Isaías 49, 3. 5-6; 1 Corintios 1,1-3; Juan 1, 29-34
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios»
«Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre, caído o levantado, va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz»
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios»
«Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre, caído o levantado, va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz»
El otro día escuchaba que vivimos en la cultura del «yo» y del «ya». Todo lo hago yo solo. Todo lo quiero ahora mismo. Vivo en primera persona. Me han educado para buscar mi interés, mi futuro, mi lugar. Y me he acostumbrado a hacerlo. Desde pequeño he aprendido a hacer mi camino. Me educaron para pensar en mí, en mis intereses, en mi porvenir. Y además me enseñaron el valor de mi tiempo. El tiempo siempre es oro. Y cuanto antes logre lo que quiero seré más feliz. No puedo esperar. No puedo sacrificar mi tiempo. No puedo sacrificarme por nadie. No puedo sacrificar nada porque quiero ser feliz. Me vuelvo egoísta. El otro día leí que la teoría sueca del amor dice: «Toda relación humana debe basarse en el principio de la independencia entre las personas». La consecuencia de la independencia vista así es que me despoja de la habilidad para socializarme. Para amar de verdad. Para ser generoso. Me dice que mi felicidad será plena cuando sea independiente. Es esa carrera de la vida en la que si ayudo a alguien es porque me beneficia ayudarlo. Y si no saco nada positivo, no ayudo. Ayudar a otros y perder así mi lugar de preferencia no parece recomendable. Perder mi posición, mi cargo, mi prestigio. Pienso más en mí mismo que en los otros. Son valores que flotan en el aire. Que se extienden y se convierten en credos que fundamentan muchas vidas. Me dicen que no es bueno para mi salud negarme a mí mismo. Que necesito ser más asertivo y decir lo que es bueno para mí y hacerlo. Defender mi espacio, mi libertad, mis gustos, mis derechos. Incluso aunque el mundo se enfade con mi conducta. Me recuerdan que yo voy primero, por encima del resto. Me dicen que es cuestión de salud. Entonces renunciar no merece tanto la pena. Incluso es innecesario hacerlo. Perder la vida, dejar de ser, ¿qué sentido tiene? Esperar a otros. Sacrificar lo que yo deseo por amor a otros. Sacrificar mi libertad, mis sueños, siendo generoso con otros. Por amor, por respeto a la vida de los otros. Estos términos suenan extraños en esta cultura del «yo» y del «ya». Están fuera de lugar. Imaginar a alguien que está dispuesto a renunciar a lo que tiene por amistad, por amor, parece impensable. Imaginar a Jesús que vino a dar su vida por mí. Y se arrodilló delante de mí. Dispuesto a darme a mí todo su amor sirviéndome. Me parece tan grande ser capaz de renunciar incluso a la propia vida tal como yo mismo la había soñado. Renunciar a mis deseos, a mis proyectos. Por amor a otros. Pensando en el bien de los otros. Parece imposible. Y sólo es posible desde Jesús. Viviendo en Él, con Él. Quiero educarme y educar a los que van conmigo en la libertad. En la entrega. En la generosidad. Para que amen sin pensar sólo en ellos. Que sean generosos y no egoístas. No quiero protegerlos en exceso para que no sufran. A veces quiero evitar el dolor a los que más quiero. A quienes educo. No quiero que se equivoquen y protejo sus pasos. Que no se hagan daño. Decía el P. Kentenich: « ¡No ahorremos nunca las luchas a nuestros hijos! Si empezamos a hacerlo, los educaremos a todos a la inmadurez. Y les garantizo que, si ahorran las luchas a los que les han sido confiados –sea que les solucionen rápidamente las dificultades o que, aun sin quererlo, hagan incidir en la balanza el mayor peso de su personalidad–la consecuencia será la siguiente: un hombre sincero agradecerá a Dios de rodillas cuando ustedes se hayan muerto»[1]. Significa acompañar en sus luchas a los que Dios me ha confiado. Enseñarles el valor de la libertad. Hacerles madurar en el amor a los otros. Enseñarles el valor de perder la propia vida, el propio puesto, por amor. No quiero educar en una cultura del «yo» y del «ya». No quiero proteger en exceso: «Quiero saberlo todo. Pero ¿intervenir? Ni se me ocurre. Yo no intervengo. Que den tranquilos sus volteretas. Basta que no caigan muy bajo. De otro modo, no educaremos para la vida»[2]. Educar en la libertad. Aunque caigan al tomar decisiones aquellos que Dios me ha confiado. Así lo hace Jesús conmigo. Me deja tropezar. Y levantarme de nuevo. Como Pedro que niega hasta tres veces a su Maestro. Quiero educarme en esta libertad. Quiero educar en esta libertad. Sin guardar la propia vida. Sin protegerme tanto. Sin cuidar tanto mi salud, mi fama, mi vida, mis aficiones, mis posesiones. Sin temer perder. Con libertad. Dando con amor. No quiero tenerlo todo claro. No todo es blanco o negro. Hay matices. Educar en la libertad de la conciencia. De las decisiones tomadas en lo hondo del corazón. Poniendo a Dios en el centro, al otro en el centro. Y no pensar sólo en mí mismo. No siempre yo primero.
