasó de buenas a primeras de un modelo educativo exageradamente rígido, lleno de formas, a uno que, siguiendo la teoría del péndulo (ir de un extremo a otro) ha caído en el “todo vale”. Es decir, fue una transición que, lejos de llevar al punto medio, condujo a una lectura desbordada y que, por desgracia, cayó justo en lo que se pretendía evitar.
Ahora bien, visto el problema, ¿qué se puede hacer? En el caso de los “Millennials” que ya son jóvenes-adultos, la respuesta no está en volver a la escuela propiamente, sino en la capacidad de ser autodidactas y, valiéndose de tutoriales bien sustentados, comenzar a desarrollar actividades, tales como el deporte o la oratoria. En efecto, ponerse delante de un micrófono, después de haber leído un manual puede, tras practicarlo varias veces, llevar a despertar una habilidad dormida por la crisis que se ha dado y que, a decir verdad, no es culpa, en primer lugar, de la generación involucrada, sino de aquellos que no supieron formarla. El punto es que, más allá de las posibles responsabilidades del déficit, haya una respuesta o plan de mejora contundente. Ahora bien, en el caso de los que siguen estudiando, vale la pena aprender de los errores y, por ende, fortalecer en ellos, habilidades. No intentar resolverles la vida. Antes bien, ayudarlos a pensar, a buscar, a dejarse interpelar por la realidad. ¿Cómo? Recuperando el binomio casa-colegio o, cuando menos, a través de profesores que despierten y pulan talentos. Esos que leen completamente los ensayos, que subrayan las palabras clave, que escriben a dos tintas para resaltar puntos de mejora, etcétera.
El papa Francisco ha dicho muchas veces que la educación debe ser útil; es decir, brindar conocimientos que puedan aplicarse y, entonces, generar empleo, además de utilidad como ciudadanos. Tiene razón, pues hay programas de estudio que, por muy pedagógicos que sean, en realidad sirven para poco. Los contenidos son necesarios, pero mientras no aceptemos que, por ejemplo, en los trabajos en equipo, es responsabilidad de los alumnos organizar la laptop (ordenador), el funcionamiento del proyector y el empleo de otros recursos didácticos, seguiremos en las mismas. ¿Qué pasa si un equipo no logra conectar su computadora? Muy sencillo: debe dársele unos minutos para que lo resuelva. Enseñarlos a saber salir adelante en base a los recursos disponibles. Quizá tendrán que pedírsela a los del otro equipo y, si lo hacen, se habrán ejercitado en sus relaciones sociales, lo que es muy bueno por el efecto de la asertividad en la comunicación.
¿Y a nivel la Iglesia? Lo mismo. Necesitamos formar líderes que, desde el servicio, sean personas que, además de coherentes, puedan prepararse. Con conocimiento, pero también movidos por habilidades. Por ejemplo, una Sta. Teresa de Jesús que sabía de construcciones, materiales y albañilería de modo que, cuando se presentaba alguna obra en sus conventos, podía negociar y alcanzar un precio justo. Aquí estamos ante un dato, un elemento económico, pero más que nada frente a la habilidad de negociación que, bien entendida, ayuda a vivir la fe con audacia.
Uno de los rasgos tradicionales de los colegios católicos era el dejar aprendizajes técnicos –pintura, dibujo, mecanografía, etc.- además de valores y elementos teóricos. Hoy, es necesario recuperar dicho aspecto, aunque evidentemente renovándose de acuerdo a los nuevos desarrollos tecnológicos. Por ejemplo, saber de primeros auxilios, manejo de programas informáticos, carpintería, diseño gráfico, etcétera. Conocimiento y habilidad son dos palabras claves para abrirnos a un futuro de valores.
Ahora bien, visto el problema, ¿qué se puede hacer? En el caso de los “Millennials” que ya son jóvenes-adultos, la respuesta no está en volver a la escuela propiamente, sino en la capacidad de ser autodidactas y, valiéndose de tutoriales bien sustentados, comenzar a desarrollar actividades, tales como el deporte o la oratoria. En efecto, ponerse delante de un micrófono, después de haber leído un manual puede, tras practicarlo varias veces, llevar a despertar una habilidad dormida por la crisis que se ha dado y que, a decir verdad, no es culpa, en primer lugar, de la generación involucrada, sino de aquellos que no supieron formarla. El punto es que, más allá de las posibles responsabilidades del déficit, haya una respuesta o plan de mejora contundente. Ahora bien, en el caso de los que siguen estudiando, vale la pena aprender de los errores y, por ende, fortalecer en ellos, habilidades. No intentar resolverles la vida. Antes bien, ayudarlos a pensar, a buscar, a dejarse interpelar por la realidad. ¿Cómo? Recuperando el binomio casa-colegio o, cuando menos, a través de profesores que despierten y pulan talentos. Esos que leen completamente los ensayos, que subrayan las palabras clave, que escriben a dos tintas para resaltar puntos de mejora, etcétera.
El papa Francisco ha dicho muchas veces que la educación debe ser útil; es decir, brindar conocimientos que puedan aplicarse y, entonces, generar empleo, además de utilidad como ciudadanos. Tiene razón, pues hay programas de estudio que, por muy pedagógicos que sean, en realidad sirven para poco. Los contenidos son necesarios, pero mientras no aceptemos que, por ejemplo, en los trabajos en equipo, es responsabilidad de los alumnos organizar la laptop (ordenador), el funcionamiento del proyector y el empleo de otros recursos didácticos, seguiremos en las mismas. ¿Qué pasa si un equipo no logra conectar su computadora? Muy sencillo: debe dársele unos minutos para que lo resuelva. Enseñarlos a saber salir adelante en base a los recursos disponibles. Quizá tendrán que pedírsela a los del otro equipo y, si lo hacen, se habrán ejercitado en sus relaciones sociales, lo que es muy bueno por el efecto de la asertividad en la comunicación.
¿Y a nivel la Iglesia? Lo mismo. Necesitamos formar líderes que, desde el servicio, sean personas que, además de coherentes, puedan prepararse. Con conocimiento, pero también movidos por habilidades. Por ejemplo, una Sta. Teresa de Jesús que sabía de construcciones, materiales y albañilería de modo que, cuando se presentaba alguna obra en sus conventos, podía negociar y alcanzar un precio justo. Aquí estamos ante un dato, un elemento económico, pero más que nada frente a la habilidad de negociación que, bien entendida, ayuda a vivir la fe con audacia.
Uno de los rasgos tradicionales de los colegios católicos era el dejar aprendizajes técnicos –pintura, dibujo, mecanografía, etc.- además de valores y elementos teóricos. Hoy, es necesario recuperar dicho aspecto, aunque evidentemente renovándose de acuerdo a los nuevos desarrollos tecnológicos. Por ejemplo, saber de primeros auxilios, manejo de programas informáticos, carpintería, diseño gráfico, etcétera. Conocimiento y habilidad son dos palabras claves para abrirnos a un futuro de valores.