“Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso el que no se siente defraudado por mí!” (Mt 11, 2-6).
¿Quiénes son los pobres? Son, en primer lugar, aquellos que padecen necesidad física, material; son las muchedumbres de campesinos de Iberoamérica, África o Asia; los habitantes de los barrios periféricos en las grandes ciudades; los emigrantes; los despreciados por causa de su raza, por su religión o por alguna deficiencia que les hace incapaces de competir en una sociedad como la nuestra. Estos son los primeros pobres, y olvidarlo es una ofensa para ellos.
Pero también es un error olvidar que son pobres los que viven solos, los que padecen las consecuencias de una ruptura matrimonial, los que están enfermos y, en definitiva todos aquellos que por un motivo u otro sufren. Unos y otros llevan en su cuerpo o en su espíritu la marca del Crucificado, que en la cruz no sólo padeció por los clavos y las espinas, sino también por el abandono de los amigos.
¿Qué significa, entonces, anunciar la buena noticia a los pobres?. Significa ayudarles a solucionar sus problemas, con todas nuestras fuerzas. Pero, a la vez, ofrecerles la experiencia personal del encuentro con Dios, que es quien verdaderamente les puede ayudar y el único que a ellos como todos los demás les va a dar la felicidad.
Además, hay otra cosa en esta “palabra de vida”: la exclamación de Cristo llamando dichoso al que no se sienta defraudado por Él. Es decir, al que no crea que Él no hace nada porque rechaza la violencia como medio para solucionar los problemas, o porque no hace milagros para que éstos desaparezcan.