Dios siempre está a mi lado aunque tantas veces no logre entender lo que quiere para mí. A veces Dios calla. A veces Dios habla. Hace unos días pude ver una película controvertida: «Silencio». Una película conmovedora que no deja indiferente. Voces a favor. Voces en contra. Una película basada en una novela histórica que relata la vida en Japón de los cristianos perseguidos en el siglo XVII. Comunidades de cristianos que vivían en secreto, ocultos, anhelando la presencia de un sacerdote, la vida de los sacramentos. Con el miedo grabado en el alma, el miedo a ser descubiertos. Con el miedo de ser débiles y caer en apostasía, por temor a la muerte. Y a veces parece que Dios guarda silencio en medio de las cargas pesadas que soportan esos cristianos valientes. Narra la película la vida de tres sacerdotes jesuitas portugueses. Los fuerzan a apostatar para salvar así la vida de los cristianos que iban a ser ejecutados si no lo hacían. ¡Qué decisión tan difícil cuando mi corazón me dice que la fidelidad del martirio es la única salida! Y tantas veces me emociono recordando la vida de los mártires. ¡Qué fácil juzgar a otros cuando caen y no son fuertes! Cuánto dolor. En medio de esta lucha interna en la conciencia de cada hombre Dios habla, Dios calla, Dios está presente. Rezaba así un sacerdote: «Señor, no me dejes más tiempo abandonado. No me dejes seguir en esta situación imposible. ¿Te resignas a ser un héroe anónimo, Sebastián? ¿No será que buscas la muerte, no como un verdadero martirio oculto, sino con el único fin de satisfacer tu vanidad? ¿Para que los cristianos te alaben, para que vengan a rezarte, para que digan: - Aquel padre era un santo?»[3]. La gloria del martirio. La infamia de la caída. Y en medio de las dudas toma el sacerdote esa decisión tan difícil de vivir esclavo en Japón con la carga de haber negado a Jesús. Sin dejar de amarlo en silencio. Habiéndolo negado en el exterior. Sufriendo la culpa. Y con fe amándolo en silencio. En lo oculto del alma. ¡Qué fácil juzgar el pecado del otro! ¡Qué fácil condenar al débil por su debilidad! No creo que pretenda la película justificar la apostasía. No la defiende. No la recomienda para evitar el martirio. Quiero mirar con respeto infinito la conciencia de cualquier hombre. Sin ensalzarlo. Sin condenarlo. La apostasía es lo que es. Negar a Cristo en voz alta. Después de haber caído, el sacerdote protagonista, se encuentra con un pecador que ya había caído antes que él. Siente la culpa y le pide confesión. Y en ese encuentro en la debilidad, el sacerdote oye la voz de Dios en su alma. Vuelve a ser fuente de misericordia. Qué indigno se siente. Y comprende que Dios siempre ha estado a su lado. Nunca le abandonó. Me conmueve la debilidad de los hombres, mi propia debilidad. Al sentirme débil comprendo la necesidad que tengo de buscar la fuerza de Dios, su mirada. No soy fuerte. No quiero pensar que todo depende de mis fuerzas. No creo en una santidad lograda a base de lucha, de voluntad heroica. Vivo en una cultura que acentúa mi búsqueda egoísta de la felicidad. Cada uno a lo suyo. Cada uno siendo fuerte. Sin errores, sin debilidades. Como queriendo salvar la propia vida. Pero Jesús vino a dar su vida por mí. Cargó con mi culpa, con mi pecado, con mi debilidad, con mis negaciones. Se subió a lo alto del madero por mí. Para que yo dé mi vida con Él, en su poder. Para que no me busque tanto a mí de forma egoísta. Yo primero. Yo ahora mismo. En el silencio de Dios encuentra eco mi silencio tantas veces. Mi silencio cobarde cuando me callo por miedo a apoyar a otros, a defender a otros. Por miedo a ser condenado como otros. Mi silencio culpable a veces. Mi silencio inocente otras veces como el de Jesús llevado como cordero inocente a la cruz. Un silencio impuesto a la fuerza. Ese silencio que puede confundir a los hombres, pero no a Dios. Ese silencio que parece lo contrario de lo que es. El silencio de Jesús es expresión de un amor hondo por mí. La afirmación más fuerte de la vida de los hombres. Su servicio último, callado, sin palabras. Su entrega más generosa. En este mundo que me anima a buscar sólo mi felicidad, mi independencia, mi libertad, brilla la entrega de Jesús. Pero yo quiero ser independiente y entonces me aíslo. Quiero ser libre y huyo lejos de todo compromiso. No quiero ataduras. Y entonces sufro menos, porque no amo, porque no me comprometo. Pero mi corazón quiere amar. Quiere amar hasta dar la vida. Aunque mi forma de dar la vida no sea tan gloriosa como la de los mártires. Aunque mi vida no sea reconocida digna de admiración. Sólo a los ojos de Dios valgo más. Y el silencio de mi entrega no gloriosa vale la pena. Esa vida que parece cobarde y débil. Esa vida que Dios me pide es donde se manifiesta su amor. Donde se juega mi generosidad. En esa vida en la que amo a Dios y a los hombres torpemente. Yo no quiero vivir sin dar la vida. No quiero tampoco el elogio y el reconocimiento de una vida gloriosa. Me basta con que Dios me mire y se conmueva en silencio ante mí, al ver mi sí pobre y débil. Eso es lo importante. Por eso no quiero buscarme a mí mismo. No quiero buscar mi felicidad, mi paz, mi santidad, en una carrera egoísta. Quiero amar, comprometerme, vincularme. Quiero aprender a renunciar por amor a otros.
A veces me cuesta decidir, optar, dejar algo que hago bien y empezar a hacer algo nuevo que no controlo. Me da miedo el riesgo y confundirme. Perder lo que ya tengo, lo que ya gano, lo que hago bien. Me asusta apuesta que parece imposible por lograr algo mejor. Tal vez me falta paciencia. Y me quedo en el esfuerzo. Quiero cambiar, mejorar. Dice Carlos Moyá sobre Rafael Nadal: «Es demasiado exigente consigo mismo y no se perdona el fallo. Tiene que intentar cambiar un poco esto. Aunque no se trata de cambiar, es evolucionar y atreverte». Tengo algo de perfeccionista. Quiero hacer las cosas bien, perfectas. Me cuesta perdonarme el fallo. Quiero hacerlo bien todo, siempre. Y busco a Dios para que se alegre con mi vida. Para que me afirme. Dios guarda silencio en mi intento por mejorar, por hacerlo todo mejor. Tal vez tengo que aprender a desprenderme de mis pretensiones, de mis deseos tan del mundo. No quiero cambiar por cambiar. Pero quiero crecer y ser mejor. En el fondo sé que a veces no busco la aprobación de Dios, busco la de los hombres. El otro día leía cómo la presencia de Dios en nuestra vida no nos convierte en otras personas, seguimos siendo los mismos: «Esta experiencia no hizo de mí un santo. No perdí mis debilidades ni mis defectos, ni dejé de significar una carga para otros ni de herirlos. Seguí siendo egoísta y hubo épocas en que incluso esta vivencia de la presencia de Dios parecía totalmente olvidada. Más de una vez quise instalarme definitivamente en esta tierra. Pero, pese a mis pecados, algo subsistía, pues en la profundad de mi alma siempre supe que este mundo es relativo, que la tierra no es nuestro hogar definitivo y que sólo a través del muerte logramos la resurrección»[4]. Cuando me ato más a Dios me hago más libre de los hombres. Pero me cuesta mucho. Cuando aprendo a estar con Dios en el silencio de mi alma, en su silencio. Atento. Aguardando. Algo escucho. Pero se me olvida. Quiero dejar de ser tan duro conmigo mismo. Quiero aceptar la debilidad de mi carne. Decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: - Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida. Es el tiempo para amar y ser amado. No os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión. Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz». Me gusta esa mirada sobre mi debilidad. Esa miseria reconocida que abre el corazón del Padre. Lo miro conmovido. Quiero cambiar, es verdad. Quiero ser mejor, menos egoísta, menos exigente conmigo y con los demás. Más paciente y compasivo. En la película «Silencio», uno de los protagonistas se pregunta: « ¿Hay lugar en este mundo para los débiles?». En el corazón de Dios es donde caben los más débiles. Dios no puede hacer nada con los que creen en sus propias fuerzas que los hacen capaces de todo. Pero sí con aquellos que han caído, se han vuelto a levantar, han pedido perdón de rodillas, han vuelto a comenzar creyendo en la misericordia de Dios. En el corazón de Dios caben los que no caben en el mío. Cuando no acepto el error que se vuelve a cometer una y otra vez. La caída que se reitera. La miseria que se convierte en estilo de vida. Y me vuelvo exigente. Con los que tropiezan siempre de nuevo y luego piden perdón. Y no veo cambios. Y los exijo. Pero Dios no es así conmigo. Sabe que los cambios son lentos. No llegan con rapidez. A veces no llegan. ¡Cuánto me cuesta cambiar! Se me llena la boca con el cambio. Pero luego no quiero perder, dejar de hacer lo que hago bien. Arriesgarme a perderlo todo. Nunca fui un jugador de póker. No apuesto sin cartas. Quiero tenerlo todo seguro. No me arriesgo a dar la vida sin antes tener algo bien asegurado. Por si acaso. No quiero perderlo todo. Y me vuelvo conformista. Me acostumbro a lo de siempre. Soy el mejor en lo mío. En lo que hago con los ojos cerrados. Pero no quiero arriesgar nada. Me asustan los cambios reales. Tengo tomada la medida a mi vida y me da miedo dejar de ser lo que he soñado. Lo que otros esperan. El cambio tiene algo de dolor. Da miedo el dolor. El cambio me pide dejar y tomar cosas nuevas. Y cuesta hacerlo. Pero me da miedo no crecer si no dejo cosas. Si no las hago de forma diferente. No dejaré de ser débil nunca. No lograré hacerlo todo bien siempre. Eso me alivia. Jesús no lo espera de mí. En su silencio me aguarda siempre. Va conmigo y me sostiene. Su mano en mi mano. Su pisada en mi pisada. Estoy de paso por aquí. Sólo quiero sembrar esperanza con mi vida. Sólo quiero ser fiel a Dios en mi alma. En lo más hondo. Es el misterio al que Dios me llama. Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre. Caído o levantado. Va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz.
