Lámparas apagadas, lámparas encendidas
A veces no comprendo, o me escandaliza o me hace daño por dentro ver que hay personas que no se comportan como deberían, como se supone que deberían hacer o se espera de ellas. Me desconcierta que en unas circunstancias sean todo sonrisas, amabilidad, te abren sus puertas… y cuando los necesitas no les va bien atenderte, o te hablan de malos modos, te dejan tirado o no son el apoyo que su cargo te hacía suponer que serían, sino más bien un ejemplo a no imitar.
Esto, aun a los 43 años que tengo, me produce perplejidad, confusión y un intenso dolor interior. Me trae a la memoria eso de los lobos con piel de cordero (Mt 7, 15) y de los ciegos que guían a otro ciego (Mt 15, 14), y para no caer en el hoyo con ellos, tiendo a alejarme todo lo que puedo, aunque a veces no puedo todo lo que quiero.
Conozco bien mi propia fragilidad, mi inconstancia, mi debilidad, mis defectos, mis malas inclinaciones, todo lo feo, bajo y malo que hay en mí. Pero me olvido de que todos los seres humanos estamos hechos de la misma pasta, todos tenemos dentro la semilla del pecado y todos tenemos a nuestro alcance la gracia de Dios para vencerlo y llegar a ser santos. Todos podemos lograrlo porque Dios lo quiere y nos da los medios.
Pero ver esa debilidad en determinadas personas me descoloca, me desencuaderna, me revuelve por dentro porque no debería pasar que alguien que todos conocen que es instrumento de Dios se comporte así.
Hablo de sacerdotes tibios o que lo parecen, de religiosas que no lo parecen porque no llevan hábito, de catequistas que no saben ni hacer una genuflexión…
Si yo sé que soy de la misma pasta que ellos, ¿por qué esas actitudes me producen este mal efecto, porque soy intolerante o porque tengo sed y hambre de Dios, celo divino?
Porque de un sacerdote, de una monja y de una catequista espero un comportamiento ejemplar, intachable, edificante, queme acerque a dios, que me ayude a ser buena cristiana, que me mueva a querer parecerme a ellos porque ellos se parecen a Cristo, a la Virgen, a los santos. ¡Y hay gente así, de verdad que la hay!
Pero estos de los que hablo me dan ganas de alejarme y no imitarlos. Sacerdotes que rara vez empiezan la misa con puntualidad, que se sientan en el confesionario durante la misa dominical contados minutos, a los que no se ve nunca orando en el templo, que pronuncian homilías llenas de palabras pero vacías de contenido, sin una sola aplicación práctica para la vida de los fieles.
De monjas que sabes que lo son porque te crees lo que te han dicho pero que no visten hábito, que no hacen la genuflexión ante el sagrario, que invitan a los niños a comulgar en la mano sin preguntar a sus padres.
De catequistas que en vez de hacer una genuflexión sencilla y llena de respeto parece que les dan convulsiones cuando pasan ante el sagrario, que va a la misa dominical con sus grupos de niños vistiendo unas minifaldas y/o escotes que no son de recibo ni en la iglesia, ni en una mujer casada ni en ninguna parte, que se pasan la misa comiendo chicle y comulgan tranquilamente…
A lo mejor soy radical o intolerante pero qué quieres que te diga, al pan pan y al vino vino, ya lo dijo Cristo en el evangelio: “Dad al césar lo que es del césar ya Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). Y si eres cristiano aceptas las reglas del juego, como en todo, y Jesucristo se inventó la Iglesia y dejó dicho cómo debíamos ser, vivir y actuar los cristianos. Y antes de su Ascensión dejó constituido el ministerio apostólico, y los curritos de a pie no podemos cambiar ni inventarnos nada por muy párroco, monja o catequista que seamos.
Esas personas están en una posición destacada dentro la comunidad parroquial y han de ser buenas y además parecerlo. Además de desconcierto y escándalo me causan una profunda tristeza.
También conozco sacerdotes, monjas, catequistas y cristianos de a pie que atraen, que tienen algo en ellos que te hace querer acercarte y averiguar qué es, y descubres que lo que tienen es a Cristo en su vida y que tú también puedes tenerlo en la tuya.
Son amigos de Cristo y procuran parecerse a Él, imitarle en todo. Hacen oración, comulgan y se confiesan habitualmente; se esfuerzan cada día para corregir sus defectos y malas tenencias; se ponen metas que los hagan mejores personas y mejores cristianos; hacen pequeños sacrificios que no nota nadie y que les fortalecen el alma; ayudan a quien se lo pide en lo que necesita y cuando lo necesita, no en lo que a ellos les va bien y cuando a ellos les va bien, siempre están alegres, serenos, sonrientes, su mirada es acogedora, uno se siente bien a su laso, ¡por eso dan ganas de acerarse!
Y cuando se les ve serios nos llama la atención porque es raro en ellos, y sabemos que les pasa algo, porque no son inmunes a los problemas ni al dolor.
Esas personas son lámparas encendidas: dan luz, iluminan a su alrededor, borran la oscuridad, hacen ver el camino.
Para ser una lámpara encendida no es necesario ser sacerdote, ni monja, ni monje ni catequista. ¡Yo quiero ser una lámpara encendida!