Unos amigos me han comunicado la muerte de su hijo, de su niño pequeño. Les he visto llorar... ¡Cuánto dolor, cuánto sufrimiento para la madre y el padre!
La sola razón nos dice que el niño pequeño ha sido arrancado de la vida, como se arranca una hierba de la tierra o el vendaval separa las hojas de los árboles en otoño y que desvalidas caen en el suelo... y, como dice el poeta, «pisarlas es pisar mi propia muerte».
Pero también con la razón, y más si está ayudada por la revelación, podemos pensar, desear, esperar con todo certeza:
- que todo no se acaba con la muerte;
- que el llanto y la amargura de unos padres desconsolados, deshechos... no pueden quedar estériles; ¿Cómo no van a valer las lágrimas y el duelo de unos padres afligidos por la muerte de su niño pequeño?
- que sus sufrimientos -unidos a los de Cristo- sirven;
- que Dios habrá acogido en su seno, en su regazo -en su amor infinito- al niño para una eternidad feliz;
- que Dios dará a los padres -tarde o temprano- el Paraíso, el Cielo, la Gloria: él cumplirá las promesas de las bienaventuranzas.
El poeta F. Rielo ha escrito:
«Es más grande una lágrima caída que todo el universo...
La sangre es el rubor del llanto...
llanto suspenso entre la tierra y el cielo,
enigma de esperanza por una vida perdurable.
Que nada le mutile... y sea Dios quien, mimoso,
de la temida muerte le despierte.»
Alimbau, J.M. (1998). Palabras para momentos difíciles. Barcelona: Ediciones STJ.