Creo que lo más difícil en mi camino es hacer y decir lo que Dios quiere. Hemos repetido en el salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Y es verdad. Aquí estoy. Pero a veces confundo su voluntad. O pienso que lo que yo quiero tiene que ser necesariamente lo que Dios quiere. Juzgo rápidamente las acciones de los demás. Y creo ver en ellas la ausencia de Dios o su presencia. Resuenan en mí las palabras de Juan Climaco: «No juzgues demasiado severamente a los que enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en práctica; porque a menudo la utilidad de las palabras compensa la penuria de las obras. Porque no todos poseemos igualmente todos los bienes: en algunos la palabra sobrepasa la obra; en otros, por el contrario, la obra sobrepasa la palabra». Juzgo más las obras que las palabras. Aunque a veces las palabras las juzgo cuando no se refuerzan con las obras. Pero juzgo. Me creo mejor que otros. Y pienso que en mi juicio está el querer de Dios. Y me da miedo caer en el relativismo. O en pensar que todo vale. O en hablar de los fines que todo lo justifican. Corro el riesgo de apresurarme en mis condenas. En mis filias y en mis fobias. «En la vida diaria colocamos nombre al otro por lo que hace, lo cual constituye un juicio negativo, un juicio a toda la persona del otro»[5]. Me encadeno a mis prejuicios y condeno. Y decido en mi corazón lo que está bien y lo que está mal. Generalmente miro más a los demás que a mí mismo. Quiero hacer la voluntad de Dios. Quiero ser su instrumento. Es el anhelo del alma. Siempre lo es. Quiero la gloria de una vida meritoria. La defensa hasta el extremo de mis principios y mis ideales. El amor que se da por entero. La vida que merece la pena ser vivida. Y vivo expuesto al juicio de los que me rodean. ¡Qué rápido caigo yo en el juicio! ¡Con qué rapidez soy yo juzgado! Esto está mal. Esto está bien. Y me quedo tranquilo. Pero mi juicio no me salva. Quiero hacer la voluntad de Dios. Y no que Dios haga realidad la mía. Me da miedo el riesgo de ser egoísta: «El egoísta devoto se hace una idea demasiado clara acerca de la voluntad de Dios. Dios quiere la justicia, la paz, la armonía y el amor. Con este conocimiento se aproxima a Dios y pide que Él también realice su voluntad. No se da cuenta de que esos ruegos sólo expresan su propia voluntad. Mientras Dios los cumple él es un siervo leal de la voluntad de Dios. Pero si Dios no los cumple o no los cumple de inmediato surge en él la desilusión, la insatisfacción y a menudo la indignación frente a Dios. Cuanto más se rebela contra Dios, tanto más claro está qué voluntad pretende imponer, la propia»[6]. Busco mi voluntad detrás de muchos ruegos. Y luego, cuando Dios calla aparentemente, me rebelo. Cuando no se realiza lo que es justo y bueno. Cuando no se hace realidad el sueño que yo tenía guardado en mi alma. Estoy aquí para hacer la voluntad de Dios. Me duele cuando no la hago y me alejo. Pero sé que la voluntad de Dios inquieta. Me mueve por dentro, me desinstala. No corrobora todos mis actos. No asiente ante todos mis juicios. Quiero ser más libre. Más niño para abrazar su voluntad en todo lo que me toca hacer cada día. Buscar sus manos actuando en mi barro. Su deseo abriéndose paso en mis sueños. Su voz despertando en mis labios. Quiero oír siempre lo que hoy escucho: «El Señor me dijo: - Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso». Quiero escucharlo no sólo cuando cumplo y hago fielmente todo lo bueno. No cuando soy perfecto. No sólo si muero en santo martirio admirado por todos. No. Quiero escucharlo siempre. Saber que siempre Dios está orgulloso de mi vida, de mi entrega, de mi deseo de seguir sus pasos. Sea como sea. Quisiera repetir en mi alma esta verdad honda: «Mi Dios fue mi fuerza». Es mi fuerza verdadera en medio de muchos silencios. Mi Dios. Mi fuerza. Mi roca. «No se trata de acentuar nuestro propio hacer, ni realizar sabe Dios cuántos actos apoyándonos sólo en nuestras propias fuerzas. Poco a poco iremos abandonándonos al Espíritu y pidiendo su venida junto a María: ¡Ven Espíritu Santo y colma los corazones de tus fieles!»[7]. No busco sólo mi fuerza. Más bien deseo la fuerza de Dios en mí. Sólo no puedo avanzar. Por eso hoy pido que su Espíritu Santo descienda a mi vida. Quiero que me calme y colme mis deseos y mis ansias más verdaderos. Quiero que me cambie por dentro y haga en mi corazón todo nuevo.
