La Iglesia tiene una herida desde antes de haberse constituido como tal: la unidad. Cristo pidió al Padre unidad, viendo que aquellos pobres seres humanos que le seguían, eran incapaces de llegar a acuerdos en lo sustancial y se peleaban hasta por la forma de ponerse la túnica. La semana que viene se inicia la semana para la unión de los cristianos. Como siempre y este año con mayor incidencia, se entiende que se ora por la unidad entre las diferentes iglesias, comunidades y denominaciones cristianas. Esta semana se podría extender también hacia el interior de todas las iglesias, con especial incidencia, en la Iglesia Católica. No podemos decir que la unidad haya ido mejorando desde hace cincuenta años a este momento. Más bien todo lo contrario. Fijémonos en lo que nos dice San Agustín:
Esto acaeció en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba. Al día siguiente ve Juan a Jesús venir hacia él y dice: Mirad, es el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo. Que nadie, pues, se atribuya y diga que él es el que quita los pecados del mundo. Fijaos ahora contra qué insolentes personas extendía Juan su dedo.
No habían nacido todavía los herejes y ya se les señalaba con el dedo. Desde las riberas del Jordán levanta la voz contra los mismos que la levanta hoy desde el Evangelio. Jesús se le acerca, y ¿qué dice Juan? He aquí el Cordero de Dios. Si es cordero, es inocente. Juan es también cordero. Luego ¿es también inocente? Pero ¿quién es inocente? ¿Hasta dónde se extiende su inocencia? Todos venimos de aquella semilla y vástago de que habla David con sollozos y gemidos: Yo he sido concebido en la iniquidad y en él pecado me alimentó mi madre en su seno. Cordero, pues, es solamente Aquel que no ha venido en estas condiciones. (San Agustín. Tratado sobre el Evangelio de San Juan 4,10)
Como indica San Agustín, se puede rastrear los problemas de unidad hasta en el momento del Bautismo de Cristo. Eso sí, de forma profética. ¿Qué es para nosotros la unidad? Se lo podríamos preguntar a cualquier persona, pero no creo que existan muchas que vean a la unidad como algo positivo. La postmodernidad ha venido a inocularnos el virus social del tribalismo. La relativización de todo, nos lleva a entender que cada cual es un mundo en sí mismo. Vemos tantas diferencias, que pensamos que la naturaleza humana no existe. Para terminar de destrozar todo, las ideologías de género nos proponen que cada cual elija su naturaleza sin limitación alguna. ¿Cómo queremos una Iglesia en unidad si vivimos en una sociedad líquida y fragmentada en millones de pedazos? Nuestras fuerzas no son capaces, necesitamos del Espíritu Santo.
¿Quién tiene la culpa de todo esto? San Agustín señala claramente a Quien no tiene culpa. Nos señala al Inocente que vino a morir por nuestros pecados. Todos los demás somos culpables en menor o en mayor medida, según las circunstancias que vivimos. Partamos de una realidad: la Iglesia ya no es unidad en ningún aspecto. Incluso hay personas que quisieran cambiar el Credo y se consideran católicos de pleno derecho. Ser católico se ha convertido en una etiqueta que cualquiera puede ponerse o quitarse. No tiene más relevancia que ser reconocido cuando conviene y que nadie lo sepa, cuando no nos conviene. ¿Qué compromiso tenemos con la fe cuando la utilizamos según nos parece?
¿Qué hacer entonces? Hacer, hacer, podemos hacer poco. En todo caso no colaborar en la construcción de nuevas Torres de Babel eclesiales, que terminarán por caer encima de sus promotores. Podemos ejercer de profetas y señalar que esas Torres de Babel no son Voluntad de Dios, sino soberbia humana concentrada. Seguro que nos llaman de todo menos bonitos, pero es igual. “Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 10). Como los profetas del Antiguo Testamento hacían, hay que esperar con esperanza y orar con humildad. No creernos líderes tocados por el cielo, ni tampoco personas sin valor dentro de la Iglesia. Todos formamos la Iglesia y aunque nos desprecien por tomar el papel de “Pepitos Grillos”, no dejar de confiar en Dios. Porque la confianza debe estar en Dios, no en las estructuras humanas que podamos crear. ¿La clave de Bóveda? Es Cristo, siempre es Él.
El Reino de Dios no es de este mundo y por eso no nos entenderán más que aquellos que hayan descubierto la Perla Escondida. La santidad debe ser el objetivo, no ser reconocidos como insignes seguidores del segundo salvador de moda en cada momento. Los segundos salvadores cambian, Cristo permanece. Él es la fuente de unidad. Oremos por la unidad de todos los cristianos, sobre todo dentro de la Iglesia Católica. Lo necesitamos de verdad.