“Fueron de prisa, y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo manifestaron lo que les habían dicho acerca del niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. (Lc 2, 1619)
Cuesta trabajo ponerse en la piel de María para intentar comprender sus sentimientos. ¿Qué debió pensar aquella humilde joven nazarena ante el desfile de admirados pastores que hablaban de apariciones de ángeles y que decían que su bebé recién nacido era el Mesías? ¿Qué debió sentir cuando irrumpieron en la humilde cueva los Magos de Oriente?. El Evangelio nos dice que ella, inteligentemente, meditaba sobre estas cosas y las guardaba en su corazón. ¿Por qué? ¿Para qué?. Lo hacía con esa sabiduría innata que tienen muchas mujeres, que saben que durante los días de abundancia conviene no gastarlo todo y dejar algo en prevención de días de escasez que posiblemente vendrán.
Y esos días vinieron: la huida a Egipto, primero; luego, años más tarde, la pasión, la muerte en la cruz. Sin duda que María, allí en el calvario, con el cuerpo de su Hijo ensangrentado sobre sus rodillas, tuvo que recordar otra escena, de años atrás, en la cual también sostenía a su hijo en los brazos. La escena del belén, tan tierna, tan dulce, no era tan diferente de la del Gólgota. En ambas María sostiene a su Hijo, débil y necesitado. Y quizá pudo llevar a cabo la segunda, la del Calvario, porque atesoró en el corazón argumentos en la primera, la de Belén.
Imitemos, pues, a María memorizando los buenos momentos, con Dios, con la familia, con los amigos, para echar mano de ellos cuando la situación sea difícil, cuando llegue la crisis, cuando tengamos dudas del amor providente de Dios.