Hoy me conmueven las palabras de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». Se lo cuenta a todos. Lo ha encontrado. Lo señala para que otros lo sigan. Para que se vayan detrás de Él. Señala a Jesús para apartarse él. Pone a Jesús en primer lugar para desaparecer él. Juan lo ha visto y ha creído. Me impresionan mucho sus palabras: «Yo lo he visto». ¡Cuánta fe y cuánto amor! ¡Qué hombre más fiel! Su última misión es hablar a los suyos de Jesús. Jesús es el único que tiene palabras de vida eterna. Por eso ya no puede dejar de anunciar a Jesús vivo entre los hombres. Juan había recibido en su corazón la voz de Dios que le había dicho que el Mesías sería señalado por el Espíritu Santo. Es un anuncio misterioso. ¿Cómo lo vería? ¿Cómo sabría que era Él? Juan creyó, lo vio y luego anunció toda su vida ese momento. Fue tal como le habían dicho. Su fe de niño se hizo realidad. Pero Jesús supera el anuncio. Siempre es más de lo que espero. Siempre me desborda. A Juan también le pasó. Juan lo llama el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El cordero de Dios. Jesús es manso. Es el cordero inocente que carga con mis pecados. El cordero que morirá indefenso. Es el cordero de Dios que ama, que no expulsa a los pecadores sino que convive con ellos, que los ama, los acoge. No se va del mundo, para vivir en soledad o con algunos hombres más puros. Él camina y vive como un más, sanando corazones y cuerpos heridos. Ese cordero puro y fiel que se entregará por mí. Me impresiona mucho su promesa. Es el cordero que quitará del mundo mi propio pecado que me escandaliza. Lo hará todo de nuevo. Viene a amar y a quitar el pecado con su vida. Juan hasta ahora hablaba de conversión. Como el paso necesario para que llegase el Señor. Había que eliminar todo pecado, limpiarse, lavarse. Ahora llega Jesús y es Él quien quita el pecado del mundo, de todos, de cualquiera. Lo hace amando, lo hará muriendo en la cruz. No pide condiciones. No pide conversión previa, ni habla de un bautismo para seguirlo. Sólo me pide tomar mi vida y mi cruz e ir detrás de Él. Es la gratuidad de Dios. No hace falta ser perfecto, sólo abrir el corazón y creer que es posible. En cada misa repito en alto estas mismas palabras de Juan: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Lo hago mostrando a Jesús roto entre mis manos. Se acaba de partir Jesús por mí, por todos. Así es como quita el pecado del mundo, rompiéndose, entregándose del todo. Es un momento de adoración, de reconocimiento. Me gusta repetir esas palabras en cada misa. Y mirarlo a Él roto entre mis manos. Y adorarlo. Manso, callado, partido. Por ese cordero de Dios merece la pena dejarlo todo atrás y seguir sus pasos. Yo me fío porque lo he visto y he creído. Me he fiado. Los discípulos de Juan también se fiaron de Juan y se fueron con Jesús. Sólo por su palabra. Merecía la pena hacerlo. Lo sigo. Pero luego lo pienso y me queda grande la misión de ese cordero. Es un hombre que no grita, que ama, que vive como uno más, entre todos. Que sana, que camina y sueña. Es un hombre que habla de un amor desconocido. Es Dios que me ama sin castigar. Que me perdona sin medida. Ese Dios se ha hecho hombre y está conmigo. Pero yo veo que el pecado sigue existiendo a mi alrededor, en mí. Sé que Jesús es el cordero de la paz, pero sigue habiendo guerras. Y yo no logro sembrar la paz. Sé que es el cordero fiel y fuerte. Pero sigue habiendo debilidad e infidelidad a mi alrededor, en mi vida. Y yo me siento incapaz de cambiar tantas cosas. Es el cordero inocente que no grita, que calla. Y me conmueve esa inocencia y esa indefensión como camino para mí. Dice Mahatma Gandhi: «La no-violencia no es para los débiles, sino para los fuertes. Hay que tener mucha fe y mucha fuerza para dejarse matar». Me atrae más la fuerza. No tanto la debilidad. Me siento débil. Me siento pecador. Me siento incapaz de esa no-violencia ante la injusticia. De dejarme matar es un acto heroico. Es todo demasiado grande para un corazón tan débil. Juan es un hombre fuerte que anuncia al hombre inocente. Juan tampoco se defiende. Como el Cordero de Dios. Él tampoco huye de la cárcel que le acaba quitando la vida. Él anuncia la verdad de forma tan libre. Y luego sigue anunciando la vida desde la cárcel. Sigue siendo fiel. Sigue siendo testigo. Es verdad que la fidelidad brilla más que la caída. Es verdad que el fuego del martirio me anima a mí a ser fiel en medio de mis propias pruebas. Eso no lo dudo. Pero creo que soy incapaz de juzgar el corazón de los hombres. Me toca arrodillarme cada día ante el misterio del que viene buscando el perdón. A veces en mi vanidad juzgo y me siento algo. Pero hoy quiero aprender de Juan. De su humildad. De su vocación de camino. Quiero mirar con respeto ese marco sagrado de la conciencia en el que se debate la lucha por hacer carne el más leve deseo de Dios en cada hombre. ¡Quién soy yo para juzgar a nadie! No quiero saberlo todo ni creerme en posesión de la verdad más absoluta. Dando juicios que nadie pueda rebatir. Erigiéndome en el paradigma ante el que cualquier opinión contraria claudica. No lo pretendo. Pero a veces mis afirmaciones pueden ser demasiado duras y categóricas. Miro a Juan en el río Jordán. Miro su fe señalando a un hombre entre los hombres. Dios oculto en la apariencia de hombre. Dios impotente en medio de una fila de hombres pecadores. Y Juan siendo testigo. ¿Soy yo testigo de un amor más grande? Me gustaría siempre vivir en referencia a Jesús. Me gustaría señalar a Jesús y ponerlo en el centro de mi vida. Pero tantas veces me predico a mí, me pongo delante, no desaparezco. Me coloco yo en el centro. Me agarro a ese orgullo de querer ser otro Cristo. Le pido a Dios ese don de Juan de señalar a las personas hacia Él, no hacia mí. Ser puente y camino, nada más. Quiero despojarme de mis deseos, de mis orgullos. Y simplemente estar con Jesús. Y tratar de descubrir su voluntad. Aunque me caiga.
Jesús viene hoy hacia Juan. «Al ver Juan a Jesús que venía hacia él». Me impresiona mucho este momento en la vida de Juan. Es muy importante para los dos. Es un encuentro personal. El evangelio dice que Jesús viene hacia Juan. No hacia una multitud. Hacia él. Jesús irrumpe en la vida de Juan. En el Jordán. En medio de lo que él hacía, de lo que él era, en su lugar. Juan no tuvo que ir a buscarlo fuera. Se quedó cumpliendo la voluntad de Dios en su vida. Bautizando. Invitando a la conversión. Y Jesús llegó hasta él. Es el encuentro que marca su corazón para siempre, el que toda su vida había esperado. ¡Cuántos anhelos se cumplen en el corazón de Juan en ese momento! Había deseado tanto ese encuentro. Les había hablado tanto de Jesús a los suyos. Del Cordero, del que había de venir. Y ahora, delante de Él, ¿qué sentiría? ¿Cuánto tiempo estarían juntos? No lo sabemos. Sí queda claro que no fue tanto tiempo. Y que después Juan fue encarcelado. Y Jesús comenzó su misión. En la cárcel Juan se preguntaría sobre el sentido de su vida. ¿Habría merecido la pena tanta búsqueda, tanta lucha? Y ahora, ¿qué querría Dios de él? Ya estaba ahí Jesús iniciando el reino. Había terminado su misión de preparar el camino. No podía ser discípulo de Jesús. Todo estaba terminado. Dudas. Preguntas. Y la paz de haber hecho lo que tenía que hacer. Y la paz de ese encuentro pleno con Jesús. Siempre le pido a Jesús que venga Él a mí porque yo no sé ir hasta Él. Quiero que irrumpa en mi vida. Que se haga el encontradizo. Jesús siempre viene primero. Eso lo he aprendido en mi vida. Y mi misión es intentar cumplir, allí donde me toca, la voluntad de Dios. Quiero cumplir mi misión pequeña o grande con amor. Allí llegará el Señor y cambiará mi corazón una y otra vez. Siempre me preguntó si sabré reconocerlo, como Juan. Pero pienso, que como le pasó a él, habrá algo en mi corazón que me dirá que es Él. Me hará saltar y reconocer su rostro. Le doy gracias a Dios por todos los encuentros con Él en mi vida que me han dado tanta fuerza. Siempre anhelo volver a encontrármelo de frente. Acepto sus silencios tantas veces. Pero sé que me habla muchas otras. Lo espero. Lo busco. Lo deseo. Intento estar en mi lugar cumpliendo y tanteando lo que Dios quiere. Y allí viene Jesús, eso seguro. Viene a mí. Me encantaría poder decir, cada día, que Jesús vino a mí y que yo lo supe ver. Es verdad que lo puedo decir de momentos guardados dentro de mi alma. Son momentos que me dan luz. Pero también tengo silencios y ausencias. Y anhelo volver a estar con Él. A veces me pasa lo que describe el P. Kentenich: « ¡Qué fríos podemos ser en nuestro trato con Dios! ¡Cuán poca ternura y apertura! ¿Por qué somos así? Porque es, ante todo en nosotros mismos, en quien confiamos. Porque en nuestros esfuerzos por perseverar en el camino a la santidad y vivir la santidad, hemos acentuado demasiado el ‘yo’. Por supuesto, siempre hemos hablado del auxilio de la gracia y de amar a Dios como nuestro sumo bien. Pero ahora sabemos que sólo por la senda de la fe, de las virtudes, no llegaremos muy lejos»[8]. Acentúo el yo. Pienso que yo puedo. No espero que venga a mi vida. No cuento con Él sino con mis fuerzas. Como si todo dependiera de mí. Necesito que su Espíritu venga a mí una y otra vez. Necesito ese encuentro repetido en mi vida. No quiero vivir centrado en mí mismo. Quiero ser testigo de alguien mayor que yo. Ser testigo con mi amor, con mi entrega. Testigo de alguien que le da sentido a todo lo que hago. No soy yo. Es Él en mí. Y no quiero que los halagos me hagan olvidar a quién pertenezco. De quién soy por entero. Quiero, como Juan, descubrir a Jesús en mi vida, ser capaz de hablar de Él. Anunciar al mundo cómo me ha cambiado la mirada y la vida. Él siempre rompe mis esquemas. Siempre me desborda. Siempre viene a mí, en medio de mi vida.
Dios siempre está a mi lado aunque tantas veces no logre entender lo que quiere para mí. A veces Dios calla. A veces Dios habla. Hace unos días pude ver una película controvertida: «Silencio». Una película conmovedora que no deja indiferente. Voces a favor. Voces en contra. Una película basada en una novela histórica que relata la vida en Japón de los cristianos perseguidos en el siglo XVII. Comunidades de cristianos que vivían en secreto, ocultos, anhelando la presencia de un sacerdote, la vida de los sacramentos. Con el miedo grabado en el alma, el miedo a ser descubiertos. Con el miedo de ser débiles y caer en apostasía, por temor a la muerte. Y a veces parece que Dios guarda silencio en medio de las cargas pesadas que soportan esos cristianos valientes. Narra la película la vida de tres sacerdotes jesuitas portugueses. Los fuerzan a apostatar para salvar así la vida de los cristianos que iban a ser ejecutados si no lo hacían. ¡Qué decisión tan difícil cuando mi corazón me dice que la fidelidad del martirio es la única salida! Y tantas veces me emociono recordando la vida de los mártires. ¡Qué fácil juzgar a otros cuando caen y no son fuertes! Cuánto dolor. En medio de esta lucha interna en la conciencia de cada hombre Dios habla, Dios calla, Dios está presente. Rezaba así un sacerdote: «Señor, no me dejes más tiempo abandonado. No me dejes seguir en esta situación imposible. ¿Te resignas a ser un héroe anónimo, Sebastián? ¿No será que buscas la muerte, no como un verdadero martirio oculto, sino con el único fin de satisfacer tu vanidad? ¿Para que los cristianos te alaben, para que vengan a rezarte, para que digan: - Aquel padre era un santo?»[3]. La gloria del martirio. La infamia de la caída. Y en medio de las dudas toma el sacerdote esa decisión tan difícil de vivir esclavo en Japón con la carga de haber negado a Jesús. Sin dejar de amarlo en silencio. Habiéndolo negado en el exterior. Sufriendo la culpa. Y con fe amándolo en silencio. En lo oculto del alma. ¡Qué fácil juzgar el pecado del otro! ¡Qué fácil condenar al débil por su debilidad! No creo que pretenda la película justificar la apostasía. No la defiende. No la recomienda para evitar el martirio. Quiero mirar con respeto infinito la conciencia de cualquier hombre. Sin ensalzarlo. Sin condenarlo. La apostasía es lo que es. Negar a Cristo en voz alta. Después de haber caído, el sacerdote protagonista, se encuentra con un pecador que ya había caído antes que él. Siente la culpa y le pide confesión. Y en ese encuentro en la debilidad, el sacerdote oye la voz de Dios en su alma. Vuelve a ser fuente de misericordia. Qué indigno se siente. Y comprende que Dios siempre ha estado a su lado. Nunca le abandonó. Me conmueve la debilidad de los hombres, mi propia debilidad. Al sentirme débil comprendo la necesidad que tengo de buscar la fuerza de Dios, su mirada. No soy fuerte. No quiero pensar que todo depende de mis fuerzas. No creo en una santidad lograda a base de lucha, de voluntad heroica. Vivo en una cultura que acentúa mi búsqueda egoísta de la felicidad. Cada uno a lo suyo. Cada uno siendo fuerte. Sin errores, sin debilidades. Como queriendo salvar la propia vida. Pero Jesús vino a dar su vida por mí. Cargó con mi culpa, con mi pecado, con mi debilidad, con mis negaciones. Se subió a lo alto del madero por mí. Para que yo dé mi vida con Él, en su poder. Para que no me busque tanto a mí de forma egoísta. Yo primero. Yo ahora mismo. En el silencio de Dios encuentra eco mi silencio tantas veces. Mi silencio cobarde cuando me callo por miedo a apoyar a otros, a defender a otros. Por miedo a ser condenado como otros. Mi silencio culpable a veces. Mi silencio inocente otras veces como el de Jesús llevado como cordero inocente a la cruz. Un silencio impuesto a la fuerza. Ese silencio que puede confundir a los hombres, pero no a Dios. Ese silencio que parece lo contrario de lo que es. El silencio de Jesús es expresión de un amor hondo por mí. La afirmación más fuerte de la vida de los hombres. Su servicio último, callado, sin palabras. Su entrega más generosa. En este mundo que me anima a buscar sólo mi felicidad, mi independencia, mi libertad, brilla la entrega de Jesús. Pero yo quiero ser independiente y entonces me aíslo. Quiero ser libre y huyo lejos de todo compromiso. No quiero ataduras. Y entonces sufro menos, porque no amo, porque no me comprometo. Pero mi corazón quiere amar. Quiere amar hasta dar la vida. Aunque mi forma de dar la vida no sea tan gloriosa como la de los mártires. Aunque mi vida no sea reconocida digna de admiración. Sólo a los ojos de Dios valgo más. Y el silencio de mi entrega no gloriosa vale la pena. Esa vida que parece cobarde y débil. Esa vida que Dios me pide es donde se manifiesta su amor. Donde se juega mi generosidad. En esa vida en la que amo a Dios y a los hombres torpemente. Yo no quiero vivir sin dar la vida. No quiero tampoco el elogio y el reconocimiento de una vida gloriosa. Me basta con que Dios me mire y se conmueva en silencio ante mí, al ver mi sí pobre y débil. Eso es lo importante. Por eso no quiero buscarme a mí mismo. No quiero buscar mi felicidad, mi paz, mi santidad, en una carrera egoísta. Quiero amar, comprometerme, vincularme. Quiero aprender a renunciar por amor a otros.
A veces me cuesta decidir, optar, dejar algo que hago bien y empezar a hacer algo nuevo que no controlo. Me da miedo el riesgo y confundirme. Perder lo que ya tengo, lo que ya gano, lo que hago bien. Me asusta apuesta que parece imposible por lograr algo mejor. Tal vez me falta paciencia. Y me quedo en el esfuerzo. Quiero cambiar, mejorar. Dice Carlos Moyá sobre Rafael Nadal: «Es demasiado exigente consigo mismo y no se perdona el fallo. Tiene que intentar cambiar un poco esto. Aunque no se trata de cambiar, es evolucionar y atreverte». Tengo algo de perfeccionista. Quiero hacer las cosas bien, perfectas. Me cuesta perdonarme el fallo. Quiero hacerlo bien todo, siempre. Y busco a Dios para que se alegre con mi vida. Para que me afirme. Dios guarda silencio en mi intento por mejorar, por hacerlo todo mejor. Tal vez tengo que aprender a desprenderme de mis pretensiones, de mis deseos tan del mundo. No quiero cambiar por cambiar. Pero quiero crecer y ser mejor. En el fondo sé que a veces no busco la aprobación de Dios, busco la de los hombres. El otro día leía cómo la presencia de Dios en nuestra vida no nos convierte en otras personas, seguimos siendo los mismos: «Esta experiencia no hizo de mí un santo. No perdí mis debilidades ni mis defectos, ni dejé de significar una carga para otros ni de herirlos. Seguí siendo egoísta y hubo épocas en que incluso esta vivencia de la presencia de Dios parecía totalmente olvidada. Más de una vez quise instalarme definitivamente en esta tierra. Pero, pese a mis pecados, algo subsistía, pues en la profundad de mi alma siempre supe que este mundo es relativo, que la tierra no es nuestro hogar definitivo y que sólo a través del muerte logramos la resurrección»[4]. Cuando me ato más a Dios me hago más libre de los hombres. Pero me cuesta mucho. Cuando aprendo a estar con Dios en el silencio de mi alma, en su silencio. Atento. Aguardando. Algo escucho. Pero se me olvida. Quiero dejar de ser tan duro conmigo mismo. Quiero aceptar la debilidad de mi carne. Decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: - Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida. Es el tiempo para amar y ser amado. No os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión. Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz». Me gusta esa mirada sobre mi debilidad. Esa miseria reconocida que abre el corazón del Padre. Lo miro conmovido. Quiero cambiar, es verdad. Quiero ser mejor, menos egoísta, menos exigente conmigo y con los demás. Más paciente y compasivo. En la película «Silencio», uno de los protagonistas se pregunta: « ¿Hay lugar en este mundo para los débiles?». En el corazón de Dios es donde caben los más débiles. Dios no puede hacer nada con los que creen en sus propias fuerzas que los hacen capaces de todo. Pero sí con aquellos que han caído, se han vuelto a levantar, han pedido perdón de rodillas, han vuelto a comenzar creyendo en la misericordia de Dios. En el corazón de Dios caben los que no caben en el mío. Cuando no acepto el error que se vuelve a cometer una y otra vez. La caída que se reitera. La miseria que se convierte en estilo de vida. Y me vuelvo exigente. Con los que tropiezan siempre de nuevo y luego piden perdón. Y no veo cambios. Y los exijo. Pero Dios no es así conmigo. Sabe que los cambios son lentos. No llegan con rapidez. A veces no llegan. ¡Cuánto me cuesta cambiar! Se me llena la boca con el cambio. Pero luego no quiero perder, dejar de hacer lo que hago bien. Arriesgarme a perderlo todo. Nunca fui un jugador de póker. No apuesto sin cartas. Quiero tenerlo todo seguro. No me arriesgo a dar la vida sin antes tener algo bien asegurado. Por si acaso. No quiero perderlo todo. Y me vuelvo conformista. Me acostumbro a lo de siempre. Soy el mejor en lo mío. En lo que hago con los ojos cerrados. Pero no quiero arriesgar nada. Me asustan los cambios reales. Tengo tomada la medida a mi vida y me da miedo dejar de ser lo que he soñado. Lo que otros esperan. El cambio tiene algo de dolor. Da miedo el dolor. El cambio me pide dejar y tomar cosas nuevas. Y cuesta hacerlo. Pero me da miedo no crecer si no dejo cosas. Si no las hago de forma diferente. No dejaré de ser débil nunca. No lograré hacerlo todo bien siempre. Eso me alivia. Jesús no lo espera de mí. En su silencio me aguarda siempre. Va conmigo y me sostiene. Su mano en mi mano. Su pisada en mi pisada. Estoy de paso por aquí. Sólo quiero sembrar esperanza con mi vida. Sólo quiero ser fiel a Dios en mi alma. En lo más hondo. Es el misterio al que Dios me llama. Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre. Caído o levantado. Va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz.
Creo que lo más difícil en mi camino es hacer y decir lo que Dios quiere. Hemos repetido en el salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Y es verdad. Aquí estoy. Pero a veces confundo su voluntad. O pienso que lo que yo quiero tiene que ser necesariamente lo que Dios quiere. Juzgo rápidamente las acciones de los demás. Y creo ver en ellas la ausencia de Dios o su presencia. Resuenan en mí las palabras de Juan Climaco: «No juzgues demasiado severamente a los que enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en práctica; porque a menudo la utilidad de las palabras compensa la penuria de las obras. Porque no todos poseemos igualmente todos los bienes: en algunos la palabra sobrepasa la obra; en otros, por el contrario, la obra sobrepasa la palabra». Juzgo más las obras que las palabras. Aunque a veces las palabras las juzgo cuando no se refuerzan con las obras. Pero juzgo. Me creo mejor que otros. Y pienso que en mi juicio está el querer de Dios. Y me da miedo caer en el relativismo. O en pensar que todo vale. O en hablar de los fines que todo lo justifican. Corro el riesgo de apresurarme en mis condenas. En mis filias y en mis fobias. «En la vida diaria colocamos nombre al otro por lo que hace, lo cual constituye un juicio negativo, un juicio a toda la persona del otro»[5]. Me encadeno a mis prejuicios y condeno. Y decido en mi corazón lo que está bien y lo que está mal. Generalmente miro más a los demás que a mí mismo. Quiero hacer la voluntad de Dios. Quiero ser su instrumento. Es el anhelo del alma. Siempre lo es. Quiero la gloria de una vida meritoria. La defensa hasta el extremo de mis principios y mis ideales. El amor que se da por entero. La vida que merece la pena ser vivida. Y vivo expuesto al juicio de los que me rodean. ¡Qué rápido caigo yo en el juicio! ¡Con qué rapidez soy yo juzgado! Esto está mal. Esto está bien. Y me quedo tranquilo. Pero mi juicio no me salva. Quiero hacer la voluntad de Dios. Y no que Dios haga realidad la mía. Me da miedo el riesgo de ser egoísta: «El egoísta devoto se hace una idea demasiado clara acerca de la voluntad de Dios. Dios quiere la justicia, la paz, la armonía y el amor. Con este conocimiento se aproxima a Dios y pide que Él también realice su voluntad. No se da cuenta de que esos ruegos sólo expresan su propia voluntad. Mientras Dios los cumple él es un siervo leal de la voluntad de Dios. Pero si Dios no los cumple o no los cumple de inmediato surge en él la desilusión, la insatisfacción y a menudo la indignación frente a Dios. Cuanto más se rebela contra Dios, tanto más claro está qué voluntad pretende imponer, la propia»[6]. Busco mi voluntad detrás de muchos ruegos. Y luego, cuando Dios calla aparentemente, me rebelo. Cuando no se realiza lo que es justo y bueno. Cuando no se hace realidad el sueño que yo tenía guardado en mi alma. Estoy aquí para hacer la voluntad de Dios. Me duele cuando no la hago y me alejo. Pero sé que la voluntad de Dios inquieta. Me mueve por dentro, me desinstala. No corrobora todos mis actos. No asiente ante todos mis juicios. Quiero ser más libre. Más niño para abrazar su voluntad en todo lo que me toca hacer cada día. Buscar sus manos actuando en mi barro. Su deseo abriéndose paso en mis sueños. Su voz despertando en mis labios. Quiero oír siempre lo que hoy escucho: «El Señor me dijo: - Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso». Quiero escucharlo no sólo cuando cumplo y hago fielmente todo lo bueno. No cuando soy perfecto. No sólo si muero en santo martirio admirado por todos. No. Quiero escucharlo siempre. Saber que siempre Dios está orgulloso de mi vida, de mi entrega, de mi deseo de seguir sus pasos. Sea como sea. Quisiera repetir en mi alma esta verdad honda: «Mi Dios fue mi fuerza». Es mi fuerza verdadera en medio de muchos silencios. Mi Dios. Mi fuerza. Mi roca. «No se trata de acentuar nuestro propio hacer, ni realizar sabe Dios cuántos actos apoyándonos sólo en nuestras propias fuerzas. Poco a poco iremos abandonándonos al Espíritu y pidiendo su venida junto a María: ¡Ven Espíritu Santo y colma los corazones de tus fieles!»[7]. No busco sólo mi fuerza. Más bien deseo la fuerza de Dios en mí. Sólo no puedo avanzar. Por eso hoy pido que su Espíritu Santo descienda a mi vida. Quiero que me calme y colme mis deseos y mis ansias más verdaderos. Quiero que me cambie por dentro y haga en mi corazón todo nuevo.
Hoy me conmueven las palabras de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre Él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». Se lo cuenta a todos. Lo ha encontrado. Lo señala para que otros lo sigan. Para que se vayan detrás de Él. Señala a Jesús para apartarse él. Pone a Jesús en primer lugar para desaparecer él. Juan lo ha visto y ha creído. Me impresionan mucho sus palabras: «Yo lo he visto». ¡Cuánta fe y cuánto amor! ¡Qué hombre más fiel! Su última misión es hablar a los suyos de Jesús. Jesús es el único que tiene palabras de vida eterna. Por eso ya no puede dejar de anunciar a Jesús vivo entre los hombres. Juan había recibido en su corazón la voz de Dios que le había dicho que el Mesías sería señalado por el Espíritu Santo. Es un anuncio misterioso. ¿Cómo lo vería? ¿Cómo sabría que era Él? Juan creyó, lo vio y luego anunció toda su vida ese momento. Fue tal como le habían dicho. Su fe de niño se hizo realidad. Pero Jesús supera el anuncio. Siempre es más de lo que espero. Siempre me desborda. A Juan también le pasó. Juan lo llama el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El cordero de Dios. Jesús es manso. Es el cordero inocente que carga con mis pecados. El cordero que morirá indefenso. Es el cordero de Dios que ama, que no expulsa a los pecadores sino que convive con ellos, que los ama, los acoge. No se va del mundo, para vivir en soledad o con algunos hombres más puros. Él camina y vive como un más, sanando corazones y cuerpos heridos. Ese cordero puro y fiel que se entregará por mí. Me impresiona mucho su promesa. Es el cordero que quitará del mundo mi propio pecado que me escandaliza. Lo hará todo de nuevo. Viene a amar y a quitar el pecado con su vida. Juan hasta ahora hablaba de conversión. Como el paso necesario para que llegase el Señor. Había que eliminar todo pecado, limpiarse, lavarse. Ahora llega Jesús y es Él quien quita el pecado del mundo, de todos, de cualquiera. Lo hace amando, lo hará muriendo en la cruz. No pide condiciones. No pide conversión previa, ni habla de un bautismo para seguirlo. Sólo me pide tomar mi vida y mi cruz e ir detrás de Él. Es la gratuidad de Dios. No hace falta ser perfecto, sólo abrir el corazón y creer que es posible. En cada misa repito en alto estas mismas palabras de Juan: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Lo hago mostrando a Jesús roto entre mis manos. Se acaba de partir Jesús por mí, por todos. Así es como quita el pecado del mundo, rompiéndose, entregándose del todo. Es un momento de adoración, de reconocimiento. Me gusta repetir esas palabras en cada misa. Y mirarlo a Él roto entre mis manos. Y adorarlo. Manso, callado, partido. Por ese cordero de Dios merece la pena dejarlo todo atrás y seguir sus pasos. Yo me fío porque lo he visto y he creído. Me he fiado. Los discípulos de Juan también se fiaron de Juan y se fueron con Jesús. Sólo por su palabra. Merecía la pena hacerlo. Lo sigo. Pero luego lo pienso y me queda grande la misión de ese cordero. Es un hombre que no grita, que ama, que vive como uno más, entre todos. Que sana, que camina y sueña. Es un hombre que habla de un amor desconocido. Es Dios que me ama sin castigar. Que me perdona sin medida. Ese Dios se ha hecho hombre y está conmigo. Pero yo veo que el pecado sigue existiendo a mi alrededor, en mí. Sé que Jesús es el cordero de la paz, pero sigue habiendo guerras. Y yo no logro sembrar la paz. Sé que es el cordero fiel y fuerte. Pero sigue habiendo debilidad e infidelidad a mi alrededor, en mi vida. Y yo me siento incapaz de cambiar tantas cosas. Es el cordero inocente que no grita, que calla. Y me conmueve esa inocencia y esa indefensión como camino para mí. Dice Mahatma Gandhi: «La no-violencia no es para los débiles, sino para los fuertes. Hay que tener mucha fe y mucha fuerza para dejarse matar». Me atrae más la fuerza. No tanto la debilidad. Me siento débil. Me siento pecador. Me siento incapaz de esa no-violencia ante la injusticia. De dejarme matar es un acto heroico. Es todo demasiado grande para un corazón tan débil. Juan es un hombre fuerte que anuncia al hombre inocente. Juan tampoco se defiende. Como el Cordero de Dios. Él tampoco huye de la cárcel que le acaba quitando la vida. Él anuncia la verdad de forma tan libre. Y luego sigue anunciando la vida desde la cárcel. Sigue siendo fiel. Sigue siendo testigo. Es verdad que la fidelidad brilla más que la caída. Es verdad que el fuego del martirio me anima a mí a ser fiel en medio de mis propias pruebas. Eso no lo dudo. Pero creo que soy incapaz de juzgar el corazón de los hombres. Me toca arrodillarme cada día ante el misterio del que viene buscando el perdón. A veces en mi vanidad juzgo y me siento algo. Pero hoy quiero aprender de Juan. De su humildad. De su vocación de camino. Quiero mirar con respeto ese marco sagrado de la conciencia en el que se debate la lucha por hacer carne el más leve deseo de Dios en cada hombre. ¡Quién soy yo para juzgar a nadie! No quiero saberlo todo ni creerme en posesión de la verdad más absoluta. Dando juicios que nadie pueda rebatir. Erigiéndome en el paradigma ante el que cualquier opinión contraria claudica. No lo pretendo. Pero a veces mis afirmaciones pueden ser demasiado duras y categóricas. Miro a Juan en el río Jordán. Miro su fe señalando a un hombre entre los hombres. Dios oculto en la apariencia de hombre. Dios impotente en medio de una fila de hombres pecadores. Y Juan siendo testigo. ¿Soy yo testigo de un amor más grande? Me gustaría siempre vivir en referencia a Jesús. Me gustaría señalar a Jesús y ponerlo en el centro de mi vida. Pero tantas veces me predico a mí, me pongo delante, no desaparezco. Me coloco yo en el centro. Me agarro a ese orgullo de querer ser otro Cristo. Le pido a Dios ese don de Juan de señalar a las personas hacia Él, no hacia mí. Ser puente y camino, nada más. Quiero despojarme de mis deseos, de mis orgullos. Y simplemente estar con Jesús. Y tratar de descubrir su voluntad. Aunque me caiga.
Jesús viene hoy hacia Juan. «Al ver Juan a Jesús que venía hacia él». Me impresiona mucho este momento en la vida de Juan. Es muy importante para los dos. Es un encuentro personal. El evangelio dice que Jesús viene hacia Juan. No hacia una multitud. Hacia él. Jesús irrumpe en la vida de Juan. En el Jordán. En medio de lo que él hacía, de lo que él era, en su lugar. Juan no tuvo que ir a buscarlo fuera. Se quedó cumpliendo la voluntad de Dios en su vida. Bautizando. Invitando a la conversión. Y Jesús llegó hasta él. Es el encuentro que marca su corazón para siempre, el que toda su vida había esperado. ¡Cuántos anhelos se cumplen en el corazón de Juan en ese momento! Había deseado tanto ese encuentro. Les había hablado tanto de Jesús a los suyos. Del Cordero, del que había de venir. Y ahora, delante de Él, ¿qué sentiría? ¿Cuánto tiempo estarían juntos? No lo sabemos. Sí queda claro que no fue tanto tiempo. Y que después Juan fue encarcelado. Y Jesús comenzó su misión. En la cárcel Juan se preguntaría sobre el sentido de su vida. ¿Habría merecido la pena tanta búsqueda, tanta lucha? Y ahora, ¿qué querría Dios de él? Ya estaba ahí Jesús iniciando el reino. Había terminado su misión de preparar el camino. No podía ser discípulo de Jesús. Todo estaba terminado. Dudas. Preguntas. Y la paz de haber hecho lo que tenía que hacer. Y la paz de ese encuentro pleno con Jesús. Siempre le pido a Jesús que venga Él a mí porque yo no sé ir hasta Él. Quiero que irrumpa en mi vida. Que se haga el encontradizo. Jesús siempre viene primero. Eso lo he aprendido en mi vida. Y mi misión es intentar cumplir, allí donde me toca, la voluntad de Dios. Quiero cumplir mi misión pequeña o grande con amor. Allí llegará el Señor y cambiará mi corazón una y otra vez. Siempre me preguntó si sabré reconocerlo, como Juan. Pero pienso, que como le pasó a él, habrá algo en mi corazón que me dirá que es Él. Me hará saltar y reconocer su rostro. Le doy gracias a Dios por todos los encuentros con Él en mi vida que me han dado tanta fuerza. Siempre anhelo volver a encontrármelo de frente. Acepto sus silencios tantas veces. Pero sé que me habla muchas otras. Lo espero. Lo busco. Lo deseo. Intento estar en mi lugar cumpliendo y tanteando lo que Dios quiere. Y allí viene Jesús, eso seguro. Viene a mí. Me encantaría poder decir, cada día, que Jesús vino a mí y que yo lo supe ver. Es verdad que lo puedo decir de momentos guardados dentro de mi alma. Son momentos que me dan luz. Pero también tengo silencios y ausencias. Y anhelo volver a estar con Él. A veces me pasa lo que describe el P. Kentenich: « ¡Qué fríos podemos ser en nuestro trato con Dios! ¡Cuán poca ternura y apertura! ¿Por qué somos así? Porque es, ante todo en nosotros mismos, en quien confiamos. Porque en nuestros esfuerzos por perseverar en el camino a la santidad y vivir la santidad, hemos acentuado demasiado el ‘yo’. Por supuesto, siempre hemos hablado del auxilio de la gracia y de amar a Dios como nuestro sumo bien. Pero ahora sabemos que sólo por la senda de la fe, de las virtudes, no llegaremos muy lejos»[8]. Acentúo el yo. Pienso que yo puedo. No espero que venga a mi vida. No cuento con Él sino con mis fuerzas. Como si todo dependiera de mí. Necesito que su Espíritu venga a mí una y otra vez. Necesito ese encuentro repetido en mi vida. No quiero vivir centrado en mí mismo. Quiero ser testigo de alguien mayor que yo. Ser testigo con mi amor, con mi entrega. Testigo de alguien que le da sentido a todo lo que hago. No soy yo. Es Él en mí. Y no quiero que los halagos me hagan olvidar a quién pertenezco. De quién soy por entero. Quiero, como Juan, descubrir a Jesús en mi vida, ser capaz de hablar de Él. Anunciar al mundo cómo me ha cambiado la mirada y la vida. Él siempre rompe mis esquemas. Siempre me desborda. Siempre viene a mí, en medio de mi vida.
[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[3] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
[4] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[5] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[6] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[7] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[8] José Kentenich, Envía tu Espíritu